Año 57 - 1995 Págs. 41-57 [41] APOCALIPSIS Y ... - Revista Biblica
Año 57 - 1995 Págs. 41-57 [41] APOCALIPSIS Y ... - Revista Biblica
Año 57 - 1995 Págs. 41-57 [41] APOCALIPSIS Y ... - Revista Biblica
Create successful ePaper yourself
Turn your PDF publications into a flip-book with our unique Google optimized e-Paper software.
R!"#$%& B'()#*&<br />
Año <strong>57</strong> - <strong>1995</strong><br />
Págs. <strong>41</strong>-<strong>57</strong><br />
[<strong>41</strong>]<br />
<strong>APOCALIPSIS</strong><br />
Y FILOSOFÍA DE LA HISTORIA 1<br />
A. J. Levoratti<br />
La historia no se nos presenta como un panorama que podemos contemplar desde fuera, como<br />
simples espectadores. Estamos insertos en su misma trama, llevados por el flujo de los<br />
acontecimientos históricos, ni del todo libres ni del todo esclavos, porque los padecemos al<br />
mismo tiempo que los creamos. También nos vemos forzados a tomar decisiones y a prever<br />
sus consecuencias en la medida de lo posible, y esto nos obliga a formarnos alguna idea acerca<br />
del curso de la historia, casi siempre azaroso y confuso. A veces el deseo o la necesidad de<br />
conocer tiende a desarrollarse en una teoría, y entonces nos encontramos con una filosofía de<br />
la historia. Y como la historia humana es susceptible de distintas interpretaciones, son<br />
múltiples y contradictorias las concepciones filosóficas que tratan de hacerla inteligible o de<br />
poner al descubierto su sentido.<br />
La concepción nihilista de la historia<br />
Según una concepción que podría llamarse nihilista, la historia no es más que un<br />
conglomerado de sucesos e incidentes sin orden, unidad, ni sentido. La naturaleza, ciega al<br />
bien y al mal, se presenta como un mecanismo extraño e irresistible, que prosigue sin<br />
descanso<br />
1<br />
D. S. Russell, el gran conocedor de los escritos apocalípticos del periodo intertestamentario, ha publicado<br />
recientemente un breve libro sobre esta clase de literatura y sobre sus repercusiones en la religiosidad y en el<br />
pensamiento contemporáneos (Prophecy and the Apocalyptic Dream - Protest and Promise (Hendrickson Publishers.<br />
Peabody, Massachusetts. 1994. l36 págs.). Estas reflexiones han sido suscitadas por la lectura de ese<br />
estimulante libro.
[42] su inexorable camino. El surgimiento y desarrollo de la vida es un breve intermedio en un<br />
planeta casi insignificante, y la especie humana, a partir de Copérnico, ya no tiene el derecho a<br />
atribuirse la importancia cósmica que pudo arrogarse en otras épocas. Más aún: a pesar de sus<br />
triunfos y conquistas, está condenada a desaparecer en un futuro incierto, por falta de agua, de<br />
aire o de calor. Bertrand Russell ha expresado esta visión pesimista con el sello inconfundible<br />
de su estilo: “El hombre es el producto de causas cuya finalidad él mismo desconoce; su<br />
origen, su crecimiento, sus esperanzas, sus miedos, sus amores y sus creencias, son el<br />
resultado de una accidental acumulación de átomos. Ningún fuego, ningún heroísmo, ninguna<br />
intensidad de sentimientos o de pensamiento pueden hacer durar la vida individual más allá de<br />
la tumba; toda la labor de las edades, toda la piedad, toda la inspiración, la brillantez de<br />
mediodía del genio humano, están destinadas a la extinción en la vasta muerte del sistema<br />
solar, y el templo entero de las realizaciones humanas debe inevitablemente ser enterrado bajo<br />
los escombros de un universo en ruinas —todas estas cosas, aunque todavía sean un tanto<br />
discutibles, es casi seguro que son ciertas y que ninguna filosofía que las rechace podría seguir<br />
existiendo. Solamente dentro de lo fatal de estas verdades, solamente sobre el firme<br />
fundamento de esta obstinada desesperanza, puede construirse con seguridad el habitáculo del<br />
alma.<br />
Declaraciones de tono nihilista se encuentran también, y con cierta insistencia, en la obra<br />
de Borges. Estas declaraciones están muchas veces en boca de sus personajes, y en tales casos<br />
es difícil discernir hasta qué punto expresan una opinión personal o son el intento de explorar<br />
con fines estéticos las posibilidades literarias de algunos temas filosóficos. Es sabido, en<br />
efecto, que resulta ingenuo atribuir al autor los rasgos con que se presenta el narrador, como<br />
si este no fuera otra cosa que la sombra del autor proyectada en el texto. Pero si el autor y el<br />
narrador son instancias distintas, nunca deja de establecerse entre ellos alguna relación, según<br />
el mismo Borges lo reconoce, por ejemplo, al hablar de Chesterton. Como católico creyente,<br />
dice Borges, Chesterton pensaba que el mero hecho de ser es tan prodigioso que ninguna<br />
pesadumbre podría hacemos renunciar a una especie de gratitud cósmica. Pero sus textos<br />
narrativos lo revelan como un auténtico monstruorum artifex y un tejedor de pesadillas, y esto<br />
autoriza a sospechar que había en él algo secreto y profundo que propendía al espanto.<br />
Esta audaz interpretación puede ser objeto de discusión y disensión. De hecho, Borges<br />
define “el mundo de Kafka” como “un
[43] mundo de castigos enigmáticos y de culpas indescifrables”, alistándose de ese modo<br />
entre los intérpretes que consideran a Kafka como un ser atormentado por la angustia, por la<br />
conciencia del pecado y por inquietudes metafísicas. Hoy, en cambio, la crítica desconfía de la<br />
biografía como clave para interpretar una obra literaria, y además se inclina a pensar que la<br />
imagen del Kafka angustiado y sombrío es una creación póstuma de su amigo Brod. No<br />
