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– Me pediste que te lo dijera: van también los hijos de Ricardo.<br />
– No. – sentenció – Con más razón Martina viene conmigo.<br />
– Cúneo…<br />
– Yo a este tipo no lo conozco y mucho menos conozco a su hijos.<br />
El hombre de la barba candado se había acurrucado en un rincón de la cocina.<br />
Simulaba ver por la ventana hacia las plantas del patio.<br />
– Lo entiendo, Cúneo. Martina me habló de Laura.<br />
Él se paralizó. Hurgó con desesperación las imágenes compartidas por la<br />
maestra y su hija, la fecha, el lugar, los espacios por los que se movieron, las cosas<br />
que se dijeron, los objetos que intercambiaron. Una muñeca de trapo se apareció<br />
como una presencia tenebrosa.<br />
– Ella estuvo con nosotros un rato y se fue. Y no tiene hijos con quienes yo<br />
obligue a Martina a congeniar.<br />
– No me interesa. Pero quiero decirte que no podemos evitar que Martina<br />
socialice con nuestros círculos de afecto.<br />
– ¿De qué me hablás? ¿Qué afecto tenés por los hijos de este tipo? No quiero<br />
que le impongas relaciones que no puede comprender.<br />
– Cúneo.<br />
– Es una nena. A ver si te entra en la cabeza… y pensá un poquito más en lo<br />
que hacés.<br />
– Cúneo.<br />
Giovanna temblaba y esta vez Cúneo lo notó. No era miedo, al menos no era un<br />
miedo que él pudiese explicar con facilidad. Se mantuvo erguida en el mismo sitio,<br />
con los brazos cruzados y la mirada tiesa. Cúneo la contempló embebida de una<br />
palidez mortuoria. Descubrió, en su ahínco, que ella quería transmitirle alguna<br />
secreta información, que estaba haciéndole una especie de imposible gesto cómplice.<br />
Le estaba indicando el suelo, el piso de baldosas levantadas. Cúneo no comprendió<br />
pero la misma sugestiva labilidad lo condujo hacia el destino que ella exigía.<br />
Al pegarse la barbilla al pecho no halló el piso, como había previsto, sino a una<br />
nena de moños que se mordía furiosamente el dedo y que temblaba como una hoja,<br />
en pleno acceso de una fiebre de tragedias y dolores injustos, perfectamente<br />
intercambiables por risas, regalos, caramelos de miel.<br />
La nena no miraba a nada ni a nadie. Su convulsión era secreta, eran sólo para<br />
sí misma los caminos por los que andaría, el planeta de su cosmos privado al que<br />
daría vida.<br />
Martina sudaba un agua fría que le provocaba burbujas en la frente.<br />
Cúneo se agachó, desalentado.<br />
– Hija…<br />
La nena no lo miró.<br />
Cúneo se supo dueño de una habilidad poderosa y execrable: podía birlar la<br />
facultad del llanto. Porque su hija no lloraba y él hubiese matado para devolverle las<br />
lágrimas. Pero esa nena que balbuceaba borbotones de saliva mogólica no emitía<br />
ningún otro sonido más que el de las burbujas al romperse en su boca. El padre la<br />
tomó de los brazos y la sacudió nerviosamente porque parecía muerta. La madre<br />
temblaba quieta y muda, ahogada en un estupor febril, sin atinar a nada, sin mirar<br />
hacia ninguna parte; no aulló porque le habían cortado la lengua, pero debió aullar<br />
al presenciar cómo ese hombre sacudía a su hija como si fuese un plumero. Cúneo se<br />
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