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parecía estar sola.<br />
Cúneo vio a Gonzaga repartiendo vasos y sudando tempranamente. Con<br />
destreza esquivó su mirada y se puso a salvo en un rincón hacia el cual los dientes<br />
del ahora flaco no destellaban, en cambio sí las formas onduladas de la morocha. No<br />
es que no supiera qué decir o temiera no atrapar convenientemente la atención de la<br />
dama. Ella se ubicaba más allá de toda mísera posibilidad humana de conquista,<br />
porque su perfil a punto de quebrarse sobre esa banqueta afortunada poseía el<br />
imperio de inhibir a cualquiera, su forma hacía deslizar el aire por una curva<br />
imprevista, inefable. Su sola presencia depositada allí, establecía en ese lugar el<br />
centro, el kilómetro cero. Cúneo decidió contemplarla desde la lejanía un tiempo<br />
prudencial. La certeza se le desdibujó, no era de odaliscas su aroma, sino que<br />
provenía de los cordones bizantinos del palacio Ducal. Había equivocado el rumbo<br />
al identificarla con las tramas translúcidas de los velos del oriente cercano, su piel<br />
blanca ahora le anunciaba que su patria era, en realidad, la isla sobre el Véneto.<br />
No había logrado decidirse por la primer palabra que pronunciaría, cuando la<br />
mano todavía pesada del ex gordo se le desparramó en el hombro.<br />
– ¡Cúneo!, ¡Viejo!<br />
El hálito espolvoreado de Gonzaga era firme prueba de que bebía desde hacía<br />
unas cuantas horas. Cúneo lo abrazó fraternalmente y lo invitó con un trago como<br />
recompensa por haber puesto delante suyo tamaña hembra. Gonzaga entendió de<br />
inmediato y lo llevó al lado de Sebastiana.<br />
Hechas las presentaciones, Gonzaga dijo algo más para dejar prudentemente<br />
algún tema de conversación flotando en el aire y con un ademán se retiró para<br />
perderse entre el humo y la muchedumbre.<br />
Sebastiana se había negado a creer en las casualidades desde hacía mucho<br />
tiempo atrás. Pero lo más importante para ella no era, contrariamente a la idea no<br />
sólo de Cúneo sino de la gran mayoría de sus contemporáneos varones, el primer<br />
vistazo, la primera palabra, sino las que les sucedían. No era el hola ni el verso<br />
inmediato sino lo que venía luego y Cúneo acertó en una tontería que le aseguró la<br />
disposición de la dama por el resto de la noche. Jamás tropezó con llamarla Tana y el<br />
esquivo completamente involuntario pero prodigioso de ese lugar común le allanó el<br />
bosque.<br />
Sebastiana era una estudiante crónica que transitaba por entonces una<br />
extenuada carrera de arquitectura. Trabajaba en el generoso estudio de su padre. La<br />
sola confesión de su apellido traía a la mente un sinnúmero de letreros callejeros.<br />
Vivía en una casa chata, blanca y robusta cedida en carácter de herencia anticipada y<br />
Cúneo sentía a menudo que toda fantasía de realización para Sebastiana residía en<br />
las mejoras que proyectaba hacerle a esos espacios. Un encolumnado acá propondría<br />
mayor vigor ¿qué te parece?, un segundo piso, un dormitorio gigantesco con<br />
ventanales hacia el oeste, a veces detalles centesimales como la moldura de una<br />
armilla o la orfebre terminación para una ménsula.<br />
No era gran cosa aquella edificación pues databa del período de soltería de su<br />
padre, quien en su mocedad había adquirido el terreno con sólo un ambiente<br />
estrecho que comenzó siendo toda la casa y terminó convertido en el cuarto de<br />
cachivaches. Pero Don Zyrianos había sido previsor y las bases que fijó al suelo<br />
podrían sostener tres veces La Torre de los Ingleses. Más tarde, con su título<br />
flameando y un noviazgo que lo mudó al palacete de sus suegros, abandonó aquella<br />
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