obstante esto, lo cierto es que Borges fue siempre un agudo crítico de sus propias obras, y si<br />
dijo eso de Chesterton debió ser, sin duda, porque descubrió que en sus propios relatos<br />
también había algo o mucho de sí mismo.<br />
Es verdad, por otra parte, que Borges otorga a los metafísicos de todos los tiempos,<br />
especialmente si son alemanes, el rango de maestros de la literatura fantástica. (“Una doctrina<br />
filosófica, solía decir, es al principio una descripción verosímil del universo; giran los años y<br />
es un mero capitulo —cuando no un párrafo o un nombre— en la historia de la filosofía”. Y<br />
en otro lugar afirma que las filosofías no son más que una coordinación de palabras, y no cabe<br />
imaginar que una construcción de tal naturaleza pueda parecerse mucho a una realidad cuya<br />
entraña no es verbal). Sin embargo, él mismo confiesa que una parte de su vida estuvo<br />
consagrada a la “perplejidad metafísica”, y que entre los “tópicos” más recurrentes hay que<br />
mencionar las ideas del orden y del caos, del tiempo, la eternidad y el infinito. Por eso, cuando<br />
narra que uno de sus personajes “intuyó oscuramente” que la sustancia del tiempo es el<br />
pasado, y que por eso todo se vuelve pasado a cada instante, no es aventurado afirmar que<br />
también él, al menos en el momento de escribir aquella frase, tuvo una intuición semejante y<br />
compartió aquel mismo sentimiento. Así se perfila la imagen de Cronos, el dios que alimenta<br />
su insaciable avidez con el anonadamiento de todos los seres y que devora el orbe sin ira y sin<br />
reposo. Pero es posible ir más lejos todavía, como lo hace Borges en uno de sus ensayos, y<br />
“sospechar que no hay universo en el sentido orgánico, unificador, que tiene esa ambiciosa<br />
palabra”. Y si lo hay, el “esquema divino” de ese universo resulta impenetrable para el frágil<br />
entendimiento humano, que es incapaz de “conjeturar las palabras, las definiciones, las<br />
etimologías, las sinonimias, del secreto diccionario de Dios”. Y ante “la imposibilidad de<br />
penetrar el esquema divino del universo”, no queda otro recurso que “planear esquemas<br />
humanos, aunque nos conste que estos son provisorios”.<br />
Las visiones nihilistas de la historia expresan el radical desamparo que experimenta un<br />
Individuo cuando se descubre a sí mismo
[44] existiendo en el mundo, sin haberlo querido ni pedido, y sin saber a ciencia cierta qué<br />
sentido tiene la existencia que le ha sido dada. En la raíz de todo ese discurso está el<br />
sentimiento de encontrarse allí, en el mundo, perdido en la vastedad inmensa del espacio y del<br />
tiempo, sometido a toda clase de presiones, y abandonado cada uno a su propia suerte. Así<br />
resplandece ante los ojos la contingencia y precariedad de la condición humana, puesta en una<br />
situación que obliga a asumir la propia existencia e impone a cada uno la ineludible tarea de<br />
realizarse así mismo, en un medio natural que no se ajusta a sus deseos y en un entorno social<br />
muchas veces hostil, conflictivo o Indiferente. En una situación tal, no es difícil repetir con<br />
aprobación las amargas palabras de Macbeth (Acto V, escena V), que sintetizan de manera<br />
impresionante la idea en que se fundan las visiones nihilistas de la historia: “La vida es una<br />
obra vacía, que recita un actor idiota, llena de fracaso y de furor, y que no tiene ningún<br />
sentido”.<br />
El evolucionismo idealista<br />
El evolucionismo de impronta idealista, en cambio, considera que la historia es la<br />
proyección de una realidad invisible —la Voluntad en Schopenhauer, el Espíritu en Hegel—<br />
que se manifiesta y realiza en el curso de los acontecimientos históricos, de tal modo que las<br />
apariencias ocultan y revelan a la vez la realidad permanente que está detrás de ellas. En<br />
Hegel, la historia del mundo, que es al mismo tiempo la historia de Dios, es la verdadera<br />
teodicea, la justificación de Dios. Según él, el proceso universal es uno, y el curso laborioso<br />
del Espíritu es el camino necesario para su autoperfeccionamiento. Todo lo históricamente<br />
real es racional, y todo lo racional se realiza: lo que no encaja en este orden dotado de una<br />
finalidad no es en absoluto real. En cuanto a lo negativo de la existencia humana (la<br />
destrucción, el dolor, incluso el mal moral), es algo que pertenece esencialmente a la<br />
evolución dialéctica de la historia. La historia es lucha y superación; lo negativo es un<br />
momento necesario de lo positivo, un progresivo tránsito a lo superior, y en cada grado de su<br />
autodesenvolvimiento se hace real lo que sirve mejor a la perfección del todo. A la vida<br />
pertenece la muerte; lo trágico de la existencia forma parte de la autorrealización y la historia<br />
del Espíritu absoluto. Así el sufrimiento y el mal son elementos negativos subordinados a un<br />
plan superior que se realiza a través de ellos. Este plan coincide con la aventura del Espíritu,<br />
que al entrar en el mundo se despoja
[45] a sí para volver a sí mismo enriquecido con la negación de la negación. En cada uno<br />
de sus puntos (también en la decadencia y en la ruina), la historia es progreso cuando se la<br />
considera en grande y en conjunto. En el sentido del devenir y de la vida encuentra Hegel el<br />
motivo fundamental de su teodicea. Siempre hay una conciliación, un autoperfeccionamiento<br />
en camino; el proceso histórico universal acoge en su seno los contrarios limitados, hace nosucedido<br />
