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Silva mantuvo su silencio. Pitó con paciencia y volvió a lanzar el humo<br />
pegadizo una y otra vez. Cúneo repitió:<br />
– Ya estoy con vos, Silva.<br />
– Tomate tu tiempo. ¿Comiste?<br />
Cúneo atendió a esa falsa simpatía y se colocó a la defensiva. Apiló unos<br />
carpetones sobre el estante metálico y descubrió a Silva distrayéndose con Barragán<br />
y luego con un cadete en unos comentarios que orillaban lo obsceno; ella rió con<br />
desmesura y brevedad, enseñando el tizne de sus dientes. Echó una mirada al lugar<br />
y se arrojó en un movimiento infantil para sentarse sobre la mesa, dejando las<br />
piernas cruzadas y colgantes. Luego, como si recordara algo de pronto, giró para<br />
comprobar la presencia de su maletín.<br />
– Arizmendi ya se rajó. – comentó, volviéndose hacia él.<br />
Siguió balanceando sus piernas. El taco a veces golpeaba la chapa.<br />
– Ningunos pichones, ¿eh? Artud y Ballentin, digo.<br />
- ¿Qué? ¿Los conocés?<br />
La secretaria asintió columpiando la cabeza en tramos largos.<br />
– Son unos hijos de puta. – sopló Silva. – ¿Viste qué bien la viven? Son unos<br />
hijos de puta. – repitió – ¡Ja! Y encima… – dijo con sorpresiva complicidad,<br />
echándose hacia él y tocándole el antebrazo. – Bá, encima. No tiene nada que ver<br />
pero ¿alcanzaste a ver a Arizmendi?<br />
– De pasada. Andaba con cara de culo.<br />
– ¡Y…! ¡Por lo de Zabala, Cúneo! – se exaltó haciéndolo parecer un desubicado<br />
– El viejo no termina de llegar y Lima se arrebata con una pelotudez. Pero mirá que<br />
es pelotudo el gordo, y le dice lo de la conciliación obligatoria y qué sé yo qué otra<br />
pelotudez.<br />
– ¿Lo del pibe que se quedó con la guita?<br />
– Ese. ¡Andaba con una fiesta el señor juez!. Por lo menos se le pasó la acidez al<br />
viejo podrido. Mirá que yo me doy cuenta cómo tengo que tratar a tales y cuales,<br />
pero ayer estuve a punto de mandarlo a la mierda. – la mujer apretó la colilla contra<br />
la lata dorada del cenicero.<br />
Cruzó los brazos sobre los pechos, levemente encorvada y sobre el escritorio de<br />
Lima.<br />
– Se engrana por pelotudeces. Parece mentira, un tipo con sus años.<br />
– ¿Pero qué cuernos le pasó?<br />
Cúneo sabía que Silva había logrado evadirse.<br />
– ¿Por qué formalidades rotas? – se oyó a sí mismo decir sin entender de dónde<br />
recobraba esa frase.<br />
La mujer lo miró ceñuda.<br />
– ¿Qué? – preguntó sin desentrelazar los brazos.<br />
– Que me cuentes lo de Zabala.<br />
Silva accedió. Había logrado enmendar su error de mencionar a Artud y<br />
Ballentin.<br />
– Zabala era intendente de la localidad donde hubo un accidente hace unos<br />
años. Se incendió un boliche. Murieron no sé cuántos pendejos.<br />
La secretaria pensaba, mientras batía esas bocanadas de palabras automáticas,<br />
en la conversación que habrían mantenido los tres abogados, en cómo habría<br />
resultado la visita al pabellón y, fundamentalmente, en cuál sería hoy la perspectiva<br />
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