El sol <strong>de</strong>l mediodía daba <strong>de</strong> lleno sobre la casa <strong>de</strong>l Tiempo. Quiero recordarla siempre así. Al alejarme, lo imaginaba sentado a la cabecera <strong>de</strong> <strong>una</strong> mesa gran<strong>de</strong>, ro<strong>de</strong>ado por su doce hijos, comentando la audiencia <strong>de</strong>l día. 28
DE ESPALDAS AL PONIENTE Habían vuelto tres veces los días largos y los soles ardientes <strong>de</strong>s<strong>de</strong> que la tribu se había <strong>de</strong>tenido en ese lugar, cerca <strong>de</strong>l Paraná Guazú, río gran<strong>de</strong> como mar, como los indios le llamaban. Aquel tramo <strong>de</strong> la costa estaba lleno <strong>de</strong> encanto. Allí el río se acercaba tanto al océano que adquiría muchas <strong>de</strong> sus características. Sus ondas no eran tan suaves como en el otro extremo, don<strong>de</strong> <strong>de</strong>sembocaba el Uruguay, el “río <strong>de</strong> los pájaros”. Aquí sus aguas eran más <strong>sal</strong>adas. La tierra <strong>de</strong> los alre<strong>de</strong>dores ondulaba formando cerros <strong>de</strong> poca altura; un horizonte sinuoso que contrastaba con la línea azul en que terminaba la visión <strong>de</strong>l mar. Urú y Caicobé tenían su cerro predilecto y disfrutaban escalándolo frecuentemente. Les gustaba estar allí en los atar<strong>de</strong>ceres, cuando el sol <strong>de</strong>scendía y se diluía en las aguas <strong>de</strong>l Paraná Guazú. Tan pronto jugaban <strong>de</strong> este lado <strong>de</strong>l cerro, frente al río como mar, o <strong>de</strong>l otro lado, frente a las serranías. En su dulce idioma guaraní pasaban largos ratos conversando sobre el acontecer <strong>de</strong>l momento, la vida <strong>de</strong> la tribu y la continua amenaza que constituían los hombres blancos, que habían fon<strong>de</strong>ado sus extrañas naves no muy lejos, y habían edificado sus caseríos cerca <strong>de</strong> la costa. Poco a poco se iban apo<strong>de</strong>rando <strong>de</strong> toda la tierra. El futuro era incierto. A veces parecía que el Dios malo controlaba la situación, pero siempre sucedía algo que les hacía pensar que el Dios bueno estaba al tanto <strong>de</strong> las cosas y listo para intervenir. Urú tenía entonces doce años. Su padre, el cacique Ibipué, le había puesto ese nombre, que significaba pájaro, porque <strong>de</strong>seaba que su hijo fuera libre y lleno <strong>de</strong> alegría <strong>de</strong> vivir. La niña tenía nueve años. Su madre le había puesto el nombre <strong>de</strong> esa plantita silvestre que llamamos Sensitiva, que cierra sus hojas al contacto humano, como estremecida por <strong>una</strong> intensa timi<strong>de</strong>z. En guaraní, Caicobé significa “planta que vive”. Esa tar<strong>de</strong>, <strong>de</strong> espaldas al poniente, sentados en la la<strong>de</strong>ra <strong>de</strong>l cerro, mirando cómo se prolongaban las sombras mientras <strong>de</strong>scendía el sol, Urú y Caicobé tenían cosas muy serias en qué pensar. Los charrúas estaban viviendo un momento muy crítico. Sus tribus, formadas por doce o quince familias habían tenido varios choques sangrientos con los españoles. Ellos se habían acercado a los charrúas ofreciéndoles vistosas chucherías con la intención <strong>de</strong> ganarlos en paz. A diferencia <strong>de</strong> los chanás y los guaraníes, los charrúas no estaban dispuestos a rendirse pacíficamente y convertirse en esclavos se<strong>de</strong>ntarios, labrando la tierra y cosechando sus productos en un lugar fijo. Eran vagabundos incurables, siempre sedientos <strong>de</strong> nuevos paisajes, buscando mejor pesca en distintos ríos y mejor caza en distintos bosques, lo cual constituía su alimento, junto con alg<strong>una</strong>s frutas silvestres. Sus casuales encuentros con los guaraníes les habían hecho comparar sus formas <strong>de</strong> vida. Entre ellos existían marcadas diferencias <strong>de</strong> clases. El indio común <strong>de</strong> las tribus guaraníes labraba la tierra para sus jefes, recogía cosechas y edificaba casas para ellos. Estas eran <strong>de</strong> paja y barro, alre<strong>de</strong>dor <strong>de</strong> un espacio vacío que servía como plaza. Habían aprendido a cultivar la batata, la mandioca, el maní, el zapallo y la yerba mate. Plantaban algodón y hacían un tejido rústico que llamaban tipoy, con el cual se vestían sus mujeres. Eran hábiles alfareros y producían gran<strong>de</strong>s vasijas para fermentar el vino y también para usarlas como ataú<strong>de</strong>s. Los charrúas tenían alg<strong>una</strong>s cosas en común con los otros indios <strong>de</strong> la región. Al igual que los <strong>de</strong>más <strong>de</strong>scendientes <strong>de</strong> Noé, habían conservado rasgos <strong>de</strong> la sociedad patriarcal postdiluviana. Los ancianos eran respetados y se les consultaba. Consejos <strong>de</strong> ancianos trataban los problemas serios <strong>de</strong> la tribu. Creían en un dios <strong>de</strong>l bien y en un dios <strong>de</strong>l mal. Las mujeres se ocupaban <strong>de</strong> las viviendas, enterrando sus cuatro postes y entoldándolas con pieles cuando se establecían en un lugar, o 29