el mal sucedido, demuestra la necesidad esencial de las etapas ya superadas.<br />
A lo largo de todo este proceso, según Hegel, entra a desempeñar su papel la “astucia de la<br />
Razón”. Por eso, aunque el individuo descollante aspire a ejecutar sus propios planes, y los<br />
ejecute de hecho, objetivamente está sirviendo a la causa del Espíritu y es su mandatario. Es<br />
verdad que en tales casos es inevitable la pasión individual (“en el mundo no se ha hecho nada<br />
grande sin pasión”, dice Hegel); pero esa pasión, al perseguir sus propios fines, no hace otra<br />
cosa que llevar a cabo lo que en cada momento la historia misma pone a la orden del día. La<br />
Razón no solo se mantiene indemne a través de todas las turbulencias, sino que se abre paso<br />
victoriosamente a través de ellas. Triunfa, por ejemplo, en la buena estrella de Sila y en la<br />
ambición de César, en el fanatismo de las Cruzadas y en la lucha de Lutero con su propia<br />
conciencia, en el terror de la Revolución francesa y en las campañas de Napoleón. Y como el<br />
curso de la historia es necesario, siempre aparece en el momento justo la persona indicada. La<br />
historia guarda en sí todo lo real y lo hace pervivir en la evolución regeneradora del Espíritu<br />
inmortal. Así la lucha de los pueblos y de las culturas hace brotar, de una forma inferior de<br />
libertad, la progresiva toma de conciencia de la libertad. En una palabra: la historia universal<br />
es el juicio final.<br />
El evolucionismo finalista<br />
Otra forma de evolucionismo, de carácter más bien finalista, descubre en la historia un<br />
proceso que avanza en forma gradual hacia su perfección. Aquí el concepto de evolución<br />
desempeña una función precisa. Ante todo, porque permite reagrupar una sucesión de hechos<br />
dispersos y referirlos a un mismo y único principio organizador, de manera que ya al<br />
comienzo del proceso se descubre un principio de unidad y un esbozo de coherencia. A partir<br />
de este principio, y a lo largo de todo el proceso, se irán poniendo en juego (en forma<br />
simultánea o sucesiva, alternativa o conjuntamente) el poder de adaptación, la capacidad de<br />
innovación, la incesante
[46] integración de los distintos elementos, y los sistemas de asimilación y de<br />
intercambios.<br />
La evolución abarca la creación entera. La estructura de la realidad es dinámica, se halla<br />
en constante movimiento y engendra incesantemente formas nuevas. Este dinamismo produce<br />
a primera vista una impresión de caos. Pero cuando se toma la debida distancia y se mira la<br />
realidad como se contempla un cuadro, se ponen de manifiesto las grandes líneas del proceso<br />
evolutivo y aparece la continuidad de la evolución cósmica, biológica y humana, Toda la<br />
realidad revela entonces una marcha bien determinada, que tiene su punto de partida en la<br />
cosmogénesis, pasa por la emergencia de la vida (biogénesis) y culmina en la hominización<br />
(antropogénesis). De ahí que lo vital no esté herméticamente separado de lo prevital, ni lo<br />
humano de lo prehumano, sino que uno nace siempre de lo otro.<br />
La evolución es irreversible: no volverá nunca atrás ni destruirá lo creado laboriosamente.<br />
En contraposición con el tiempo cíclico de ciertas mitologías, el tiempo del universo fluye<br />
únicamente del pasado al porvenir, sin ninguna regresión posible. Por eso la perfección está<br />
adelante y no atrás: no en lo anterior y primitivo, ni tampoco en la unidad estática de lo<br />
físicamente in descomponible, sino en el continuo esfuerzo de síntesis que lleva a la<br />
producción de estructuras cada vez más diferenciadas y complejas. Por lo tanto, la perfección<br />
implica pluralidad; pero no pluralidad de elementos disgregados y dispersos, sino integrada de<br />
tal modo que al aumento de complejidad en la estructura material corresponde un incremento<br />
de la conciencia.<br />
De esta suerte, en el universo no solo hay continuidad —continuidad entre la materia<br />
inerte y la vida, la animal y la humana— sino que hay también un ascenso. El tiempo es un<br />
factor de diferenciación, pero esa diferenciación tiene un valor positivo: es creadora de<br />
individualidades y de formas diversas, que antes no preexistían. En consecuencia, la<br />
multiplicidad de los seres engendrados en el transcurso del tiempo no es una ilusión o un mal<br />
que sería preciso eliminar, sino el resultado de una evolución que tiende por entero hacia la<br />
constitución de seres cada vez más conscientes y libres.<br />
Por otra parte, esta continuidad implica también discontinuidad porque del proceso<br />
evolutivo surge siempre lo otro. Sin embargo, dado el carácter temporal del universo, este<br />
surgimiento no se produce en forma instantánea y sin ninguna preparación, sino que requiere<br />
el tiempo necesario para que el fruto madure. Esto es así en cada una de las etapas del<br />
proceso. En su fase pre-humana, la evolución biológica puede describirse como una<br />
ramificación y una
[47] divergencia. Pero con la especie humana se inicia el proceso inverso (no de<br />
expansión, sino de compresión y convergencia), que habrá de culminar en una síntesis<br />
superior. Y si caemos en la cuenta del nivel alcanzado por la evolución en el estadio presente,<br />
cabe afirmar que la nueva síntesis habrá de producirse en un estadio superior al que ha sido<br />
alcanzado por la biogénesis y la hominización: es decir, no es la esfera de la materia y de la<br />
vida, sino en la del pensamiento y la conciencia.<br />
En esta visión evolutiva también hay una explicación (sin duda demasiado optimista) para<br />
