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ebook (.pdf) - Guillermo Imsteyf

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de la parra un orificio para huir hacia el cielo.<br />

Todo se pintaba de verde cada vez que una nube se corría. Por momentos, la<br />

brisa decretaba una lluvia luego vetada por tal repentina quietud que había que<br />

sacudir las manos para corroborar que el aire continuaba allí.<br />

Dentro de la casa, el televisor enmudeció de pronto. La voz ahora vertida por la<br />

radio cabía en dos habitaciones contiguas. Una porción de salame se multiplicaba en<br />

rodajas bajo el filo de un cuchillo, las aceitunas llegaron a la mesa dentro de un<br />

pocillo cerámico. Habían dos vasos y también un par de botellas de diferentes<br />

colores. Elena se limpiaba las manos en su delantal, el horno agobiaba aún más el<br />

clima de la habitación. Cúneo agregó un dado de queso al bocadillo de pan y lo<br />

extendió a su madre. Ella volvió a secarse las manos, lo recibió e hizo desaparecer en<br />

un pestañeo.<br />

– ¿De maestra?, se le hizo fácil el disfraz a la madre.<br />

– Sí, adaptó un viejo guardapolvos suyo.<br />

Elena se estiró hacia el último estante de la alacena. En el impasse se oyó un<br />

resoplido.<br />

– ¿De qué te reís?<br />

– Nada. No sé por qué me acordé. Al lado de Martina había un chico, el minero,<br />

me parece. – quitaba con sus dientes los restos de pulpa a un carozo mientras no<br />

terminaba de responderse cómo era posible que se acordara – que la miraba<br />

fascinado. Creo que a su turno olvidó lo que tenía que decir por mirar tanto a<br />

Martina.<br />

– Y... es mi nieta.<br />

– Es tu nieta. – repitió Cúneo, callando la verdad inapelable del parecido entre<br />

Martina y Giovanna – Y me reía porque recuerdo haber tenido un amor más o menos<br />

a esa edad. Quizás un poco más grande, siete, ocho años. Mi felicidad era mirarla,<br />

simplemente.<br />

La cuchara de madera recorría el perímetro de la sartén y una poca de ajo<br />

desaparecía en el espiral.<br />

– Mamá... - Cúneo recordó su convulsión en la escuela. Miró a su madre cocinar<br />

y pensó que si ella sabía tanto de escaleras y fortunas, tal vez podía responder<br />

alguna pregunta. - Mamá, ¿que pensás de los espejos?<br />

– ¿No sacaste fotos?<br />

– No tengo la máquina. Quedó en la casa.<br />

– ¿Se la dejaste?<br />

– No se la dejé. Está ahí.<br />

– Qué lástima.<br />

Estaba casi seguro de que la queja de su madre le había llegado desde el lugar<br />

que aún ocupaba, con el ombligo apretado contra la mesada y la boca alternando<br />

palabras con salsa. Pero al mismo tiempo estaba muy seguro de que ella se quejaba<br />

otro día y por otra cosa. Para forzarse al silencio, Elena agujereó los borbotones de<br />

tomate con un hilo fino de agua desde una pava de té. El caldo dejó de latir. Por los<br />

quicios entraba la voz de Martina que conversaba con el canario.<br />

– Ya está, mamá.<br />

– No, no está nada. No está nada. Y no me digas que ya está porque eso me…<br />

me incendia, mirá.<br />

Cúneo se hamacó levemente sobre la silla y se inclinó hacia afuera. Martina no<br />

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