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EL VIENTO DE MIS VELAS -JUAN JOSE PICOS--2

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Era encomiable la ética con la que don Tonecho acometía un oficio como el<br />

suyo, tan azaroso en beneficios y castigos. Ya quisieran muchos usureros y<br />

arrendadores comportarse de un modo tan noble, inmisericordes al desahuciar al<br />

primer desgraciado que no puede afrontar un pago.<br />

No se imaginan sus mercedes a cuántos paisanos míos pusieron de patitas en<br />

la calle cuando los burgueses acudieron al reclamo del comercio libre con las Indias<br />

y pedían casas a gritos; gritos de sus picapleitos y procuradores, que son gritos<br />

peores por ser ladridos de hiena. Les hablaré de tales injusticias con largura; porque<br />

eso fue, y no otra cosa, lo que me empujó a buscar refugio en la más extensa de las<br />

patrias: el mar. La única que considero mía y bajo cuya bandera, tejida con<br />

temporales y calmas chichas, me he amparado.<br />

Pero a lo que iba. Les hablaré de un día de mediados de primavera, de esos<br />

que nos cogen a traición a los de Coruña, encogidos aún en los capotes —el que lo<br />

tenga— y arrimando las posaderas a las hogueras de las plazas. Ver el sol, camafeo<br />

sobre raso celeste, ya era un milagro; y que, a mayores, lo templase a uno, era como<br />

disfrutar de Dios en toda su Gloria. Cuántas almas se han condenado en los<br />

inviernos y, más aún, en los veranos de La Coruña por desear que los fuegos del<br />

Infierno secaran de una vez el aire, ya que el Cielo no lo hacía. Por eso, el que más y<br />

el que menos venteaba incrédulo aquella mañana de abril, por si se olfateaba el<br />

suroeste destemplado, que trae las fiebres pútridas.<br />

—Al que se fía y se destapa, el enterrador le clava la tapa.<br />

Con tal enjundia se expresaba mi escolta, un rapaz escurrido que cargaba con<br />

la empanada regimental de raxo que le había comprado yo a mi padre. Y la llamo<br />

regimental porque era tan grande como un Campo de Marte; pueden creer sus<br />

mercedes que no menos paradas y maniobras de artillería se hubieran podido<br />

desplegar sobre su corteza barnizada. El porteador perdía el resuello, soplando y<br />

resoplando para espantar a los enjambres de moscas atraídos por el aroma y el<br />

brillo de la vianda.<br />

El mocito, de apodo Morceguiño —por llevar siempre los ojos entornados y<br />

haber nacido orejón—, tenía un año menos que yo, que por entonces frisaba los<br />

catorce. Lo que a mí me sobraba de largo de magín, lo tenía él de corto de vista, por<br />

eso lo empleaba de fámulo más que de compinche. Por eso y porque yo me había<br />

convertido, sin saberlo aún, en un petulante de tomo y lomo; un pisaverde de<br />

baratillo que, cada vez que salía a la calle, se ponía la marca a sí mismo, sin<br />

necesidad de verdugo ni de hierros candentes.

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