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ebook (.pdf) - Guillermo Imsteyf

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parecía estar sola.<br />

Cúneo vio a Gonzaga repartiendo vasos y sudando tempranamente. Con<br />

destreza esquivó su mirada y se puso a salvo en un rincón hacia el cual los dientes<br />

del ahora flaco no destellaban, en cambio sí las formas onduladas de la morocha. No<br />

es que no supiera qué decir o temiera no atrapar convenientemente la atención de la<br />

dama. Ella se ubicaba más allá de toda mísera posibilidad humana de conquista,<br />

porque su perfil a punto de quebrarse sobre esa banqueta afortunada poseía el<br />

imperio de inhibir a cualquiera, su forma hacía deslizar el aire por una curva<br />

imprevista, inefable. Su sola presencia depositada allí, establecía en ese lugar el<br />

centro, el kilómetro cero. Cúneo decidió contemplarla desde la lejanía un tiempo<br />

prudencial. La certeza se le desdibujó, no era de odaliscas su aroma, sino que<br />

provenía de los cordones bizantinos del palacio Ducal. Había equivocado el rumbo<br />

al identificarla con las tramas translúcidas de los velos del oriente cercano, su piel<br />

blanca ahora le anunciaba que su patria era, en realidad, la isla sobre el Véneto.<br />

No había logrado decidirse por la primer palabra que pronunciaría, cuando la<br />

mano todavía pesada del ex gordo se le desparramó en el hombro.<br />

– ¡Cúneo!, ¡Viejo!<br />

El hálito espolvoreado de Gonzaga era firme prueba de que bebía desde hacía<br />

unas cuantas horas. Cúneo lo abrazó fraternalmente y lo invitó con un trago como<br />

recompensa por haber puesto delante suyo tamaña hembra. Gonzaga entendió de<br />

inmediato y lo llevó al lado de Sebastiana.<br />

Hechas las presentaciones, Gonzaga dijo algo más para dejar prudentemente<br />

algún tema de conversación flotando en el aire y con un ademán se retiró para<br />

perderse entre el humo y la muchedumbre.<br />

Sebastiana se había negado a creer en las casualidades desde hacía mucho<br />

tiempo atrás. Pero lo más importante para ella no era, contrariamente a la idea no<br />

sólo de Cúneo sino de la gran mayoría de sus contemporáneos varones, el primer<br />

vistazo, la primera palabra, sino las que les sucedían. No era el hola ni el verso<br />

inmediato sino lo que venía luego y Cúneo acertó en una tontería que le aseguró la<br />

disposición de la dama por el resto de la noche. Jamás tropezó con llamarla Tana y el<br />

esquivo completamente involuntario pero prodigioso de ese lugar común le allanó el<br />

bosque.<br />

Sebastiana era una estudiante crónica que transitaba por entonces una<br />

extenuada carrera de arquitectura. Trabajaba en el generoso estudio de su padre. La<br />

sola confesión de su apellido traía a la mente un sinnúmero de letreros callejeros.<br />

Vivía en una casa chata, blanca y robusta cedida en carácter de herencia anticipada y<br />

Cúneo sentía a menudo que toda fantasía de realización para Sebastiana residía en<br />

las mejoras que proyectaba hacerle a esos espacios. Un encolumnado acá propondría<br />

mayor vigor ¿qué te parece?, un segundo piso, un dormitorio gigantesco con<br />

ventanales hacia el oeste, a veces detalles centesimales como la moldura de una<br />

armilla o la orfebre terminación para una ménsula.<br />

No era gran cosa aquella edificación pues databa del período de soltería de su<br />

padre, quien en su mocedad había adquirido el terreno con sólo un ambiente<br />

estrecho que comenzó siendo toda la casa y terminó convertido en el cuarto de<br />

cachivaches. Pero Don Zyrianos había sido previsor y las bases que fijó al suelo<br />

podrían sostener tres veces La Torre de los Ingleses. Más tarde, con su título<br />

flameando y un noviazgo que lo mudó al palacete de sus suegros, abandonó aquella<br />

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