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No quería <strong>de</strong>cir eso: pero le salió la pregunta por<br />
costumbre.<br />
—Ya hasta perdí la cuenta. Fueron retemuchas.<br />
—¿Qué quieres que haga contigo, Dorotea? Júzgate tú<br />
misma. Ve si tú pue<strong>de</strong>s perdonarte.<br />
—Yo no, padre. Pero usted sí pue<strong>de</strong>. Por eso vengo a verlo.<br />
—¿Cuántas veces viniste aquí a pedirme que te mandara al<br />
cielo cuando murieras? ¿Querías ver si allá encontrabas a tu<br />
hijo, no, Dorotea? Pues bien, no podrás ir ya más al cielo.<br />
Pero que Dios te perdone.<br />
—Gracias, padre.<br />
—Sí. Yo también te perdono en nombre <strong>de</strong> él. Pue<strong>de</strong>s irte.<br />
—¿No me <strong>de</strong>ja ninguna penitencia?<br />
—No la necesitas, Dorotea.<br />
—Gracias, padre.<br />
—Ve con Dios.<br />
Tocó con los nudillos la ventanilla <strong>de</strong>l confesionario para<br />
llamar a otra <strong>de</strong> aquellas mujeres. Y mientras oía el Yo<br />
pecador su cabeza se dobló como si no pudiera sostenerse<br />
en alto. Luego vino aquel mareo, aquella confusión, el irse<br />
diluyendo como en agua espesa, y el girar <strong>de</strong> luces; la luz<br />
entera <strong>de</strong>l día que se <strong>de</strong>sbarataba haciéndose añicos; y ese<br />
sabor a sangre en la lengua. El Yo pecador se oía más<br />
fuerte, repetido, y <strong>de</strong>spués terminaban: «por los siglos <strong>de</strong><br />
los siglos, amén», «por los siglos <strong>de</strong> los siglos, amén», «por<br />
los siglos…».<br />
—Ya calla —dijo—. ¿Cuánto hace que no te confiesas?<br />
—Dos días, padre.<br />
Allí estaba otra vez. Como si lo ro<strong>de</strong>ara la <strong>de</strong>sventura.<br />
«¿Qué haces aquí? —pensó—. Descansa. Vete a <strong>de</strong>scansar.<br />
Estás muy cansado».<br />
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