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FRENTE A UNA MULTITUD de globos perlados y bombillas de colores,<br />
acurrucado en una incómoda silla plástica, Cúneo observaba el escenario donde los<br />
niños habían iniciado las declamaciones.<br />
El salón era cúbico, las mitades inferiores de las paredes estaban lamidas con<br />
pintura lavable, el techo era bajo y las ventanillas rectangulares y largas. El amplio<br />
espacio se alivianaba con columnas de fustes cuadrados, rígidos. A los costados y<br />
por detrás aparecían las ventanas de las aulas, una pegada a la otra, progresando en<br />
una insoportable cadena de espejos. Cúneo sabía que estaba reflejándose por<br />
doquier. Por demás sabía que era imposible escapar a las superficies especulares en<br />
todo momento, intentarlo era un absurda pérdida de energía, pero al menos<br />
defendía su derecho a evitar que el Cúneo de los cristales encontrara los ojos de este<br />
otro, dueño de los olores y los sabores.<br />
Se procuró indiferente a los hermanos a sus espaldas, quiso concentrarse en<br />
aquellos pigmeos que en homenaje al gran padre del aula desfilaban vestidos de<br />
mineros, soldados, maestros y presidentes, y se interrumpían en los discursos<br />
provocando las extasiadas agitaciones de los padres. Pero un temblor le visitaba, una<br />
comunión de huéspedes inesperados le violó la piel. Ya era tarde. Al principio pudo<br />
disimularlo sacudiéndose en un escalofrío. Luego el aire se llenó de puntos y<br />
espirales, de círculos concéntricos como piedras al agua. Cúneo sabía que lo<br />
escudriñaban desde todos los cardinales, los cristales lo urgían a girar y encontrarse<br />
con su reflejo, en este, en aquél, en cualquier espejo. Provenía del vidrio un vacío<br />
hueco y helado que le golpeaba los hombros o la espalda, a veces era ardiente como<br />
el hálito de un dragón y casi podía oler sus propios cabellos chamuscados,<br />
abrasándose hasta los capilares, entonces el fuego le había penetrado. Lo tenía<br />
dentro y pronto lo sentiría viajando entre el cráneo y la duramadre, y dentro del<br />
cerebro, codeándose con las terminales eléctricas; apretó los ojos. El reflejo que le<br />
venía de todo el lleno circundante le saldría por la nariz, por la mirada, obligándolo<br />
a verse, a recomponerse en un cristal. Lo habrían, entonces, devorado. Iba a gritar.<br />
La escuela de su hija, la loggia vibrante de aplausos, el salón de actos, la incómoda<br />
silla, lo oirían gritar. Iba a salir corriendo como una niña despechada, tirándose de<br />
las mechas. Asustada. Eso era. Asustado. Asustado por el recuerdo. Vívido recuerdo<br />
que se hacía presente ahí, como una sombría opresión de dedos en el diafragma, una<br />
aguja pertinaz en el estómago, en el pulmón, más en el derecho, que latía como un<br />
neumático, abriéndose hacia afuera con todo el aire, ácido como la palabra matinal,<br />
luego los huesos, luego los músculos, feteados en lonjas irresponsables, finalmente la<br />
piel. Ahora él mismo se paría sin voluntad, insoportable tensión por mirarse. Aquél<br />
presente de patio de escuela, era su vívido recuerdo. Ese vívido recuerdo que luego<br />
olvidaba, porque olvidaba. Se iba el espejo y él olvidaba. O se iba él del espejo y<br />
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