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ebook (.pdf) - Guillermo Imsteyf

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trapo, soldar marcos de vitral o lámparas chinas. Eso le permitía la excusa para no<br />

abandonar aquella exquisita comunidad de personajes desarraigados, desprendidos,<br />

que son los artesanos. Su amiga, o “socia” como alguna vez se habían llamado, lo<br />

había dejado atrás, junto con su cabellera larga enrulada y los vestidos de tela suelta.<br />

Junto a ella, Laura cumplió el ritual del joven urbano argentino: la travesía por el sur<br />

del país, la dormilona en una plaza neuquina, la interminable hilera de pasos<br />

cargando la noble mochila y recogiendo margaritas a la vera de la ruta, oyendo el<br />

tintinear de los cacharros y sintiendo el viento en cada poro.<br />

Laura había vivido un primer y único gran amor. Había sido un amor<br />

adolescente demasiado prolongado, de aquellos en los que se aprende y al mismo<br />

tiempo se aplica lo que acaba de aprenderse. Esa falta de distancia postergó en Laura<br />

la inclusión de algunas condiciones en su lista de no negociables. Había sido un<br />

folclorista barbudo y melancólico, dedicado a las cuerdas aún en los sueños, había<br />

sabido cantar y bien. Las zambas le salían con franca hondura y el timbre de su<br />

armónica destapaba lagrimales. Con todo eso, Laura pudo afirmar un día que lo<br />

amaba. Cotidianamente asistía al té con sus amigas donde igual caían las cucharadas<br />

de azúcar como las historias de dobles vidas de sus novios, amantes o esposos, o de<br />

ellas mismas. Un llanto o una risa desgarbada eran el colofón de cada anécdota,<br />

según fueran vencedoras o vencidas. Laura volcaba su opinión como aquél que se<br />

anima a señalar una contradicción moral en un corrillo entre abogados, sin saber<br />

nada de leyes. Pues ella no sabía nada de infidelidades, las había derrotado. Los<br />

medios masivos de comunicación, la cultura posmodernista, le habían afectado<br />

haciéndole creer que todo el mundo ingresaba, por inercia o una nueva naturaleza,<br />

al mundo del engaño.<br />

El folclorista aquél cobraba su trabajo de tiempo completo con un reclamo que<br />

en principio parecía justo: si esa piel le requería, pues que le perteneciera. Entonces<br />

la piel de Laura fue otra cosa suya, como la guitarra. Y como la guitarra, en noches<br />

de frenesí de una extraña motivación lírica, la piel se llenó de huellas, de dígitos<br />

aplastados, de caricias brutales que despertaban notas anteriores a la aparición de<br />

las cuerdas. El cuerpo de Laura cantó entre gemidos atrapados en labios que se<br />

mordían y la habitación se pobló de colores, sobre todo del rojo que manaba de un<br />

cielo cercano. Durante esas puestas en escena el aire olía amargo, los sentidos se<br />

confundían, el gusto pasaba a ser olfato, se producían alquimias de elementos, el<br />

oxígeno que ingresaba por la nariz, sucio y salado, manaba por la boca como un<br />

aceite carmesí. La sangre parecía pertenecer a otra persona y no a ella, que vendía<br />

agendas y miraba películas de terror tapándose la cara con la mano entreabierta.<br />

Cada vez se veía menos tras los pómulos hinchados y cada vez podía<br />

recordarse menos dónde se había estado. Ese desfasaje de realidades la llevó a<br />

pensar que estaban sucediéndole demasiadas pesadillas, que debía dejar de dormir<br />

mirando hacia arriba.<br />

Un íntimo encuentro con la claridad le hizo preguntarse. Supo Laura entonces<br />

que a pesar de los recibidos, quien tenía reservado el último golpe era ella. Fue el de<br />

la puerta al cerrarse un día que el guitarrista se atrevió a buscarla. Él insistió dos,<br />

diez veces. A Laura le creció una nueva piel, blanca, pálida, un poco laxa pero<br />

vestida de una cualidad olvidada: era suya, solamente suya.<br />

Nada volvió a saber del guitarrista, salvo que estaba lleno de hijos y que había<br />

decidido envejecer rápido. Laura saboreó el no pertenecerle a nadie, una primera<br />

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