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AZUELA MARIANO. Los de Abajo

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Ella siguió la vereda <strong>de</strong>l arroyo. El agua parecía espolvoreada <strong>de</strong> finísimo carmín; en sus ondas seremovían un cielo <strong>de</strong> colores y los picachos mitad luz y mitad sombra. Miríadas <strong>de</strong> insectos luminososparpa<strong>de</strong>aban en un remanso. Yen el fondo <strong>de</strong> guijas lavadas se reprodujo con su blusa amarilla <strong>de</strong>cintas ver<strong>de</strong>s, sus enaguas blancas sin almidonar, lamida la cabeza y estiradaslas cejas y la frente; tal como se había ataviado para gustar a Luis.Y rompió a llorar.Entre los jarales las ranas cantaban la implacable melancolía <strong>de</strong> la hora.Meciéndose en una rama seca, una torcaz lloró también.XVEn el baile hubo mucha alegría y se bebió muy buen mezcal.—Extraño a Camila —pronunció en voz alta Demetrio.Y todo el mundo buscó con los ojos a Camila.— Está mala, tiene jaqueca —respondió con aspereza señá Agapita, amoscada por las miradas <strong>de</strong>malicia que todos tenían puestas en ella.Ya al acabarse el fandango, Demetrio, bamboleándose un poco, dio las gracias a los buenos vecinosque tan bien los habían acogido y prometió que al triunfo <strong>de</strong> la revolución a todos los tendríapresentes, que "en la cama y en la cárcel se conoce a los amigos".— Dios los tenga <strong>de</strong> su santa mano —dijo una vieja.—Dios los bendiga y los lleve por buen camino —dijeron otras.Y María Antonia, muy borracha:—¡Que güelvan pronto... pero repronto!...Otro día María Antonia, que aunque cacariza y con una nube en un ojo tenía muy mala fama, tanmala que se aseguraba que no había varón que no la hubiese conocido entre los jarales <strong>de</strong>l río, legritó así a Camila:— ¡Epa, tú!... ¿Qué es eso?... ¿Qué haces en el rincón con el rebozo liado a la cabeza?... ¡Huy!...¿Llorando?... ¡Mira qué ojos! ¡Ya pareces hechicera! ¡Vaya... no te apures!... No hay dolor que alalma llegue, que a los tres días no se acabe.Señá Agapita juntó las cejas, y quién sabe qué gruñó para sus a<strong>de</strong>ntros.En verdad, las comadres estaban <strong>de</strong>sazonadas por la partida <strong>de</strong> la gente, y los mismos hombres, noobstante díceres y chismes un tanto ofensivos, lamentaban que no hubiera ya quien surtiera el rancho<strong>de</strong> carneros y terneras para comer carne a diario. ¡Tan a gusto que se pasa uno la vida comiendo ybebiendo, durmiendo a pierna tirante a la sombra <strong>de</strong> las peñas, mientras que las nubes se hacen y<strong>de</strong>shacen en el cielo!— ¡Mírenlos otra vez! Allá van —gritó María Antonia—; parecen juguetes <strong>de</strong> rinconera.A lo lejos, allá don<strong>de</strong> la breña y el chaparral comenzaban a fundirse en un solo plano aterciopelado yazuloso, se perfilaron en la claridad zafirina <strong>de</strong>l cielo y sobre el filo <strong>de</strong> una cima los hombres <strong>de</strong>Macías en sus escuetos jamelgos. Una ráfaga <strong>de</strong> aire cálido llevó hasta los jacales los acentos vagosy entrecortados <strong>de</strong> La A<strong>de</strong>lita.Camila, que a la voz <strong>de</strong> María Antonia había salido a verlos por última vez, no pudo contenerse, yregresó ahogándose en sollozos.María Antonia lanzó una carcajada y se alejó.

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