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Stephen King - La torre oscura I

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Todos corrieron hacia él como un coágulo maligno y decidido. Volvió a vaciar las<br />

recámaras, tendido sobre las vainas de los cartuchos gastados. Le dolía la cabeza y<br />

veía grandes círculos marrones ante sus ojos. Falló un tiro, derribó a once.<br />

Pero los que quedaban en pie estaban ya sobre él. Disparó las cuatro balas que<br />

había logrado cargar antes de que se le echaran encima para pegarle y asestarle<br />

puñaladas. Consiguió desasirse de un par de ellos, que sujetaban su brazo izquierdo, y<br />

rodó por el suelo para alejarse. Sus manos comenzaron a efectuar el truco infalible.<br />

Alguien le clavó un cuchillo en el hombro. Alguien le clavó un cuchillo en la espalda.<br />

Le pegaron en las costillas. Le hundieron un puñal en las nalgas. Un chiquillo se<br />

escurrió hasta su lado y le produjo el único corte profundo, en la parte carnosa de la<br />

pantorrilla. El pistolero le voló la cabeza.<br />

Comenzaron a dispersarse, y él siguió disparando sobre ellos. Los pocos que<br />

quedaban huyeron hacia los desvencijados edificios de color arena, mientras las manos<br />

seguían con su truco, como perros anhelantes que desean ir a recoger el bastón no una<br />

ni dos veces, sino toda la noche, y las manos los exterminaban en plena carrera. El<br />

último llegó hasta los escalones del porche trasero de la barbería, y entonces la bala<br />

del pistolero se hundió en su nuca.<br />

De nuevo reinó el silencio, llenando espacios quebrados.<br />

El pistolero sangraba por quizá veinte heridas distintas, superficiales todas, salvo el<br />

corte en la pantorrilla. Lo vendó con una tira arrancada de la camisa y luego se irguió<br />

y examinó a las víctimas.<br />

Estaban esparcidas formando un retorcido y zigzagueante sendero desde la puerta<br />

trasera de la barbería hasta el lugar donde se hallaba. Yacían en toda clase de<br />

posturas. Ninguno daba la impresión de estar durmiendo.<br />

Regresó al punto de partida, contando según andaba. En el colmado yacía un<br />

hombre abrazado amorosamente en torno al agrietado bote de caramelos que había<br />

arrastrado en su caída.<br />

Terminó donde había empezado, en mitad de la desierta calle principal. Había<br />

matado a treinta y nueve hombres, catorce mujeres y cinco niños. Había matado a<br />

todos los habitantes de Tull.<br />

<strong>La</strong>s primeras ráfagas de viento trajeron consigo un olor dulzón y enfermizo. Lo<br />

siguió, alzó la mirada y asintió para sí. En la taberna de Sheb yacía el deteriorado<br />

cuerpo de Nort, con los miembros extendidos, crucificado con estaquillas de madera.<br />

Sobre la piel de su frente mugrienta se destacaba la huella, grande y amoratada, de<br />

una pata hendida.<br />

Abandonó la población. <strong>La</strong> mula le esperaba entre unos matojos, a unos cuarenta<br />

metros de distancia en lo que antes había sido la ruta de las diligencias. El pistolero la<br />

condujo de vuelta al establo de Kennerly. Fuera, el viento interpretaba una melodía<br />

dentada. Acomodó la mula y volvió a la taberna. En el cobertizo de atrás encontró una<br />

escala de mano, la apoyó en la fachada y desclavó el cuerpo de Nort. Pesaba menos que

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