el problema del mal. No se puede ignorar, en efecto, que el sufrimiento, el fracaso y la muerte<br />
(esas “manchas” de la creación) forman parte de la existencia. Pero esa presencia del mal no<br />
es un accidente sobrevenido de manera fortuita. Al contrario: como este universo progresa<br />
evolutivamente a través del tiempo, la perfección no está al comienzo sino al fin. Por lo tanto,<br />
todo tiene que irse gestando lenta y laboriosamente, a través de tanteos y fracasos, de ensayos<br />
y errores, de dolores, riesgos y fracturas. En una palabra: el mal es físicamente inevitable en<br />
una creación que lucha incesante y denodadamente por emerger de la nada.<br />
Muchos todavía creen que la concepción evolutiva de la historia denigra y envilece a la<br />
especie humana, porque hace proceder el más de los menos (la vida de la materia inerte, la<br />
vida humana del reino animal). Este prejuicio hunde sus raíces en el siglo XIX, cuando la<br />
doctrina de la evolución servía para afirmar que la especie humana pertenece íntegra y<br />
exclusivamente al reino animal (el hombre, se decía, no es otra cosa que un mamífero más<br />
evolucionado). Hoy se sabe, sin embargo, que esto no es más que un sofisma, aceptable<br />
únicamente cuando se piensa que el efecto nunca puede ser mayor que la causa. En la<br />
actualidad este principio ya no impresiona más, porque se ha podido establecer, gracias a la<br />
concepción dialéctica, que es posible alcanzar nuevas fases de integración donde el todo es<br />
superior a la suma de las partes.<br />
En la raíz de esta visión evolutiva del cosmos y de la historia humana hay una clara y<br />
positiva afirmación de la realidad. Si del proceso evolutivo surgen nuevas formas de vida,<br />
cada vez más perfectas, quiere decir que la vida tiene el poder de organizarse vasta y<br />
conscientemente a través de procesos de síntesis siempre superiores. Por lo tanto, ya no queda<br />
espacio para la nostalgia del “paraíso perdido”, sino que la mirada se vuelve hacia el futuro.<br />
En esa etapa final está permitido vislumbrar, no una catástrofe cósmica, sino la-consumación<br />
del universo y la cima de la personalización.
[48]<br />
Por otra parte, la idea de la evolución dirigida está abierta a la trascendencia. En el<br />
proceso evolutivo, el factor más importante es la afinidad natural de los elementos, que los<br />
lleva a combinarse y complicarse, formando de ese modo nuevas estructuras estables. Aquí el<br />
azar juega un papel importante, pero no basta para explicarlo todo. Si la cosmogénesis aún no<br />
está terminada, y el cosmos sigue un proceso de transformación permanente encauzada, es<br />
preciso reconocer la existencia de un Centro personal, de una trascendencia, hacia el que toda<br />
la creación converge y en el que encuentra su consistencia.<br />
En esta concepción hay asimismo espacio para la escatología. Pero no para una<br />
escatología de índole catastrófica, susceptible de producirse en cualquier momento, y que no<br />
mantiene ninguna relación precisa con el nivel de desarrollo alcanzado por la humanidad,<br />
Aquí se trata, por lo tanto, de una visión escatológica que presenta una cierta afinidad con la<br />
de aquellos textos de la Escritura que hablan de un mundo en gestación, que avanza hacia su<br />
perfección a través de los dolores del parto y que es esencialmente fecundo. O para decirlo<br />
todo de una vez: el fin no se alcanzará antes que la humanidad llegue a un punto crítico<br />
evolutivo de maduración colectiva; un punto crítico de maduración humana que algunos<br />
pensadores cristianos, solidarios con estos puntos de vista, no dudan en identificar con la<br />
venida triunfante de Cristo al fin de los tiempos.<br />
El historicismo absoluto<br />
En contra de todas estas concepciones, Benedetto Croce sostiene un punto de vista<br />
radicalmente historicista. El historicismo absoluto, según él, es el producto maduro del<br />
pensamiento en su desarrollo hasta el presente. La vida, la realidad, es historia y nada más que<br />
historia. No hay ninguna realidad fuera de la historia, que es inmanencia absoluta. Por eso da<br />
lo mismo llamar al Dios oculto “materia”, “espíritu” o “inconsciente”, o tratar de explicar el<br />
proceso histórico mediante los átomos que se reúnen y que al fin volverán a su primitiva<br />
dispersión. En todas esas pretendidas explicaciones se pone en juego una sola cosa: la inútil<br />
pretensión de conocer lo absoluto. Sin embargo, esta búsqueda afanosa de un fin trascendente<br />
es tan ilusoria como el intento de abarcar con una mirada el curso completo de la historia y el<br />
deseo de reducirlo todo a un esquema general. Las llamadas historias universales, dice Croce,<br />
o no son
[49] tales, o se resuelven en historias parciales, suscitadas por un interés específico y<br />
centradas en un problema particular: abarcan únicamente los hechos que responden a ese<br />
interés y a ese problema, como puede verse en La Ciudad de Dios de san Agustín, en la<br />
Filosofía de la Historia de Hegel, y aun en los escritos de Toynbee. De ahí que Croce haya<br />
declarado muertas a todas las filosofías de la historia, cualquiera sea la forma de sus<br />
sistematizaciones. Hegel trató de alcanzar una visión omnicomprensiva de la historia,<br />
abarcándola en su origen, su desarrollo, su maduración y su plenitud final: Croce, por el<br />
contrario, ve en ella ante todo una creación y un crecimiento continuos, donde nada de lo que<br />
se crea desaparece, ni permanece nada de lo que logra sobrevivir por un tiempo. Cada hora<br />
