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ebook (.pdf) - Guillermo Imsteyf

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LA TERRAZA LOS RECIBIÓ con una brisa fresca e inesperada.<br />

Las mujeres cubrieron hombros con abrigos, se abrazaron a sí mismas y<br />

buscaron refugio bajo el arco de sus respectivos hombres. Los cuatro avanzaron por<br />

el empedrado del puerto.<br />

Las parejas fueron separándose motivadas por una rara fuerza centrífuga.<br />

Cúneo y Sebastiana caminaban detrás de Bertolt, que dominaba su borrachera con<br />

decoro, y Lucía, que sacó su plateado teléfono celular y lo alzó hacia su oreja.<br />

Al cabo de unos metros, la pareja de adelante se detuvo y la que venía<br />

persiguiéndola logró darle alcance.<br />

– Pedí que pararan aquí. – dijo Lucía.<br />

Sin añadir más palabras, esperaron sumidos en penumbrosos y agotados<br />

rostros. De vez en cuando se dejaban escapar rumores al oído que cortaban el<br />

golpeteo hipnótico del agua sobre el murallón.<br />

Dos autos oscuros se detuvieron sobre la playa.<br />

Lucía pegó un beso en el rostro de Sebastiana y se despidió de Cúneo con un<br />

apretón de manos. El alemán saludó a ambos desde la puerta del coche.<br />

La dama y el abogado hicieron su ingreso al otro automóvil y ella indicó como<br />

destino su propio domicilio.<br />

Al llegar, abrieron la puerta e ingresaron sin decirse nada. Sebastiana propuso<br />

regresar al zaguán a beber unas copas.<br />

Se sentaron ambos sobre los pretiles opuestos, mirándose a las caras. Ella se<br />

quitó los zapatos. Del interior de la casa había vuelto con un pote al que dirigía su<br />

dedo mayor y del que lo extraía envuelto en crema helada. Lo llevó a la boca<br />

repetidamente y entre gemidos, ante la pacífica contemplación de Cúneo, que se<br />

había desprovisto del saco, dejado a un lado del cantero y aflojado la corbata.<br />

La dama se estiraba a lo largo del alféizar con la espalda apoyada en la<br />

columna de mármol, permitiendo al vestido verterse hacia un costado y desnudar<br />

sus pantorrillas.<br />

Cúneo se inclinaba hacia adelante, con la copa entre las piernas abiertas,<br />

trayendo para sí los pantalones para que no le cincharan la ingle.<br />

– ¿Qué te parecieron?<br />

– El alemán es un impostor.<br />

– Completamente. Entiende todo, el muy bicho, pero se transforma en<br />

neandertal cuando tiene que decir algo. Y habla el francés a la perfección.<br />

– Cuida los negocios de su padre.<br />

– ¿Te lo dije? Sí. Cierra los contratos, es la letra y voz de la casa central. ¿Podés<br />

creer?. El viejo se hartó de andar, no se mueve de Berlín.<br />

– Y la huescarense, ¡qué trajín que carga, mi Dios! – dijo sacudiendo<br />

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