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ebook (.pdf) - Guillermo Imsteyf

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LA CASA SE VACÍA. Otra curiosidad que la describe es el modo en que las<br />

mismas dos voces que la llenan, la destierran luego a un silencio inapelable.<br />

Cúneo y Martina han cruzado la calle. Elena se quedará en el vano,<br />

arrullándose a sí misma, con las manazas perdidas en la gruesa lana del pulóver,<br />

hasta que los pierda de vista.<br />

Para que el sitio no le parezca un agujero negro que devora todo hasta el<br />

infinito, Martina inventa que aún escucha el canto del pajarito enjaulado trazando<br />

diagonales por el pasillo y no deja de sacudir la manito como colgándose del cielo;<br />

Cúneo, por el contrario, gira una sola vez para despedirse de su mamá. Y se repite<br />

que ya llegará Enrico, ya llegará Enrico. No logra deshacer a su memoria de un<br />

evento que se reitera con tan inevitable obstinación, tantas veces de la mano de<br />

Martina, tantas otras de la mano de nadie, dejándola sola, abandonándola a su<br />

merced como una cáscara, una corteza sin aserrín, como si se tratase de una muñeca<br />

de trapo vacía de estopa y cada día más deshilachada, empequeñeciéndolo a él en el<br />

centro de su visión, arremangándose una soledad que huele a reproche. Cuando está<br />

Enrico no tanto, pero cuando no está, Cúneo pestañea seguido y en cada pestañeo<br />

evoca sin voz el nombre de su hermano. Que su madre no quede sola, que no quede<br />

sola, sola otra vez.<br />

Ese segmento que conforman las calles Santa Rosa y Ramón Suárez, el tramo de<br />

Ingeniero Guerra al setecientos, donde un buzón de correos, rojo, asaltado de<br />

herrumbre y fuera de servicio duerme en una esquina, y los cajones de verdura del<br />

sórdido local de los hijos de Doña Valena se apilan en la otra; cuadra de viejos<br />

carteles a los que se les ven las tripas de tubos fluorescentes, de jeroglíficos de ranas<br />

otrora aplastadas en la banquina, de botellas junto a los olmos, vómitos y marquillas<br />

de cigarros ofrendadas por parroquianos desvelados a la salida de los boliches,<br />

cuadra de ventanas con rejas arabescas y dormitorios al aire, cuadra del ingreso<br />

auxiliar al colegio de los Salesianos, cuadra en penumbra, de ojos de sol entre<br />

follajes, cuadra de humedad, de guías telefónicas mojadas en los tachos de basura,<br />

cuadra sin rey, a no ser que algún cronista de rutinas quiera dar cuenta del extraño<br />

milagro de Don Ariel, que ya era viejo cuando era joven y ya sacaba a airear su<br />

panza cuando a Cúneo lo encomendaban a la verdulería con la hojita de los pedidos.<br />

Ese segmento entre calles, ese universo restringido, es el puente, de una esquina a la<br />

otra, donde la flagelación se decolora en compasión, en resignación, para licuarse en<br />

un olvido piadoso que irá a dormir hasta que el colectivo 96 vuelva a arrojarlo en la<br />

calle paralela el próximo fin de semana.<br />

Cuando el viejo se fue, él ya estaba en otras cosas, pensando en independizarse,<br />

en la casa propia, en hacer dinero, carrera, un veloz usufructo de su juventud. El<br />

acto de humo de su padre, entonces, le pareció una travesura de baldío que no le<br />

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