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asfalto. Los gránulos de tierra golpeaban la ventana. El hombre del bigote, desde el<br />
rincón y entretenidísimo, sonreía con malicia.<br />
Cúneo, sin embargo, luego de la embestida, recordaba los elementos de su<br />
posición y oía con paciencia.<br />
– Muy interesante. O debería decir: muy ingenioso. Pero Ballesteros no inventa<br />
su otra afección. La siderosis existe – quizás estos, pensó Cúneo, no estuviesen al<br />
tanto de que finalmente una clínica puntana le había realizado los estudios – y no sé<br />
cómo piensan reducir la importancia de un diagnóstico certificado.<br />
Los abogados de la empresa se miraron. Apretaron los labios y se permitieron<br />
una pausa en la que cada uno parecía invitar al otro a responder. Ballentin avanzó:<br />
– La Siderosis existe y han de tenerla bien documentada ¿no es cierto?. Contra<br />
eso no se puede pelear, ni lo pretendemos, por Dios. Ese hombre está<br />
verdaderamente enfermo.<br />
Artud se echaba hacia atrás en risas contenidas. Le divertía sobremanera el<br />
cinismo de su compañero.<br />
– Nuestra preocupación es otra y aquí debemos ponernos de acuerdo, colega,<br />
pues nuestro fin primero y último es la verdad. Ballesteros sufre también esa otra<br />
terrible enfermedad, no habrá discusión al respecto, te lo garantizamos. Podés<br />
obviar el certificado. Pero ante tu posición permitinos recomendarte no dar por<br />
probado un hecho sobre el cual recaen más dudas que certezas.<br />
– ¿Y cuál es ese hecho? – apuró Cúneo, con algo de aplomo y con algo de tedio.<br />
– La vinculación entre Coninea y la siderosis.<br />
Cúneo rió.<br />
– Espero, colegas, que no consideren eso como una conclusión. No quiero<br />
pensar que me han tenido agarrado a mi butaca al pedo. Lo de la obesidad estuvo<br />
bueno para empezar, pero se acabó la emoción.<br />
Ballentin encendió otro cigarrillo importado y volvió a convidar a Cúneo, que<br />
esta vez lo rechazó.<br />
Sintió que alguna parte de su cuerpo transpiraba, pero sus adversarios<br />
permanecían como en una kermesse, esperando por las muchachas. Volvió a mirar<br />
los gemelos brillantes de Artud. A esa altura sabía que no los utilizaba con el fin de<br />
la ostentación, por el contrario.<br />
Cúneo tenía presente que aún no había visitado el pabellón, pero eso no lo<br />
amilanó. Confiaba en que de algún modo iba a probar que las condiciones de<br />
seguridad no habían sido las adecuadas.<br />
– Supongo que en mi inminente visita a la dársena tresefe, – el hombre de<br />
bigote asintió, a lo lejos – me encontraré con al menos tres docenas de tolvas. – bajó<br />
el volumen de su voz, haciendo una gracia – Espero que hayan sido prolijos y no<br />
hayan dejado marcas de las tolvas anteriores.<br />
– No conocimos el pabellón en tiempos de Ballesteros.<br />
– Tenemos entendido, dicen los papeles bá, que siempre cumplió con la misma<br />
estructura.<br />
– Pues si no lo conocieron se los describo. Un galpón de ochocientos cincuenta<br />
metros cuadrados, con máquinas atronadoras en su interior y un alto perímetro<br />
bordeado por ventanas que no podían abrirse. Para esa superficie, según Coninea,<br />
eran suficientes dos tolvas de poco más de noventa centímetros de diámetro.<br />
El hombre del bigote, al fondo, ya no sonreía. Cúneo continuó.<br />
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