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Stephen King - La torre oscura I

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Condujo a sus perseguidores a un febril desfile a lo largo de la calle, en dirección al<br />

destartalado colmado - barbería que se hallaba ante la taberna. Subió a la acera, se<br />

volvió de nuevo y disparó el resto de los cartuchos contra la muchedumbre enardecida.<br />

Tras ellos, Sheb, Allie y los demás yacían en el polvo con los brazos en cruz.<br />

<strong>La</strong> turba no vacilaba ni se arredraba en ningún momento, a pesar de que todos sus<br />

disparos habían alcanzado puntos vitales y de que, probablemente, no habían visto<br />

jamás un revólver salvo en los grabados de antiguas revistas.<br />

Se retiró moviendo su cuerpo como un bailarín para evitar los improvisados<br />

proyectiles. Volvió a cargar las armas mientras corría, con una rapidez para la que<br />

también estaban entrenados sus dedos. <strong>La</strong>s manos se afanaban velozmente entre las<br />

cananas y los tambores. <strong>La</strong> multitud llegó a la acera y él se refugió en el colmado,<br />

cerrando la puerta a sus espaldas. El gran escaparate de la derecha saltó hecho añicos<br />

y tres hombres entraron por el hueco, con expresiones vacuamente fanáticas, y los ojos<br />

llenos de un fuego justiciero. Los mató a los tres, y a otros dos que entraron tras ellos.<br />

Cayeron en el mismo escaparate, empalándose en las astillas de vidrio y cegando la<br />

apertura.<br />

<strong>La</strong> puerta crujía y se estremecía bajo los embates de los asaltantes, y a sus oídos<br />

llegó la voz de ella:<br />

- ¡ASESINO! ¡POR VUESTRAS ALMAS! ¡LA PATA HENDIDA!<br />

<strong>La</strong> puerta, desgoznada, cayó de plano hacia el interior con un ruido seco, como una<br />

palmada. Del suelo se alzó una nube de polvo. Hombres, mujeres y niños cargaron<br />

contra él. El aire se llenó de saliva y astillas de madera. Disparó hasta vaciar los<br />

tambores y los atacantes cayeron como bolos. Se retiró, derribó un barril de harina, lo<br />

hizo rodar hacia ellos y pasó a la barbería, arrojándoles un cazo de agua hirviendo que<br />

contenía dos melladas navajas de hoja recta. Siguieron persiguiéndole con frenética<br />

incoherencia. Sylvia Pittston seguía arengándolos desde algún lugar, y su voz ascendía<br />

y descendía en atronadoras inflexiones. Embutió nuevos cartuchos en las ardientes<br />

recámaras, olfateando los olores del afeitado y la tonsura, olfateando su propia carne<br />

al chamuscarse las callosidades de las yemas de los dedos.<br />

Salió por la puerta posterior y se encontró en un porche. El llano chaparral quedaba<br />

ahora a su espalda y negaba por completo el pueblo que se agazapaba sobre sus<br />

inmensos flancos. Tres hombres surgieron por detrás de la esquina, con amplias<br />

sonrisas traicioneras en sus rostros. Le vieron, vieron que él los veía, y las sonrisas se<br />

coagularon un segundo antes de que las balas los segaran. Una mujer los había<br />

seguido, chillando. Era corpulenta y obesa, y los habituales de la taberna de Sheb la<br />

conocían como la tía Mill. El balazo del pistolero la hizo salir despedida hacia atrás y<br />

aterrizó con las piernas separadas en una actitud putesca, arremangada la falda sobre<br />

los muslos.<br />

Él bajó los escalones y anduvo hacia el desierto diez pasos, veinte pasos, de<br />

espaldas. <strong>La</strong> puerta trasera de la barbería se abrió violentamente y el hueco se llenó<br />

de una hirviente turba. El pistolero divisó fugazmente a Sylvia Pittston. Abrió fuego.<br />

Cayeron agazapados, hacia atrás, se desplomaron sobre la barandilla y cayeron al

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