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Condujo a sus perseguidores a un febril desfile a lo largo de la calle, en dirección al<br />
destartalado colmado - barbería que se hallaba ante la taberna. Subió a la acera, se<br />
volvió de nuevo y disparó el resto de los cartuchos contra la muchedumbre enardecida.<br />
Tras ellos, Sheb, Allie y los demás yacían en el polvo con los brazos en cruz.<br />
<strong>La</strong> turba no vacilaba ni se arredraba en ningún momento, a pesar de que todos sus<br />
disparos habían alcanzado puntos vitales y de que, probablemente, no habían visto<br />
jamás un revólver salvo en los grabados de antiguas revistas.<br />
Se retiró moviendo su cuerpo como un bailarín para evitar los improvisados<br />
proyectiles. Volvió a cargar las armas mientras corría, con una rapidez para la que<br />
también estaban entrenados sus dedos. <strong>La</strong>s manos se afanaban velozmente entre las<br />
cananas y los tambores. <strong>La</strong> multitud llegó a la acera y él se refugió en el colmado,<br />
cerrando la puerta a sus espaldas. El gran escaparate de la derecha saltó hecho añicos<br />
y tres hombres entraron por el hueco, con expresiones vacuamente fanáticas, y los ojos<br />
llenos de un fuego justiciero. Los mató a los tres, y a otros dos que entraron tras ellos.<br />
Cayeron en el mismo escaparate, empalándose en las astillas de vidrio y cegando la<br />
apertura.<br />
<strong>La</strong> puerta crujía y se estremecía bajo los embates de los asaltantes, y a sus oídos<br />
llegó la voz de ella:<br />
- ¡ASESINO! ¡POR VUESTRAS ALMAS! ¡LA PATA HENDIDA!<br />
<strong>La</strong> puerta, desgoznada, cayó de plano hacia el interior con un ruido seco, como una<br />
palmada. Del suelo se alzó una nube de polvo. Hombres, mujeres y niños cargaron<br />
contra él. El aire se llenó de saliva y astillas de madera. Disparó hasta vaciar los<br />
tambores y los atacantes cayeron como bolos. Se retiró, derribó un barril de harina, lo<br />
hizo rodar hacia ellos y pasó a la barbería, arrojándoles un cazo de agua hirviendo que<br />
contenía dos melladas navajas de hoja recta. Siguieron persiguiéndole con frenética<br />
incoherencia. Sylvia Pittston seguía arengándolos desde algún lugar, y su voz ascendía<br />
y descendía en atronadoras inflexiones. Embutió nuevos cartuchos en las ardientes<br />
recámaras, olfateando los olores del afeitado y la tonsura, olfateando su propia carne<br />
al chamuscarse las callosidades de las yemas de los dedos.<br />
Salió por la puerta posterior y se encontró en un porche. El llano chaparral quedaba<br />
ahora a su espalda y negaba por completo el pueblo que se agazapaba sobre sus<br />
inmensos flancos. Tres hombres surgieron por detrás de la esquina, con amplias<br />
sonrisas traicioneras en sus rostros. Le vieron, vieron que él los veía, y las sonrisas se<br />
coagularon un segundo antes de que las balas los segaran. Una mujer los había<br />
seguido, chillando. Era corpulenta y obesa, y los habituales de la taberna de Sheb la<br />
conocían como la tía Mill. El balazo del pistolero la hizo salir despedida hacia atrás y<br />
aterrizó con las piernas separadas en una actitud putesca, arremangada la falda sobre<br />
los muslos.<br />
Él bajó los escalones y anduvo hacia el desierto diez pasos, veinte pasos, de<br />
espaldas. <strong>La</strong> puerta trasera de la barbería se abrió violentamente y el hueco se llenó<br />
de una hirviente turba. El pistolero divisó fugazmente a Sylvia Pittston. Abrió fuego.<br />
Cayeron agazapados, hacia atrás, se desplomaron sobre la barandilla y cayeron al