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AZUELA MARIANO. Los de Abajo

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Sólo que no había en aquel momento quien reparara ya en él.Demetrio contempló un instante el negrear <strong>de</strong> los capotes a lo largo <strong>de</strong>l pretil, en todo el frente y porlos lados, en las torres apretadas <strong>de</strong> gente, tras la baranda <strong>de</strong> hierro.Se sonrió con satisfacción, y volviendo la cara a los suyos, exclamó:— ¡Horal...Veinte bombas estallaron a un tiempo en medio <strong>de</strong> los fe<strong>de</strong>rales, que, llenos <strong>de</strong> espanto, se irguieroncon los ojos <strong>de</strong>smesuradamente abiertos. Mas antes <strong>de</strong> que pudieran darse cuenta cabal <strong>de</strong>l trance,otras veinte bombas reventaban con fragor, <strong>de</strong>jando un reguero <strong>de</strong> muertos y heridos.—¡Tovía no!... ¡Tovía no!... Tovía no veo a mi hermano... —imploraba angustiado el paisano.En vano un viejo sargento increpa a los soldados y los injuria, con la esperanza <strong>de</strong> unareorganización salvadora. Aquello no es más que una correría <strong>de</strong> ratas <strong>de</strong>ntro <strong>de</strong> la trampa. Unos vana tomar la puertecilla <strong>de</strong> la escalera y allí caen acribillados a tiros por Demetrio; otros se echan a lospies <strong>de</strong> aquella veintena <strong>de</strong> espectros <strong>de</strong> cabeza y pechos oscuros como <strong>de</strong> hierro, <strong>de</strong> largoscalzones blancos <strong>de</strong>sgarrados, que les bajan hasta los guaraches. En el campanario algunos luchanpor salir, <strong>de</strong> entre los muertos que han caído sobre ellos.— ¡Mi jefe! —exclama Luis Cervantes alarmadísimo—. ¡Se acabaron las bombas y los rifles estánen el corral! ¡Qué barbaridad!...Demetrio sonríe, saca un puñal <strong>de</strong> larga hoja reluciente. Instantáneamente brillan los aceros en lasmanos <strong>de</strong> sus veinte soldados; unos largos y puntiagudos,otros anchos como la palma <strong>de</strong> la mano, y muchos pesados como marrazos.—¡El espía! —clama en son <strong>de</strong> triunfo Luis Cervantes—. ¡No se los dije!— ¡No me mates, padrecito! —implora el viejo sargento a los pies <strong>de</strong> Demetrio, que tiene su manoarmada en alto.El viejo levanta su cara indígena llena <strong>de</strong> arrugas y sin una cana. Demetrio reconoce al que la vísperalos engañó.En un gesto <strong>de</strong> pavor, Luis Cervantes vuelve bruscamente el rostro. La lámina <strong>de</strong> acero tropieza conlas costillas, que hacen crac, crac, y el viejo cae <strong>de</strong> espaldas con los brazos abiertos y los ojosespantados.— ¡A mi hermano, no!... ¡No lo maten, es mi hermano! —grita loco <strong>de</strong> terror el paisano que ve aPancracio arrojarse sobre un fe<strong>de</strong>ral.Es tar<strong>de</strong>. Pancracio, <strong>de</strong> un tajo, le ha rebanado el cuello, y como <strong>de</strong> una fuente borbotan dos chorrosescarlata.— ¡Mueran los juanes!... ¡Mueran los mochos!...Se distinguen en la carnicería Pancracio y el Manteca, rematando a los heridos. Montañés <strong>de</strong>ja caersu mano, rendido ya; en su semblante persiste su mirada dulzona, en su impasible rostro brillan laingenuidad <strong>de</strong>l niño y la amoralidad <strong>de</strong>l chacal.—Acá queda uno vivo —grita la Codorniz.Pancracio corre hacia él. Es el capitancito rubio <strong>de</strong> bigote borgoñón, blanco como la cera, que,arrimado a un rincón cerca <strong>de</strong> la entrada al caracol, se ha <strong>de</strong>tenido por falta <strong>de</strong> fuerzas para<strong>de</strong>scen<strong>de</strong>r.Pancracio lo lleva a empellones al pretil. Un rodillazo en las ca<strong>de</strong>ras y algo como un saco <strong>de</strong> piedras que cae <strong>de</strong> veinte metros <strong>de</strong> altura sobre el atrio<strong>de</strong> la iglesia.—¡Qué bruto eres! —exclama la Codorniz—, si la malicio, no te digo nada. ¡Tan buenos zapatos quele iba yo a avanzar!

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