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ebook (.pdf) - Guillermo Imsteyf

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Silva mantuvo su silencio. Pitó con paciencia y volvió a lanzar el humo<br />

pegadizo una y otra vez. Cúneo repitió:<br />

– Ya estoy con vos, Silva.<br />

– Tomate tu tiempo. ¿Comiste?<br />

Cúneo atendió a esa falsa simpatía y se colocó a la defensiva. Apiló unos<br />

carpetones sobre el estante metálico y descubrió a Silva distrayéndose con Barragán<br />

y luego con un cadete en unos comentarios que orillaban lo obsceno; ella rió con<br />

desmesura y brevedad, enseñando el tizne de sus dientes. Echó una mirada al lugar<br />

y se arrojó en un movimiento infantil para sentarse sobre la mesa, dejando las<br />

piernas cruzadas y colgantes. Luego, como si recordara algo de pronto, giró para<br />

comprobar la presencia de su maletín.<br />

– Arizmendi ya se rajó. – comentó, volviéndose hacia él.<br />

Siguió balanceando sus piernas. El taco a veces golpeaba la chapa.<br />

– Ningunos pichones, ¿eh? Artud y Ballentin, digo.<br />

- ¿Qué? ¿Los conocés?<br />

La secretaria asintió columpiando la cabeza en tramos largos.<br />

– Son unos hijos de puta. – sopló Silva. – ¿Viste qué bien la viven? Son unos<br />

hijos de puta. – repitió – ¡Ja! Y encima… – dijo con sorpresiva complicidad,<br />

echándose hacia él y tocándole el antebrazo. – Bá, encima. No tiene nada que ver<br />

pero ¿alcanzaste a ver a Arizmendi?<br />

– De pasada. Andaba con cara de culo.<br />

– ¡Y…! ¡Por lo de Zabala, Cúneo! – se exaltó haciéndolo parecer un desubicado<br />

– El viejo no termina de llegar y Lima se arrebata con una pelotudez. Pero mirá que<br />

es pelotudo el gordo, y le dice lo de la conciliación obligatoria y qué sé yo qué otra<br />

pelotudez.<br />

– ¿Lo del pibe que se quedó con la guita?<br />

– Ese. ¡Andaba con una fiesta el señor juez!. Por lo menos se le pasó la acidez al<br />

viejo podrido. Mirá que yo me doy cuenta cómo tengo que tratar a tales y cuales,<br />

pero ayer estuve a punto de mandarlo a la mierda. – la mujer apretó la colilla contra<br />

la lata dorada del cenicero.<br />

Cruzó los brazos sobre los pechos, levemente encorvada y sobre el escritorio de<br />

Lima.<br />

– Se engrana por pelotudeces. Parece mentira, un tipo con sus años.<br />

– ¿Pero qué cuernos le pasó?<br />

Cúneo sabía que Silva había logrado evadirse.<br />

– ¿Por qué formalidades rotas? – se oyó a sí mismo decir sin entender de dónde<br />

recobraba esa frase.<br />

La mujer lo miró ceñuda.<br />

– ¿Qué? – preguntó sin desentrelazar los brazos.<br />

– Que me cuentes lo de Zabala.<br />

Silva accedió. Había logrado enmendar su error de mencionar a Artud y<br />

Ballentin.<br />

– Zabala era intendente de la localidad donde hubo un accidente hace unos<br />

años. Se incendió un boliche. Murieron no sé cuántos pendejos.<br />

La secretaria pensaba, mientras batía esas bocanadas de palabras automáticas,<br />

en la conversación que habrían mantenido los tres abogados, en cómo habría<br />

resultado la visita al pabellón y, fundamentalmente, en cuál sería hoy la perspectiva<br />

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