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AZUELA MARIANO. Los de Abajo

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avanzar sobre la primera trinchera <strong>de</strong> los fe<strong>de</strong>rales. <strong>Los</strong> proyectiles pasaban zumbando sobrenuestras cabezas; el combate era ya general; hubo un momento en que <strong>de</strong>jaron <strong>de</strong> foguearnos. Nossupusimos que se les atacaba vigorosamente por la espalda. Entonces nosotros nos arrojamos sobrela trinchera. ¡Ah, compañero, fíjese!... De media la<strong>de</strong>ra abajo es un verda<strong>de</strong>ro tapiz <strong>de</strong> cadáveres.Las ametralladoras lo hicieron todo; nos barrieron materialmente; unos cuantos pudimos escapar. <strong>Los</strong>generales estaban lívidos y vacilaban en or<strong>de</strong>nar una nueva carga con el refuerzo inmediato que nosvino. Entonces fue cuando Demetrio Macías, sin esperar ni pedir ór<strong>de</strong>nes a nadie, gritó:—¡Arriba, muchachos!...—¡Qué bárbaro! —clamé asombrado."<strong>Los</strong> jefes, sorprendidos, no chistaron. El caballo <strong>de</strong> Macías, cual si en vez <strong>de</strong> pesuñas hubiese tenidogarras <strong>de</strong> águila, trepó sobre estos peñascos. '¡Arriba, arriba!', gritaron sus hombres, siguiendo trasél, como venados, sobre las rocas, hombres y bestias hechos uno. Sólo un muchacho perdió pisada yrodó al abismo; los <strong>de</strong>más aparecieron en brevísimos instantes en la cumbre, <strong>de</strong>rribando trincheras yacuchillando soldados. Demetrio lazaba las ametralladoras, tirando <strong>de</strong> ellas cual si fuesen torosbravos. Aquello no podía durar. La <strong>de</strong>sigualdad numérica los habría aniquilado en menos tiempo <strong>de</strong>l que gastaron en llegar allí. Pero nosotrosnos aprovechamos <strong>de</strong>l momentáneo <strong>de</strong>sconcierto, y con rapi<strong>de</strong>z vertiginosa nos echamos sobre lasposiciones y los arrojamos <strong>de</strong> ellas con la mayor facilidad. ¡Ah, qué bonito soldado es su jefe!"De lo alto <strong>de</strong>l cerro se veía un costado <strong>de</strong> la Bufa, con su crestón, como testa empenachada <strong>de</strong> altivorey azteca. La vertiente, <strong>de</strong> seiscientos metros, estaba cubierta <strong>de</strong> muertos, con los cabellosenmarañados, manchadas las ropas <strong>de</strong> tierra y <strong>de</strong> sangre, y en aquel hacinamiento <strong>de</strong> cadáverescalientes, mujeres haraposas iban y venían como famélicos coyotes esculcando y <strong>de</strong>spojando.En medio <strong>de</strong> la humareda blanca <strong>de</strong> la fusilería y los negros borbotones <strong>de</strong> los edificios incendiados,refulgían al claro sol casas <strong>de</strong> gran<strong>de</strong>s puertas y múltiples ventanas, todas cerradas; calles enamontonamiento, sobrepuestas y revueltas en vericuetos pintorescos, trepando a los cerroscircunvecinos. Y sobre el caserío risueño se alzaba una alquería <strong>de</strong> esbeltas columnas y las torres ycúpulas <strong>de</strong> las iglesias.—¡Qué hermosa es la revolución, aun en su misma barbarie! —pronunció Solís conmovido. Luego, envoz baja y con vaga melancolía:—Lástima que lo que falta no sea igual. Hay que esperar un poco. A que no haya combatientes, aque no se oigan más disparos que los <strong>de</strong> las turbas entregadas a las <strong>de</strong>licias <strong>de</strong>l saqueo; a queresplan<strong>de</strong>zca diáfana, como una gota <strong>de</strong> agua, la psicología <strong>de</strong> nuestra raza, con<strong>de</strong>nsada en dospalabras: ¡robar, matar!... ¡Qué chasco, amigo mío, si los que venimos a ofrecer todo nuestroentusiasmo, nuestra misma vida por <strong>de</strong>rribar a un miserable asesino, resultásemos los obreros <strong>de</strong> unenorme pe<strong>de</strong>stal don<strong>de</strong> pudieran levantarse cien o doscientos mil monstruos <strong>de</strong> la misma especie!...¡Pueblo sin i<strong>de</strong>ales, pueblo <strong>de</strong> tiranos!... ¡Lástima <strong>de</strong> sangre!Muchos fe<strong>de</strong>rales fugitivos subían huyendo <strong>de</strong> soldados <strong>de</strong> gran<strong>de</strong>s sombreros <strong>de</strong> palma y anchoscalzones blancos.Pasó silbando una bala.Alberto Solís, que, cruzados los brazas, permanecía absorto <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> sus últimas palabras, tuvoun sobresalto repentino y dijo:—Compañero, maldito lo que me simpatizan estos mosquitos zumbadores. ¿Quiere que nos alejemosun poco <strong>de</strong> aquí?Fue la sonrisa <strong>de</strong> Luis Cervantes tan <strong>de</strong>spectiva, que Solís, amoscado, se sentó tranquilamente enuna peña.Su sonrisa volvió a vagar siguiendo las espirales <strong>de</strong> humo <strong>de</strong> los rifles y la polvareda <strong>de</strong> cada casa<strong>de</strong>rribada y cada techo que se hundía. Y creyó haber <strong>de</strong>scubierto un símbolo <strong>de</strong> la revolución enaquellas nubes <strong>de</strong> humo y en aquellas nubes <strong>de</strong> polvo que fraternalmente ascendían, se abrazaban,se confundían y se borraban en la nada.—¡Ah —clamó <strong>de</strong> pronto—, ahora sí!...

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