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Maite me miró, alzó la bufanda con una sonrisa<br />
infantil y me dijo:<br />
—Mirá, andate y probate esto que acabo de<br />
encontrar debajo de uno de los muebles, seguro que el<br />
burdeos te sienta rebién.<br />
Los primeros días sin poder entrar al otro lado de la<br />
casa transcurrieron con total normalidad. Tan solo echábamos<br />
en falta la cocina, sobre todo porque nos encantaba tomar el<br />
mate bien caliente, pero pronto nos acostumbramos a comer<br />
cosas frías: latitas de sardinas, frutos secos o chocolatinas<br />
cadbury, que yo compraba a diario en una tiendita que<br />
quedaba a dos cuadras de la casa. Siempre que volvía de la<br />
compra, que normalmente hacía por las mañanas, Maite me<br />
mostraba ansiosa algún nuevo descubrimiento: un ajolote,<br />
un gorrito peruano, un pulóver, un casoar, etc. Los objetos<br />
encontrados me vivificaban el ánimo y tras soltar las compras<br />
de la tiendita corría a los anaqueles en búsqueda de nuevos<br />
fragmentos en los márgenes de los libros, que después recitaba<br />
a Maite durante el almuerzo:<br />
—Mirá, May, esto lo encontré en el margen inferior<br />
de la página veintitrés de… —le di la vuelta al libro para ver el<br />
título— de Historia de cronopios y famas. Escuchá: Los cronopios<br />
casi nunca tienen amantes, pero pagan a las tremenditas para<br />
apaciguar sus miedos. Las tremenditas sin embargo son amantes<br />
de los famas, aunque se pasan la vida anhelando tener una casita<br />
y un jardín con las esperanzas. Las tremenditas tararean tangos<br />
en las aceras y suelen tener la piel morena del reflejo de la luna,