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ebook (.pdf) - Guillermo Imsteyf

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cristal.<br />

La pausa no había durado mucho pero aquél señor desvergonzado lo apuró, vil<br />

intento para quebrar su aplomo.<br />

– Siga.<br />

– Pero se ha encontrado usted con quien exorcizará su… – no le salió la palabra<br />

adecuada. Calló. – maldición – dijo luego – Ha de olvidar su ilusión de connivencia<br />

universal, como si fuese dueño de la redención y el castigo. Su apetito ha de acabar.<br />

Apetito, sí – continuó Cúneo como si alguien le hubiese interrumpido – porque ha<br />

pretendido devorarme, se ha creído con el poder de convertirme en uno más de los<br />

bienes de su concupiscencia, ha creído que su flaca estructura de poder, la obscena<br />

amistad con Arizmendi, las penumbrosas conversaciones a mis espaldas donde<br />

barajaban el destino de sus púberes gregarios, habrá creído iba a tragarme también a<br />

mí. Pero voy a romper su invicto, doctor Saavedra.<br />

Cúneo deslizó el maletín de su barriga a su falda, colocándolo exactamente en<br />

posición horizontal, con las trabas hacia adentro.<br />

– ¿Quiere saber qué he venido a decirle? Que no soy un necio. Que he corrido el<br />

velo hipócrita de su generosa propuesta y descubro, no con sorpresa pero sí con<br />

indignación, que su compasivo convite oculta la condición de un favor miserable.<br />

¿Cuántos Conineas absueltos, cuántos rascacielos como este serán necesarios para<br />

ser suficientes? Y su tosca composición de personaje frente a la ménade Ballentin,<br />

“¡Vaya coincidencia, trabajan en el mismo caso!”. ¡Usted no quiere saber de dónde<br />

he venido!.<br />

Cúneo se puso de pie frente a Saavedra, repartiendo sobre la pared el<br />

resplandor verde del atardecer. Ya con el maletín sobre el escritorio, abrió la<br />

cubierta. Las trabas estallaron una, dos veces, quebrando el silencio con sus chillidos<br />

metálicos.<br />

– Confieso que he de madurar mucho aún. Confieso que sigo cayendo en<br />

trampas arcaicas. No sé si había por qué sospechar, y yo no lo hice cuando fue usted<br />

y no una pétrea telefonista quien se comunicó para ofrecerme afiliación a su<br />

laureado bufete. Pero el hilo debe cortarse por algún lado, ¿verdad?. Pues bien, he<br />

aquí su fusible.<br />

Cúneo echa su mano al interior del maletín. Saavedra aguarda su suerte<br />

paralizado en una pose blanca, lívida. Parece un muñeco sin terminar, una masa de<br />

hule con unos pocos cabellos.<br />

Cúneo sabe que si es lo suficientemente rápido, si ejecuta la acción con tal<br />

velocidad que le permita no darse cuenta, se hará dueño de su destino, más no fuera<br />

para acabar con él.<br />

Cuenta tres, en voz alta pues los oídos de un muerto no importan, alza las dos<br />

manos y tiene oportunidad de comprobar que el tambor posee cuatro balas.<br />

Alternativamente ve la orejuela del arma entre los ojos de su victimario, ahora<br />

víctima, y la ventana bañada en verde manzana y luego verde aceituna.<br />

El opaco cañón cabalga el éter, a una distancia de un brazo, y Saavedra no dice<br />

ni hace nada. Cúneo sabe que las cosas están sucediéndole mucho más lentamente<br />

que al resto del mundo y por ello entiende que lo que será un disparo para los<br />

demás, para él significará una vida completa durante la cual podrá absorber cada<br />

giro de la bala por cada segmento de aire, percibir con precisión el momento del<br />

impacto, el trazo del orificio, el flamante manantial de sangre limpia y ardiente, y<br />

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