presente condiciona el futuro, y el curso histórico es un progreso porque en cada momento<br />
debe asumir la herencia del pasado y afrontar los problemas y tareas que le vienen del pasado.<br />
Según esta concepción radicalmente historicista, todo conocimiento de la verdad es al fin<br />
de cuentas conocimiento histórico, y por eso coinciden la ciencia histórica y la filosofía. Así lo<br />
afirma Croce expresamente, fundándose en el hecho de que todo conocimiento, cualquiera sea<br />
su forma o su objeto, es producto de circunstancias históricas. Y como las soluciones y<br />
definiciones de la filosofía están siempre relacionadas con la particular situación histórica en<br />
que se encuentra el pensador, también ellas tienen que renunciar a la pretensión de alcanzar lo<br />
absoluto y reconocer su historicidad. Esta vinculación no es menos notoria en el caso de la<br />
historiografía: el historiador, por su condición temporal, está embarcado en la historia, forma<br />
parte de ella, y no tiene fuera de la historia un “punto fijo de Arquímedes” que le permita ver<br />
las cosas sub specie aeternitatis. Más aún: “la verdadera y única historia es el esclarecimiento<br />
de los problemas del presente merced a la búsqueda y a la inteligencia de los correlativos<br />
hechos del pasado”. De ahí que toda obra historiográfica, según Croce, sea “historia<br />
contemporánea”.<br />
Es claro que en esta visión de la historia no queda lugar para una escatología, sea religiosa<br />
o secularizada. Esto supondría tener una perspectiva de futuro, cuando en realidad, según<br />
Croce, la historia futura no está determinada ni por una Providencia ni por una necesidad<br />
causal. Sin embargo, él no duda en afirmar que la verdad histórica se encuentra en el<br />
conocimiento del instante, ya que en él se concentra cada vez el conjunto de la historia. Por<br />
eso puede decirse (y aquí está la paradoja señalada por Bultmann) que Croce identifica la<br />
historia y la escatología, ya que atribuye a cada instante el mismo valor y significado que a la<br />
historia entera.
[50]<br />
La concepción cristiana de la historia<br />
Como la serie de las interpretaciones propuestas resulta al fin de cuentas insatisfactoria,<br />
siempre sigue en pie el problema que plantea la historia vivida por la humanidad a través de<br />
los tiempos, y a la que cada individuo se encuentra ligado íntimamente por el carácter<br />
histórico de su propia existencia. Ese problema, ya lo hemos visto, nunca ha dejado de<br />
inquietar a los seres humanos, y ésta es una razón más para que la conciencia cristiana no<br />
permanezca insensible ante él. De ahí que también el cristiano se esfuerce por saber si la<br />
historia tiende hacia una meta precisa, si tiene un significado, una razón que se pueda<br />
comprender y un valor que pueda justificar tantos esfuerzos, tantos sufrimientos y sangre<br />
vertida. Pero el deber más inmediato del cristiano, como lo hace notar Henry-Irenée Marrou,<br />
no es hacer el inventario de las visiones secularizadas de la historia, tan pronto rivales como<br />
aliadas, sino preguntarse en qué medida la revelación que le ha sido dada y la fe que profesa le<br />
proporcionan una luz capaz de iluminar, al menos parcialmente, este inquietante problema.<br />
Y aquí es importante aclarar que la pregunta por el sentido de la historia no se añade a la<br />
fe cristiana como un agregado que le viene de fuera. Todo lo contrario: uno de sus contenidos<br />
más esenciales es la certeza de que la historia tiene un sentido, un valor y una meta, porque el<br />
tiempo de la historia terrena está inseparablemente unido a la realización del plan divino de<br />
salvación. De ahí que todo cristiano, en la medida en que ha llegado a compenetrarse de la<br />
verdad revelada por Dios, pueda considerarse portador de una respuesta cierta a la pregunta.<br />
Pero si la revelación nos asegura que la historia del mundo es el escenario donde Dios<br />
realiza sus designios, también nos advierte que al misterio de la historia hay que acercarse con<br />
“temor y temblor”: o más precisamente: con la certeza de encontrar una respuesta segura, pero<br />
sin la pretensión o la expectativa de comprender toda la hondura del misterio. Porque la<br />
historia humana posee una estructura tan compleja, que ningún pensamiento humano podría<br />
abarcar en su totalidad ni siquiera un área muy reducida. Esa historia no es nunca simple.<br />
Acerca de ella, el cristiano no sabe más que la persona corriente, es decir, bastante poco: y si<br />
hace el esfuerzo de repensar, reencontrar y reanimar el pasado, lo que extrae de su empeño es<br />
una lección de humildad. Tanto es lo que haría falta saber para penetrar en el sentido último<br />
de la historia, que es imposible lograrlo con una mirada incapaz de abarcar todo lo que ha<br />
pasado,
[51] pasa y pasará en el tiempo vivido por la humanidad —en una palabra, sin poseer la<br />
ciencia de Dios.<br />
Pero el Dios de la revelación judeo-cristiana —el que “hace alternar los tiempos y las<br />
estaciones”, el que “depone y entroniza los reyes” y “revela las cosas profundas y ocultas”,<br />
porque “conoce lo que está en las tinieblas y la luz habita junto a Él” (Dan 2,21-22)— no nos<br />
ha dejado completamente desvalidos frente al misterio de la historia. Es necesario insistir, sin<br />
embargo, en el verdadero carácter del conocimiento fundado en la revelación, porque la fe nos<br />
da a conocer, y de manera cierta, lo esencial del misterio que encierra la historia: pero esa<br />
