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Maddy se puso tensa cuando la mano de él se curvó sobre su
cadera y la abrazó.
—¿Qué hace usted?
Las rodillas del hombre chocaron con las suyas; deslizó una
musculosa pierna entre las de ella y suspiró. Y se relajó de nuevo.
Maddy lo miró con atención, sin respirar apenas, pero él no
se movió.
Entonces se dio cuenta de que estaba dormido, dormido de
verdad. No sabía lo que hacía, sólo buscaba calor y consuelo.
Igual que había hecho ella, inconscientemente, al disfrutar de
su calor, de la sensación de su cuerpo, para consolarse en sueños.
Los sueños ayudaban.
Se quedó tendida sin hacer ruido, mirándolo dormir a la luz de
la mañana. Tenía el pelo tupido, de color castaño y alborotado
en la frente. Se lo alisó suavemente y se lo retiró hacia atrás. Él
suspiró pero no se despertó. Ella le acarició la frente, pasando la
punta de un dedo por unas cuantas leves arrugas de preocupación.
Sus cejas eran gruesas y más oscuras que el pelo, sus pestañas
muy largas; no había derecho a que fueran de un hombre. La piel
de sus párpados era tan fi na y transparente que se veían las venas
y los vasos sanguíneos. Bajo los párpados cerrados, sus ojos se
movían. Estaba soñando, agitándose un poco, como un perro.
Un sueño agradable, pues sus labios se curvaban en una leve
media sonrisa, y Maddy se sorprendió sonriendo a su vez.
Al menos no tenía dolores.
Unas leves arruguitas partían de la comisura de sus ojos, y a
ambos lados de aquella boca de aspecto expresivo había una
arruga vertical que se acentuaría cuando sonriera. Un hombre
que sonreía a menudo, se dijo Maddy.
Eso le gustaba. La vida sin risa era como un mes sin sol; se
sobrevivía, pero no había alegría en ella.
La barbilla era fi rme y cuadrada. Bajó los dedos por la línea
de la mandíbula, disfrutando de la ligera aspereza de su incipiente
barba. Colocó la palma de la mano sobre la fuerte columna del
cuello y sintió latir el pulso con regularidad, pum, pum, pum.
Una y otra vez su mirada volvía a la boca del hombre como
una polilla a la llama.
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