EL VIENTO DE MIS VELAS -JUAN JOSE PICOS--2
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alrededor, donde los frailes las dejaban entrar a ellas, a sus fámulos y azafatas, a sus<br />
perrillos, al chocolate y al propio Moctezuma si hubiere pasado por la puerta. Ya<br />
sabrán ustedes, y si no se lo digo yo, que los frades oran con la derecha y destilan<br />
con la izquierda. Y así elaboran cervezas con más alimento que la leche de Amaltea<br />
y aguardientes tan poderosos que moverían a Sileno a buscar la sobriedad. Y es que<br />
no hacen ascos los frailes a los pecadillos del paladar.<br />
—¿Cómo se puede consentir —despotricaba el obispo aquel— que ese<br />
mejunje lúbrico, untuoso y pardo como un idólatra tome las iglesias como tomaron<br />
los mercaderes las escaleras del templo? ¿Permitirá la Cristiandad que consiga el<br />
cacao lo que no pudieron ni césares, ni califas, ni luteranos? ¿Acaso beber una taza<br />
de chocolate en viernes no es lo mismo que embucharse una libra de chicharrones?<br />
Tomado por la furia —santa y justa, claro—, reforzada por la desleal<br />
competencia de los frailes, el obispo de Chiapas amenazó con excomulgarlos a<br />
todos. Pero sus amenazas se disolvieron en el aire como se disuelve el cacao en agua<br />
caliente. Dicen que una damita chiapeña envió al prelado a la portería de San Pedro<br />
vertiendo veneno en una jícara chocolatera; y es que el hombre lo prohibía en la<br />
Casa de Dios, pero en la suya no. De ahí que hoy digamos, cuando alguien muere<br />
envenenado, que le han dado jicarazo.<br />
De más está que les aclare que se formó la de Dios es Cristo. Así que allá fue<br />
de nuevo la Cristiandad a enredarse en bizantinadas. Por entonces, el Mundo<br />
estaba a un paso de abandonar su trono en el centro del Universo para vagar como<br />
un arrastracueros celeste por los arrabales del Sol; la Tierra se hacía más ancha,<br />
sumando naciones y razas, y más honda, gracias a las lentes que descubrían los<br />
corpúsculos invisibles; el Becerro de Oro y la Diosa Razón le daban codazos y<br />
puntapiés a Dios para botarlo de su pedestal. Y ante ese advenimiento del<br />
Armagedón, las mejores cabezas de Roma, Salamanca y La Sorbona discutían por el<br />
capricho de unas damiselas. Llevan siglos queriendo obligar al Orbe entero a beber<br />
la sangre de un judío y a comer su carne, como si fuéramos caníbales con chorreras,<br />
y no nos dejaban beber chocolate. También le pasó al café, les diré, pues lo acusaron<br />
de ser bebida de mahometanos y —¡Créanme!— recreo de sodomitas. El Cristo y su<br />
madre ascenderían con levedad a los Cielos —y todos los santos y mártires con<br />
ellos—, pero sus vicarios tenían las alas de plomo.<br />
Menos mal que, a la postre, llegó un tal cardenal Brancaccio y soltó un<br />
latinajo: Liquidum non frangit jejunum. «Beban chocolate, ¡qué diantre! Pero no lo<br />
mezclen las buenas católicas con leche, sino con agua». Eso era, más o menos, lo que<br />
el purpúreo quería decir. Y así quedaron las cosas. También el café pasó la prueba,