participación en el conocimiento divino se realiza según el modo propio de la fe —in speculo<br />
et aenigmate— que se distingue de la clara visión. Por lo tanto, aunque conocemos el fin de la<br />
historia, se nos escapa la razón de ser y el sentido de cada acontecimiento singular, a medida<br />
que sucede. Si solo al precio de selecciones y simplificaciones se puede reducir a esquema<br />
toda una época o una civilización, tanto más arbitrarios serán los intentos de encerrar en un<br />
sistema o concepto el curso completo del acontecer histórico.<br />
La fe no nos aclara toda la anchura, la altura y la profundidad del plan divino de<br />
salvación. A la Iglesia peregrina en la tierra no le es dado identificar hic et nunc, en nuestra<br />
situación presente, todos los caminos que ha recorrido y recorrerá la historia en su marcha<br />
hacia la meta final (una meta que se habrá de alcanzar, aunque no sepamos cuándo ni cómo).<br />
Tampoco puede discernir con certeza absoluta, y en todos sus detalles, qué es lo que ha<br />
contribuido y contribuye de hecho al advenimiento del Reino. Los caminos de Dios son<br />
inescrutables, y él puede servirse incluso del mal para realizar sus designios. Pero aunque<br />
“conocemos solo en parte" (1Cor 13,12), Dios no nos ha dejado en la ignorancia de lo que él<br />
ha realizado y realiza, invisible y secretamente, en el corazón mismo del tiempo, y así nos ha<br />
concedido ver, en el claroscuro de la fe, dónde está la verdadera historia. Esa historia<br />
verdadera no esta constituida por la economía, la política, las técnicas, las artes, y ni siquiera<br />
por las formas exteriores de la vida religiosa. Por lo tanto, resulta inaccesible para el que<br />
pretende entenderlo todo a partir de la historia terrena y solo a la luz de la experiencia<br />
sensible. Al igual que el Verbo encarnado durante su vida terrena, no se manifiesta a los ojos<br />
de la carne, sino únicamente a la mirada de la fe.<br />
La sustancia de esta historia verdadera —ya lo hemos dicho— son las acciones que Dios<br />
realiza en el curso del tiempo para “recapitular” todas las cosas en Cristo. Al Dios de Israel,<br />
que es también el Padre de Nuestro Señor Jesucristo, no se lo puede
[52] conocer, como a los dioses de los antiguos pueblos semitas, en el curso previsible de<br />
los acontecimientos naturales. Es verdad, ciertamente, que su campo de acción es la<br />
naturaleza, y por eso “el cielo proclama la gloria de Dios y el firmamento pregona la obra de<br />
sus manos” (Sal 19,2). Pero el conocimiento que nos da la revelación cósmica conduce<br />
únicamente, por así decirlo, a lo exterior de Dios. La trascendencia divina queda de ese modo<br />
afirmada, pero el cosmos no dice nada de su ser más íntimo y personal. Si ya en el plano<br />
humano la interioridad de una persona resulta inaccesible a no ser que se manifieste en sus<br />
gestos y palabras, tanto más la trascendencia divina será una barrera infranqueable para el<br />
entendimiento humano, si Dios mismo no se da a conocer.<br />
En sus aspectos esenciales, esta historia invisible pero real —la historia de la salvación—<br />
comprende tres momentos. En el centro del tiempo está la encarnación del Verbo, la kénosis<br />
del Hijo de Dios, fase central de la historia de la salvación: El Verbo se hizo carne, y puso su<br />
morada entre nosotros (Jn 1,14).<br />
Luego viene el período entre las dos manifestaciones de Cristo —la encarnación y la<br />
parusía— que también desempeña un papel en la historia de la salvación. Porque la salvación<br />
ya ha sido realizada por Cristo, pero la historia del mundo aún no ha completado su curso. Si<br />
Dios ha querido que se dé un intervalo entre la ascensión y la parusía, ese intervalo no puede<br />
ser un hueco insignificante e inútil. Es el tiempo de la Iglesia, tiempo en que el Espíritu ha<br />
sido derramado para que los discípulos de Jesús lleven a cabo la misión evangelizadora y<br />
santificadora que el mismo Señor les ha confiado. Es también el tiempo de la espera, pero no<br />
de pura expectativa, porque cada uno ha recibido uno o muchos talentos para llevar a cabo la<br />
tarea que le ha asignado el dueño de casa (Mc 13,34). Al término de la espera están “el cielo<br />
nuevo y la tierra nueva donde habitará la justicia” (2 Ped 3,13; Ap 21,1). Esta consumación<br />
escatológica, simbolizada en la figura de la “nueva Jerusalén” que baja del cielo y viene de<br />
Dios (Ap 21,2), desautoriza a quienes pretenden consumar la historia haciéndola desembocar,<br />
desde dentro de sí misma y en virtud del esfuerzo humano, en una situación de plena<br />
realización y de perfecta armonía.<br />
Pero, por otra parte, el primer advenimiento de Cristo no es el comienzo de la historia de<br />
la salvación. Antes de él está el tiempo del Antiguo Testamento, es decir, la lenta preparación<br />
evangélica por la que Dios, como dice San Ireneo, “disponía de múltiples maneras al género<br />
humano para alcanzar la salvación”. De esta preparación no estaban excluidos los pueblos<br />
paganos, pero lo esencial de aquel
[53] primer acto se desarrolló en la historia de Israel, el pueblo elegido, con el que Dios<br />
estableció su alianza y al que le fue revelada la Ley, que era el pedagogo que debía conducirlo<br />
hacia Cristo (Gal 3,24).<br />
En la base de esta teología está la fe en la providencia y en el amor de Dios, que sostiene<br />
con su mano poderosa el desarrollo de los tiempos desde el primer día de la creación. Una fe<br />
que debe tener la mirada fija en la Cruz y en la Resurrección de Cristo, y que está llamada a<br />
