EL VIENTO DE MIS VELAS -JUAN JOSE PICOS--2
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Muchos años y lecturas después, encontré un argumento que hubiera desbaratado<br />
los de mi maestro. Feijoo no creería en duendes, pero sí creía en el hombre anfibio<br />
de Liérganes. No sé qué es peor.<br />
Mientras viví con el librero, dormí como un San Alejo, debajo de una escalera.<br />
La del santo lo llevaría, digo yo, a la diestra de Dios; la mía a ninguna parte. Los<br />
peldaños, tenía trece, morían en un paso tapiado, teñido con un feo abismo de<br />
humedad. Desazonaba mirarlo: parecía la entrada a una cueva, o las fauces de un<br />
monstruo sin ojos, como las bocas de unas figuras que vi una vez en la selva de<br />
Bomarzo.<br />
El arrendador del casón, un castellano nuevo que respondía a la gracia de<br />
Serafín de Guindos, había hecho de los cuartos mitades y de las mitades cuartos,<br />
sacándole al edificio todas las rentas que pudo y a los inquilinos la sangre. En su día,<br />
la librería fue recibidor, y la escalera, el camino para subir a las recámaras. En las<br />
otras plantas vivían con justeza tres familias y un escribano de Tuy. Don Gaspar se<br />
pasaba el día en el negocio y dormía en la guardilla, un chiribitil que parecía una<br />
esponja en un charco.<br />
El ama que nos cuidaba, que zurcía las medias del viejo y las culeras de mis<br />
calzones, y que nos preparaba caldos de gallina en invierno y limonada en verano,<br />
se llamaba Gumersinda. Don Gaspar le tenía mucho aprecio porque, decía él, su<br />
piel le recordaba un pergamino viejo. Nunca tuvo esposo, pero siempre vistió de<br />
negro, como si hubiera nacido viuda. No de otro color era la cinta de su sancosmeiro,<br />
tan viejo y desvencijado que ya no tenía el color de la paja, sino el de la ceniza<br />
mojada. Lo más blanco en ella era el fondo de sus ojos; y, asómbrense, su dentadura,<br />
sana y asaz entera, puede que por ser curandera. Del cuello le colgaban cousas boas:<br />
cruces de Caravaca, Agnus Dei, beizons de San Francisco y un rosario de semillas<br />
negras. De sus muñecas pendían saquitos con polvo de cuerno de alicorno, y las<br />
adornaba con pulseras de cuero, festoneadas con bezoares y figas de Compostela.<br />
Lo primero que hacía al llegar a la librería era enfrentarse con la escalera<br />
inútil, como barriga de muller solteira, decía ella, que nunca tuvo hijos. Después se<br />
arrodillaba en el primer escalón, miraba la boca negra y se santiguaba al revés<br />
nueve veces.<br />
—Os que non poden subir, laianse botados nos chanzos, como os cans do<br />
Demo. ¿Non os oie, don Gaspariño? —advertía ella con voz cavernosa.<br />
—¡Vou sordo, dona! Como unha pedra —y me guiñaba un ojo.