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- ¿Cuando te diste cuenta? - volvió a preguntar sin quitar los ojos de la gota.<br />
Ella apresó el silencio, debió echarse hacia atrás y apoyarse en una mano contra<br />
la mesa para sostener la revelación.<br />
La noche era sentencia. Del patio interno provino un delgado remolino de<br />
primavera. Laura se abrazó.<br />
- ¿Y ahora no es un poco tarde?<br />
La pregunta de Cúneo se desarmó como una bandada, se deshizo en contacto<br />
con el aire. Como si no pudiese sobrevivir a la respuesta. Como si fuese una<br />
afirmación.<br />
Laura lo entendió así, pero Cúneo no aportó ni siquiera un suspiro. De la mano<br />
que apretaba con furia la manija de su maletín brotó un río de sangre.<br />
- ¿Por qué? - dijo Laura. Pero de inmediato supo que esa no era la pregunta que<br />
proseguía. - ¿Qué hiciste?<br />
Laura aguardó, pero lo único que vino por ella fue un bloque de helado<br />
silencio.<br />
Cúneo buscaba una respuesta en el cuadro de la gota. En esa pintura de escasa<br />
profundidad, casi sin fondo. Ese junco podía emerger tanto de una maceta como de<br />
una pradera. No existía línea que pudiera sugerir un paisaje, ni responder por el<br />
origen o la razón de la gota, si de nube o regadera. ¿Y delante? ¿Cuál es el mundo<br />
que le pasa delante? ¿De qué podría hablar la gota, si hablara? De Cúneo entrando y<br />
saliendo, cruzando para ver por la ventana, sentándose a tomar un café,<br />
sintonizando la radio, quitándose las lagañas. Ha de tener historias más antiguas<br />
que contar, la mano de Claudio dándole oxígeno, haciéndola florecer, algún vago<br />
recuerdo de los rostros sin nombre que se pasearon delante suyo en la exposición,<br />
recuerdo de voces de aclamación, desprecio, indiferencia. ¿Se habrá detenido<br />
Martina alguna vez a contemplar la pintura que compró su padre?. ¿Conocerá la<br />
gota a su hija? ¿Habrá dicho ella algo en su ausencia, se habrá animado a llorar?. El<br />
mundo de la gota es ese marco al que le han condenado. Y está allí, estática, sin ver<br />
más que las mismas cosas todos los días. Cúneo se desesperó. Una ventana, claro.<br />
¡Pero si lo había leído!. Por vez primera quitó los ojos del cuadro. Había encontrado<br />
la respuesta. Miró a todos lados y desconoció el sitio en el que se encontraba. El<br />
departamento se desvaneció para dar lugar a la galería del jardín de infantes. Cúneo<br />
se aparta de su silla de plástico para tomar la fotografía. Oye a la cámara emitir un<br />
chirrido mecánico, delimita el mundo de Martina a cuatro aristas. Acciona el botón.<br />
Primera luz. Luego desde las escaleras del escenario. Segunda y tercera luz. Entre<br />
bambalinas, donde obtiene al fin el favor de la niña, que mientras recita le dedica<br />
una mirada. Pues el tornasol en las ventanas. Como en la aguja verde de Saavedra.<br />
Se puso a amontonar todas esas imágenes dispersas que se empecinaban en<br />
golpearle la retina cada vez que quería acordarse de otra cosa. De su caminata<br />
europea sólo recupera el palacio de los Dogos, el Gran Canal. La agonía marmolada<br />
de Ca’D’oro. Cada mareo a orillas de cada lengua de mar. Agua, como en los charcos<br />
que alfombran el camino a su casa materna. En su escritorio, el monitor de la<br />
computadora. Abismal ventana. La casa de Sebastiana, a veces más nítida que su<br />
propia casa, plena de porquerías brillantes debido al afán de la dama por coleccionar<br />
rarezas de sultán. El despacho penumbroso de Arizmendi: allí estaba la puerta de<br />
vidrio, esmerilada en el contorno, del reloj de pared. Todo lo que su madre es hoy,<br />
una viejita sacándose un ojo por abrirle con urgencia, lastimándose las manos por no<br />
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