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»Entonces ella corrió a escon<strong>de</strong>rse entre las <strong>de</strong>más<br />
mujeres.<br />
»Mi hermana Sixtina, por si no lo sabes, murió cuando yo<br />
tenía doce años. Era la mayor. Y en mi casa fuimos<br />
dieciséis <strong>de</strong> familia, así que hazte el cálculo <strong>de</strong>l tiempo que<br />
lleva muerta. Y mírala ahora, todavía vagando por este<br />
mundo. Así que no te asustes si oyes ecos más recientes,<br />
Juan Preciado.<br />
—¿También a usted le avisó mi madre que yo vendría? —le<br />
pregunté.<br />
—No. Y a propósito, ¿qué es <strong>de</strong> tu madre?<br />
—Murió —dije.<br />
—¿Ya murió? ¿Y <strong>de</strong> qué?<br />
—No supe <strong>de</strong> qué. Tal vez <strong>de</strong> tristeza. Suspiraba mucho.<br />
—Eso es malo. Cada suspiro es como un sorbo <strong>de</strong> vida <strong>de</strong>l<br />
que uno se <strong>de</strong>shace. ¿De modo que murió?<br />
—Sí. Quizá usted <strong>de</strong>bió saberlo.<br />
—¿Y por qué iba a saberlo? Hace muchos años que no sé<br />
nada.<br />
—Entonces ¿cómo es que dio usted conmigo?<br />
—…<br />
—¿Está usted viva, Damiana? ¡Dígame, Damiana!<br />
Y me encontré <strong>de</strong> pronto solo en aquellas calles vacías. Las<br />
ventanas <strong>de</strong> las casas abiertas al cielo, <strong>de</strong>jando asomar las<br />
varas correosas <strong>de</strong> la yerba. Bardas <strong>de</strong>scarapeladas que<br />
enseñaban sus adobes revenidos.<br />
—¡Damiana! —grité—. ¡Damiana Cisneros!<br />
Me contestó el eco: «¡… ana… neros…! ¡… ana… neros…!».<br />
Oí que ladraban los perros, como si yo los hubiera<br />
<strong>de</strong>spertado. Vi un hombre cruzar la calle:<br />
—¡Ey, tú! —llamé.<br />
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