no desfallecer ni siquiera cuando el mal irrumpe y da la impresión de arrebatarlo todo, o<br />
cuando el mundo se convierte en un valle de lágrimas y la historia parece no ser otra cosa que<br />
el escenario de sufrimientos y desdichas, de fracaso y de muerte.<br />
La teología apocalíptica<br />
Ya se ha convertido casi en un lugar común decir que la noción misma de filosofía de la<br />
historia es una herencia recibida del cristianismo. Obviamente, esta herencia no se explica<br />
simplemente como una transposición de la teología. Se trata, más bien, de un proceso largo y<br />
complejo, cuyo resultado fue, a un mismo tiempo, el amplio desarrollo de la conciencia<br />
histórica y la eliminación de la dimensión trascendente, esencial a la visión cristiana. Así la<br />
historia, reducida ya al nivel empíricamente observable, apareció como un todo autónomo,<br />
que se basta a sí mismo.<br />
Hecha esta salvedad, no deja de ser un hecho cierto que la historia, según la concepción<br />
predominante en la cultura occidental, es un proceso irreversible, y no, como tendían a verlo<br />
los griegos, un proceso cíclico que vuelve eternamente sobre sí mismo. Y también es verdad<br />
que esta idea es el residuo secularizado de la teología judeo cristiana de la historia, es decir, de<br />
una concepción teológica que entró en el área mediterránea con el Libro de Daniel y luego fue<br />
elaborada lentamente por el pensamiento patrístico de los primeros siglos, hasta su<br />
culminación en los veintidós libros de La Ciudad de Dios de San Agustín.<br />
El libro de Daniel y el Apocalipsis (los dos escritos reconocidos como canónicos en<br />
medio de una considerable cantidad de textos apocalípticos) han ejercido una fascinación muy<br />
especial, y a ellos han recurrido siempre los cristianos con el deseo de vislumbrar algo del<br />
misterio que encierra la historia. De ahí la utilidad de las publicaciones que tratan de iluminar<br />
esos enigmáticos textos con los instrumentos proporcionados por los métodos científicos de
[54] interpretación de la Biblia, sin partir de ideas preconcebidas y a veces rayanas en el<br />
delirio. A esta serie de escritos pertenece el libro titulado Prophecy and the Apocalyptic<br />
Dream - Protest and Promise, y que ha sido escrito por David Syme Russell, uno de los más<br />
reconocidos especialistas en esa materia.<br />
Los escritos apocalípticos, dice el autor, suelen ser caracterizados como pertenecientes a<br />
una literatura de revelación. De hecho, la palabra griega apokálypsis significa descubrimiento,<br />
re-velación; es decir, alude al acto de descorrer el velo o la cobertura que<br />
ocultaba un objeto. En el caso de la literatura apocalíptica, este des-cubrimiento se refiere, en<br />
primer lugar, al “misterio” o secreto que encierra para los ojos humanos el curso de la historia.<br />
Ese misterio estaba oculto desde la eternidad en la sabiduría de Dios, pero él ha querido<br />
manifestarlo a un escritor privilegiado, que recibe la revelación divina en visiones o sueños, o<br />
por intermedio de un ángel. El contenido de esta revelación se refiere de un modo especial a<br />
“lo que ha de suceder pronto” (Ap 1,1).<br />
Una característica fundamental de los escritos apocalípticos es la tendencia a considerar<br />
como una unidad todo el ciclo de la historia humana, desde la creación hasta el último día. La<br />
idea de la unidad de la historia ya estaba presente de algún modo en los escritos proféticos<br />
(especialmente en el Déutero-Isaías): pero los profetas, en general, trataron el tema<br />
incidentalmente. Los apocalipsis, en cambio, confieren mucho más relieve a esta idea, y<br />
presentan la totalidad de la historia como el escenario donde Dios realiza sus designios. De ahí<br />
que un punto crucial en la visión apocalíptica sea la referencia constante al plan divino que<br />
recorre toda la historia y se realiza a través de ella.<br />
Este plan no terminará en el último día, porque “el Altísimo no ha establecido una era<br />
sino dos” (2 Esdras 7,50). Hay, por lo tanto, un marcado contraste entre la era actual de<br />
impiedad y corrupción, y el mundo futuro en que reinará la justicia. Sin embargo, la<br />
discontinuidad entre el orden temporal y el eterno no es absoluta, porque uno y otro forman<br />
parte del único plan de Dios. Todo lo que aconteció y acontece en el mundo se realiza<br />
conforme a ese designio misterioso, que habrá de culminar al fin de los tiempos, cuando Dios<br />
triunfe definitivamente sobre las fuerzas del mal. De este modo, la visión apocalíptica de la<br />
historia entra de lleno en la escatología: el propósito de Dios se actualiza en la historia, pero<br />
su justificación y su verdadero sentido están más allá de ella.<br />
De los profetas se suele decir que eran ante todo predicadores, y que sus escritos fueron<br />
redactados, por ellos mismos o por sus
[55] discípulos, después de haber sido proclamados oralmente. La apocalíptica, en cambio,<br />
es esencialmente un fenómeno literario, si bien muchas de sus creencias y conceptos<br />
formaron parte originariamente de una tradición oral abierta a múltiples influencias. Entre<br />
estas últimas se destaca la influencia del zoroastrismo, que ayudó a extender y desarrollar la<br />
idea de la unidad de la historia. Según la religión irania, en efecto, el mundo debía durar doce<br />
mil años, divididos en cuatro épocas de tres mil años cada una. De manera semejante, los<br />
escritos apocalípticos dividieron la historia en vastos períodos, mostrando así de un modo más<br />
