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EL VIENTO DE MIS VELAS -JUAN JOSE PICOS--2

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Lástima que, el mismo día que desterraban a la Compañía de Jesús de los<br />

reinos y virreinatos de España, Dios eligiera llamar a su vera a Mariquita<br />

Ladvenant, la tonadillera más famosa del siglo, la del ciento de vestidos y el millar<br />

de amantes. No estaba yo en Madrid, pero podría jurarles que hubo más cristianos<br />

acompañando su carroza fúnebre que despidiendo a los desterrados.<br />

Que nadie se dé a pensar que, por despreciar a los curas, fui yo alguna vez un<br />

ilustrado. ¡Lejos de mí esa manía! Y eso que coincido con la gente de las luces en el<br />

deseo de que mis coetáneos y las gentes venideras vivan con dignidad y felicidad; y<br />

que también comparto el impulso curioso de conocer este mundo vasto por el que<br />

desfilamos tan deprisa. Mi rechazo a las consignas del siglo en el que caí al nacer<br />

viene del odio a los bribones y a los imbéciles que se enrolan, unos por beneficio y<br />

otros por artificio, en los batallones de la nueva fe del Progreso. Y que se otorgan<br />

patente para dictar a los demás el modo en el que se ha de pensar y vivir, tal y como<br />

un lindo a sueldo instruye a un nuevo rico en el arte de empolvarse la peluca.<br />

También tiene que ver en lo anterior que no fuera yo de esos niños que<br />

apuntan con su interés a un solo blanco; pensar mucho rato en lo mismo me<br />

levantaba migrañas. Aún me pasa. Además, cuando se me pone, soy rígido como<br />

vara de alcalde: si decido que algo no me gusta, pues no me gusta, y hasta esa linde<br />

el buey. Y coincide que los filósofos —jardineros y alcahuetes de las ideas<br />

progresistas— se cuentan, desde luego, entre las antipatías que nacieron en mí casi<br />

a la vez que mi entendimiento. Y no por la aridez y soberbia de ellos, sino por mi<br />

necedad, claro.<br />

Mi maestro, don Gaspar, era curioso como un hurón y tan permeable como<br />

nuestra tierra gallega. Por temperamento y oficio, se empapaba con las teorías y<br />

descubrimientos que nacían como hongos en el tronco añoso de Europa. Y se le<br />

metió entre ceja y ceja cebar con filosofías a su díscolo aprendiz, tal y como se ceba<br />

con maíz, castaña y huevo un capón de Villalba. Pero mientras que la suya era una<br />

curiosidad de miope, de anteojos y trastienda, la mía era de catalejo y de brisas de<br />

mar, poco inclinada al abrigo del gallinero.<br />

Esa mala disposición que yo mostraba al trivium et cuadrivium tuvo la culpa<br />

de que, cuando el librero se prestó a echar semillas en el eriazo de mi caletre, yo<br />

hiciera burla de los nombres de los más insignes sofistas. Aún hoy, pasados los años,<br />

me gusta escandalizar a los amigos de los filósofos llamando hijo de perra a don<br />

Emmanuel. ¿O no es Can su apellido? Pero, por entonces, desarmaba la paciencia de<br />

mi maestro preguntándole con aire estúpido cómo un ginebrino podía ser, a la vez,<br />

Ruso, salvo que los cosacos ya hubieran metido los cascos de sus caballos en los

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