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ebook (.pdf) - Guillermo Imsteyf

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Cúneo volvió con sus ojos al interior de su maletín y apenas le dedicó una<br />

conjunción extraña y animal de emes y jotas.<br />

– Eh… ¿qué pasó con?, discúlpeme doctor, pero ¿qué pasó con Arizmendi?.<br />

Cúneo lo miró a los ojos un instante y le respondió flojamente.<br />

– Arizmendi sigue siendo su representante, sólo que ha considerado oportuno<br />

designar a un equipo, a cuyo cargo estoy, para que su caso reciba la atención que<br />

merece. Pero quédese tranquilo, yo trabajo para Arizmendi y por lo tanto usted,<br />

legalmente, sigue siendo cliente suyo. Ahora Sil… – y se encontró con la mano de<br />

ella extendida y rozándole el pecho, con los papeles estáticos entre sus dedos –<br />

…voy a hacerle algunas preguntitas.<br />

Cúneo tomó las hojas precisamente ordenadas y comenzó la indagación.<br />

Por la ventana de ese roído edificio atravesaba la varilla enclavada de una<br />

cúpula aún más añeja que parecía rajar el cielo gris y la sangre eran las nubes negras<br />

y estiradas que se vertían sobre el horizonte, hacia el extremo oriental de la<br />

autopista. Cuando salieran, Silva y Cúneo descubrirían que la humedad de la<br />

primera tarde les había jugado un engaño y los abrigos que negaron al salir de<br />

Tribunales se convertirían en anhelos rencorosos.<br />

Ballesteros tenía las mejillas manchadas de negro, hombros fofos, nariz<br />

aplastada, una madeja plomiza por cabellera y una tos seca e impresionante que<br />

interrumpía a cada rato con un “perdón”, colocándose el puño cerrado frente a la<br />

boca.<br />

Respondía con evidente aprensión, consultándose en secreto si al hablar<br />

traicionaba a sus compañeros, a su gremio, a su madre o a su patria. Daba detalles<br />

de su sitio de trabajo con pasión, como si los listones de la línea de producción<br />

fueran los más exquisitos cortes del ebanista y los dientes de la sierra le hubiesen<br />

arrebatado la oreja con ternura. Esa imagen romántica de las máquinas grasientas y<br />

el galpón de chapas voladas no favorecía a su causa. Cúneo se lo explicó y el gordo,<br />

al asentir con un leve cabeceo, pensó que había vuelto a traicionar.<br />

El abogado entendió perfectamente que el problema mayor era la falta de odio<br />

por parte de Ballesteros, demasiado vulnerable a la soledad repentina y a tantas<br />

horas libres por día. Las caminatas por las avenidas, de la mano de sus colegas<br />

desocupados, habían aportado sustento a su ánimo, pero luego alguna disgregación<br />

tuvo lugar y allí estaba ahora el gordo, con la desesperanza helada como única<br />

propiedad. El primer desafío era, entonces, hallar el modo de canalizar esa<br />

depresión hacia un rencor vigoroso.<br />

– ¿Conoce usted las dimensiones del galpón?.<br />

– Tendrá unos quinientos.<br />

– Metros cuadrados…<br />

– Ajá.<br />

Cúneo lo cotejó mentalmente. Había una ancha diferencia con lo que constaba<br />

en el informe cedido por Arizmendi.<br />

– El aire que usted respiraba era nocivo, Ballesteros.<br />

Su abogado decía que en tantos años el aliento se le había cargado de partículas<br />

malas y él no entendía cómo cuernos iban a probar aquello, si el aire que se respiró<br />

fue de nadie, es de todos y no está más.<br />

– Y lo que le pasó a su oreja es consecuencia de su dificultad para respirar. Me<br />

dijo que había dos tolvas ¿no es cierto? y que a veces una de ellas estaba apagada.<br />

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