vivido y comprensible la unidad de la historia. Cada una de esas épocas está predeterminada<br />
por Dios y sistematizada de tal modo que es posible identificar en qué punto del proceso<br />
tienen lugar los distintos eventos y a qué distancia se encuentra el fin de la historia.<br />
En el trasfondo de los escritos apocalípticos están las preguntas que más inquietan a los<br />
creyentes, sobre todo cuando la persecución y el sufrimiento se abaten sobre ellos. ¿Por qué<br />
los justos son perseguidos y triunfan los tiranos ¿Dónde están las promesas de salvación<br />
hechas por Dios a su pueblo ¿Cuándo llegará el Reino de Dios anunciado por los profetas<br />
Al dar una respuesta a estas preguntas, los escritos apocalípticos se revelan como lo que son<br />
en última instancia: un mensaje de esperanza para el pueblo de Dios que ha visto su fe puesta<br />
a prueba.<br />
No hay que olvidar, finalmente, la dificultad que plantea la interpretación de los escritos<br />
apocalípticos y que se debe, principalmente, al lenguaje simbólico profusamente utilizado en<br />
los textos. En toda esta literatura abundan las imágenes de tipo fantástico, a tal punto que<br />
puede decirse que el simbolismo es su lenguaje propio. Una forma particular de simbolismo es<br />
el de los números, especialmente del 3, 4, 7, 10 y 12. Particular importancia tiene el número 7,<br />
que aparece con inusitada frecuencia como símbolo de perfección y plenitud.<br />
Russell describe en un lenguaje claro y sencillo las características más salientes de la<br />
literatura apocalíptica. Al mismo tiempo, proporciona una serie de claves hermenéuticas para<br />
la interpretación correcta de esos difíciles textos y dedica en su libro bastante espacio a un<br />
tema que inquieta a muchos creyentes. Es la interpretación de Ap 20, el único texto de la<br />
Biblia que habla expresamente de un reino de mil años. En ese texto se fundan las diversas<br />
corrientes milenaristas, que han estado presentes a lo largo de toda la historia de la Iglesia. (El<br />
milenarismo también es llamado quiliasmo, en razón de la palabra griega jiliás, que significa<br />
“mil”).
[56]<br />
El milenarismo se ha presentado y aún se presenta bajo diversas formas. Russell se refiere<br />
en particular a tres de estas corrientes, designadas con los nombres de premilenarismo,<br />
postmilenarismo y amilenarismo.<br />
De acuerdo con la doctrina del premilenarismo, habrá ciertos signos que anticiparán la<br />
venida del Cristo: la predicación del evangelio a todas las naciones, una gran apostasía,<br />
guerras y catástrofes naturales, la manifestación del Anticristo y la gran tribulación. Luego<br />
Cristo reinará junto con sus santos en una prolongada era de paz y de justicia. Así se<br />
cumplirán las antiguas profecías, y todo el mundo será colmado de bendiciones divinas. En<br />
este reino del milenio los judíos se convertirán y tendrán una gran participación en él (aunque<br />
hay diferentes interpretaciones sobre el “cómo” y el “cuándo” de esta conversión).<br />
Satanás, que había sido atado y aprisionado en el Abismo durante mil años (Ap 20,2-3),<br />
será liberado por un breve tiempo al fin del milenio, y los creyentes se verán sometidos a una<br />
dura prueba. Pero luego será arrojado al “lago de fuego y azufre”, donde están también la<br />
“bestia” y el “falso profeta” (los ejecutores de sus designios, cf. Ap 20,10). Entonces llegará el<br />
fin: serán creados el nuevo cielo y la nueva tierra y comenzará la era de la felicidad eterna.<br />
El postmilenarismo afirma que el Reino se ha extendido a través del mundo a medida que<br />
ha sido anunciado el evangelio. En el futuro, la influencia del cristianismo va a ser tal que<br />
sobrevendrá una larga era de paz y de prosperidad en todo el mundo. Pero no habrá una<br />
ruptura catastrófica entre el mundo presente y el “milenio”, sino un crecimiento gradual a<br />
medida que más y más personas se conviertan. La influencia del mal irá decreciendo cada vez<br />
más bajo el influjo de la fe cristiana, y muchos problemas sociales y económicos quedarán<br />
resueltos. Luego llegará el fin definitivo: Cristo se manifestará por segunda vez, resucitarán<br />
los muertos y tendrá lugar el Juicio final.<br />
El amileriarismo rechaza los dos sistemas anteriores. El Reino de Dios ya se ha hecho<br />
presente en el mundo con la venida de Jesús; el trigo y la zizania seguirán creciendo juntos,<br />
sin que ninguno llegue a imponerse definitivamente sobre el otro antes del juicio final. A<br />
partir de su resurrección Cristo ha sido constituido Señor, pero solo en su parusía se<br />
establecerá definitivamente su reinado, en la nueva creación.<br />
Aunque el autor no lo menciona, cabe recordar en este contexto el decreto emitido por el<br />
Santo Oficio el 21 de julio de 1944, que responde a una consulta relativa al así llamado<br />
milenarismo mitigado,
[<strong>57</strong>] es decir, a la creencia según la cual Cristo, antes del juicio precedido o no por la<br />
resurrección de muchos justos, vendrá a reinar visiblemente en esta tierra. La respuesta fue<br />
que el sistema del milenarismo mitigado no es del todo conforme a la fe católica (tuto doceri<br />
non potest).<br />
El milenarismo no ha sido condenado como herejía, pero la Iglesia Católica lo considera<br />
erróneo. Entre otras razones, porque la doctrina milenarista se basa en una exégesis demasiado<br />
literalista del Apocalipsis. Esta exégesis no debe perder de vista que el autor recurre en forma<br />
constante al simbolismo, y en particular al simbolismo de los números, entre ellos el del<br />
número 1000.