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ebook (.pdf) - Guillermo Imsteyf

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– Tomá – dijo Artud, estirando la mano en la que llevaba su pesado reloj – Acá<br />

tenés un par de direcciones. Reservás la habitación por correo electrónico. Es seguro.<br />

Ellos se encargan de los medios de elevación, el equipo, todo. Por si querés volver a<br />

esquiar.<br />

– Bueno. – Cúneo tomó la tarjeta roja y azul, plagada de estrellas – Te<br />

agradezco. Por ahí nos vemos en Aspen.<br />

– Noooo – dijeron a coro – con colegas no quiero saber nada en vacaciones –<br />

completó Artud.<br />

Al abrirse la puerta los tres hombres callaron. Ingresó una señorita cargando<br />

una bandeja. Se acercó a ellos y saludó cortésmente.<br />

Uno a uno dejó los pocillos sobre la mesa y se retiró. A Artud le resultó difícil<br />

recuperar sus ojos. La mujer se los había llevado en sus nalgas.<br />

Ballentin se irguió frente a su taza. Cúneo hizo lo propio y en su movimiento<br />

volvió a descubrir al operario de bigote recluido en el rincón. Artud sacudía su sobre<br />

de azúcar cuando suspiró.<br />

– Bueno. A lo nuestro.<br />

Ballentin cooperó en la pausa reverencial.<br />

– ¿Así que le rebanaron la oreja, che? Pobre tipo, una porquería lo que le pasó.<br />

Pero ahora está bien, ¿no?<br />

– Anda. Con una tos del demonio pero anda.<br />

– Pero acá hacen las cosas bien, me parece ¿o no? ¿Viste el pabellón?<br />

– Todavía no. Calculo que ya habrán acomodado convenientemente las cosas. –<br />

dijo Cúneo permitiéndose una sonrisa.<br />

– Es gente seria, Cúneo. Tres países distintos ponen guita acá.<br />

– Para llegar a este tamaño la empresas suelen ajustar en algunas cosas. –<br />

aprovechó el abogado de Ballesteros.<br />

– ¿Te parece? Mirá, acá cada uno anda con su casquito, con sus botas, con su<br />

linterna.<br />

– Sigo sin ver barbijos. En fin, Ballesteros sufre una enfermedad muy<br />

embromada que tiene que ver con la aspiración excesiva de partículas de hierro. No<br />

queda otra, muchachos: Coninea lo hizo. Y ustedes estarán de acuerdo conmigo en<br />

que la cagaron en no avivarse a tiempo. Después el gordo se magulló la oreja y acá<br />

estamos.<br />

– Es cierto – afirmó Artud. Se interrumpió con un sorbo y luego prosiguió,<br />

mirando de reojo a su compañero – Lo mismo le decíamos a Brenton. Ustedes la<br />

cagaron antes y ahora nosotros tenemos que taparle los agujeros.<br />

Cúneo se permitió el relax. No era él quien debía continuar.<br />

– Te pregunto… – anticipó Artud, que había acabado su café – ¿Qué hay de la<br />

otra enfermedad de Ballesteros?<br />

Cúneo se heló.<br />

– Estarás al tanto de que aquí se le hicieron chequeos periódicos e incluso la<br />

nutricionista le recomendó una dieta.<br />

– Lo sé. Esos chequeos son obligatorios, y lo son para la empresa, no para el<br />

empleado.<br />

– Quiero decir, el compromiso de la empresa para con la salud de Ballesteros<br />

está formalmente cumplido. Y tenés razón, que los empleados presten atención a las<br />

sugerencias de los especialistas es cosa de ellos.<br />

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