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trapo, soldar marcos de vitral o lámparas chinas. Eso le permitía la excusa para no<br />
abandonar aquella exquisita comunidad de personajes desarraigados, desprendidos,<br />
que son los artesanos. Su amiga, o “socia” como alguna vez se habían llamado, lo<br />
había dejado atrás, junto con su cabellera larga enrulada y los vestidos de tela suelta.<br />
Junto a ella, Laura cumplió el ritual del joven urbano argentino: la travesía por el sur<br />
del país, la dormilona en una plaza neuquina, la interminable hilera de pasos<br />
cargando la noble mochila y recogiendo margaritas a la vera de la ruta, oyendo el<br />
tintinear de los cacharros y sintiendo el viento en cada poro.<br />
Laura había vivido un primer y único gran amor. Había sido un amor<br />
adolescente demasiado prolongado, de aquellos en los que se aprende y al mismo<br />
tiempo se aplica lo que acaba de aprenderse. Esa falta de distancia postergó en Laura<br />
la inclusión de algunas condiciones en su lista de no negociables. Había sido un<br />
folclorista barbudo y melancólico, dedicado a las cuerdas aún en los sueños, había<br />
sabido cantar y bien. Las zambas le salían con franca hondura y el timbre de su<br />
armónica destapaba lagrimales. Con todo eso, Laura pudo afirmar un día que lo<br />
amaba. Cotidianamente asistía al té con sus amigas donde igual caían las cucharadas<br />
de azúcar como las historias de dobles vidas de sus novios, amantes o esposos, o de<br />
ellas mismas. Un llanto o una risa desgarbada eran el colofón de cada anécdota,<br />
según fueran vencedoras o vencidas. Laura volcaba su opinión como aquél que se<br />
anima a señalar una contradicción moral en un corrillo entre abogados, sin saber<br />
nada de leyes. Pues ella no sabía nada de infidelidades, las había derrotado. Los<br />
medios masivos de comunicación, la cultura posmodernista, le habían afectado<br />
haciéndole creer que todo el mundo ingresaba, por inercia o una nueva naturaleza,<br />
al mundo del engaño.<br />
El folclorista aquél cobraba su trabajo de tiempo completo con un reclamo que<br />
en principio parecía justo: si esa piel le requería, pues que le perteneciera. Entonces<br />
la piel de Laura fue otra cosa suya, como la guitarra. Y como la guitarra, en noches<br />
de frenesí de una extraña motivación lírica, la piel se llenó de huellas, de dígitos<br />
aplastados, de caricias brutales que despertaban notas anteriores a la aparición de<br />
las cuerdas. El cuerpo de Laura cantó entre gemidos atrapados en labios que se<br />
mordían y la habitación se pobló de colores, sobre todo del rojo que manaba de un<br />
cielo cercano. Durante esas puestas en escena el aire olía amargo, los sentidos se<br />
confundían, el gusto pasaba a ser olfato, se producían alquimias de elementos, el<br />
oxígeno que ingresaba por la nariz, sucio y salado, manaba por la boca como un<br />
aceite carmesí. La sangre parecía pertenecer a otra persona y no a ella, que vendía<br />
agendas y miraba películas de terror tapándose la cara con la mano entreabierta.<br />
Cada vez se veía menos tras los pómulos hinchados y cada vez podía<br />
recordarse menos dónde se había estado. Ese desfasaje de realidades la llevó a<br />
pensar que estaban sucediéndole demasiadas pesadillas, que debía dejar de dormir<br />
mirando hacia arriba.<br />
Un íntimo encuentro con la claridad le hizo preguntarse. Supo Laura entonces<br />
que a pesar de los recibidos, quien tenía reservado el último golpe era ella. Fue el de<br />
la puerta al cerrarse un día que el guitarrista se atrevió a buscarla. Él insistió dos,<br />
diez veces. A Laura le creció una nueva piel, blanca, pálida, un poco laxa pero<br />
vestida de una cualidad olvidada: era suya, solamente suya.<br />
Nada volvió a saber del guitarrista, salvo que estaba lleno de hijos y que había<br />
decidido envejecer rápido. Laura saboreó el no pertenecerle a nadie, una primera<br />
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