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ebook (.pdf) - Guillermo Imsteyf

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– Posmodernidad de mierda. - protesta Claudio, sin mirarlo. - Pero allá ellos.<br />

– ¿Qué te hacés problema, negro? – dijo Valeria.<br />

– Pero no me hago problema.<br />

Cúneo poseyó la definitiva certeza de que lo habían vuelto a dejar afuera.<br />

– Es que no me hago problema.<br />

– ¿Sabés lo que pasa, negro? El puto fenómeno de la globalización les hace creer<br />

que todo debe ser rápido, que pueden entrar mancos y salir pintores.<br />

– No estoy hablando de eso.<br />

Valeria calló.<br />

– Que se crean pintores cuando se les cante las bolas. A mí no me va ni me<br />

viene. En todo caso, le serán funcionales a esta sociedad de hamburguesas.<br />

– ¿Pero qué le hiciste al pibe? – arremetió Cúneo con un indeleble resabio de<br />

sonrisa. – Este era... este era el cuadro que estaba pintando el gordo… – y señala la<br />

delgada y peluda silueta marrón. Al volver a mirarla, le parece un florero<br />

inconcluso.<br />

Se para recto frente al lienzo. Lo escudriña, inclina la cabeza hacia ambos<br />

hombros, arruga la boca.<br />

– No está tan malo, che. Aunque parece inconcluso. ¿Tenía que terminarlo para<br />

hoy? ¡Será posible! ¿Me vas a contar lo que le dijiste al gordo para que saliera<br />

corriendo por las escaleras?<br />

– Es un ejercicio, Cúneo. Un ejercicio pelotudísimo. Le hago ver al pibe un<br />

objeto, cualquiera, y apago la luz. Le pido que pinte lo que acaba de ver.<br />

– ¿En la oscuridad?<br />

– En la oscuridad. Me hace esperar media hora. Me dice que todavía no, que<br />

todavía no. Hasta que le prendo la luz de prepo porque me tenía las bolas llenas. Y<br />

mirá lo que me muestra, pero qué pelotudo – señala la famélica silueta marrón con la<br />

punta del cigarrillo.<br />

Cúneo revisa detenidamente la figura. Podría decir algo ya mismo pero se toma<br />

el tiempo para cambiar de opinión, si fuera posible. Se aleja unos pasos y vuelve a<br />

acercarse. No sentiría pudor en otra ocasión pero, como no entiende la anécdota,<br />

aquella vez lo siente.<br />

– A mí me parece un jarrón. No sé cuál será el original ¿aquél? Bueno, para<br />

estar pintado en la oscuridad está bien, che. No quiero… – mira a Valeria en busca<br />

de solidaridad. Ella bosteza. – No quiero dudar del maestro, pero me parece que no<br />

es para tanto.<br />

– Bueno, ya está. – Claudio rasca con su uña la esquina de su lienzo. Se yergue,<br />

se toca los bolsillos, manchándose el pantalón, se limpia las manos con una rejilla,<br />

mira para todos lados. Busca algo pero se da tregua. – Voy al baño, primero.<br />

Aguantame Cúneo. – desaparece tras la puerta.<br />

Por el filo se lo ve sentarse en el inodoro. Cúneo se queda parado, con las<br />

palmas abiertas, como quien averigua si llueve. Cada vez más impúdica la<br />

indiferencia del pintor, que rara vez lo mira, como si no estuviera, que rara vez le<br />

responde, como si no lo oyera. Aquella vez, una más. Es una tomada de pelo<br />

explícita. Siempre ha sentido de parte suya un raro desprecio, al menos un<br />

indefinido reproche, como si le achacara que se equivoca pero jamás aclarara en qué.<br />

La mujer ha tomado “La rebelión de los tártaros” y cruzado sus piernas.<br />

Establece una relación tan íntima con las páginas que Cúneo no siente temor de que<br />

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