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Stephen King - La torre oscura I

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Alice lo contempló con curiosidad, pero nadie más advirtió su llegada. Todos<br />

estaban borrachos como una cuba. Sheb interpretaba himnos metodistas a ritmo<br />

sincopado y los grisáceos haraganes que habían acudido temprano para evitar la<br />

tempestad y asistir al velatorio de Nort ya estaban roncos de tanto cantar. Sheb, ebrio<br />

hasta el límite de la inconsciencia, intoxicado y enervado por la continuidad de su<br />

propia existencia, tocaba rápidamente, con frenesí, haciendo volar los dedos como la<br />

lanzadera de un telar.<br />

<strong>La</strong> gente vociferaba y hablaba a gritos, sin imponerse en ningún momento al<br />

vendaval pero, a veces, casi desafiándolo. En un rincón, Zachary le había levantado las<br />

faldas a Amy Feldon y estaba pintándole signos zodiacales en las rodillas. Algunas<br />

mujeres más, no muchas, circulaban entre el público. Todos los rostros parecían<br />

resplandecer de fervor. Con todo, la mortecina luz de la tormenta, que se filtraba a<br />

través de las puertas de vaivén, daba la impresión de burlarse de ellos.<br />

Nort yacía sobre dos mesas juntas en el centro del salón. <strong>La</strong>s botas configuraban<br />

una mística V. Tenía la boca abierta en una sonrisa laxa pero alguien le había cerrado<br />

los ojos y colocado balas sobre ellos. También le habían cruzado las manos sobre el<br />

pecho y sostenía una ramita de hierba del diablo. El muerto olía a veneno.<br />

El hombre de negro se echó el capuz hacia atrás y anduvo hasta la barra. Alice lo<br />

contempló, sintiendo nacer en ella una ansiedad mezclada con la familiar necesidad<br />

que ocultaba en su interior. El hombre no ostentaba ningún símbolo religioso, pero<br />

aquello, de por sí, no significaba nada.<br />

- Whisky - pidió él. Su voz era suave y agradable. Whisky del bueno.<br />

<strong>La</strong> mujer metió la mano bajo el mostrador y sacó una botella de Star. Habría podido<br />

endosarle el matarratas local como si fuese lo mejor que tenía, pero no lo hizo. Le<br />

sirvió un vaso mientras el hombre de negro la observaba con sus ojos grandes y<br />

luminosos. <strong>La</strong> penumbra del local no permitía determinar con exactitud de qué color<br />

eran. <strong>La</strong> necesidad se le intensificó. En el salón continuaban la algarabía y los<br />

chillidos, sin debilitarse. Sheb, el inútil eunuco, interpretaba un himno sobre los<br />

Soldados de Cristo y alguien había persuadido a la tía Mill para que cantase. Su voz,<br />

áspera y desafinada, cortó el parloteo como haría un hacha embotada con los sesos de<br />

un ternero.<br />

- ¡Eh, Allie!<br />

Acudió a la llamada, resentida con el silencio del forastero; resentida con sus ojos de<br />

ningún color y con su propia ingle impaciente. Sus necesidades la atemorizaban. Eran<br />

caprichosas y no podía dominarlas. Quizá fueran la señal del cambio, que a su vez<br />

señalaría el comienzo de la vejez. Y en Tull la vejez solía ser tan breve y cruda como el<br />

crepúsculo en invierno.<br />

Sirvió cerveza hasta que el cuñete estuvo vacío, y entonces espitó otro. En ningún<br />

momento se le ocurrió pedirle a Sheb que lo hiciera; la obedecería con su mejor<br />

voluntad, como el perro que era, y se aplastaría los dedos con el mazo o lo regaría todo

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