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EL VIENTO DE MIS VELAS -JUAN JOSE PICOS--2

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tafetán y abierto el chaleco; había en él más filigrana de plata que en el taller de un<br />

joyero, y más redecillas y madroños que en una ventilla de Hortaleza. No se<br />

acordaba de mí, pero yo me acordaba de él.<br />

Su cortejo le hacía el contrapunto, pues eran todos fantoches a la moda. Se<br />

presentaban remachados con un sinfín de botones dorados, encorvados por el peso<br />

de los calabrotes de oro; de ellos pendían monóculos, relojes a pares, cajitas de<br />

tabaco y mondadientes de plata. Algunos iban encajados en casacas tan ceñidas que<br />

abotonarlas hubiera sido el decimotercer trabajo de Hércules. Los zapatos eran de<br />

chúpeme su merced la punta, adornados con hebillas como mi puño. Y las pelucas se<br />

me antojaban pulgatorios, triste paraje donde los picotazos de los bichos lo purgan a<br />

uno de sus pecados. No les extrañe que las chinches hubieran hecho nido en ellas; al<br />

fin y al cabo, sus dueños venían de los tugurios más abyectos del arrabal de Santa<br />

Lucía.<br />

De entre todos, me llevaban al colmo de la repulsión un par de muñecos con<br />

más dijes que una gitana. Me miraban con gesto vicioso, con el semblante ajado,<br />

imposible de disimular bajo las muchas manos de polvos y coloretes. Se diría que<br />

no atendía su tocador un peluquero, sino una cuadrilla de albañiles que les<br />

enjalbegaba los caretos. No eran mucho mayores que yo y, sin embargo, parecían<br />

bujarronas. Pero lo despreciable no era eso, sino que fueran embutidos en sendos<br />

calzones del color de la piel, tan lejanos de la noción de pudor como Málaga lo está<br />

de Malaca.<br />

La fantasía de comerme una salamandra se me hace menos repulsiva que la<br />

visión de un mozo criado entre algodones y metido luego a rufián de opereta o a<br />

galancito de burdel. Nunca se les va el tufo de su crianza consentida, por mucho<br />

que se bañen en tabacos, valdepeñas y putas. ¡Qué gusto debe dar lanzarse ufano a<br />

la arena del crimen cuando las monedas de padre sirven de rodela y sus abogados<br />

de estoque! Por eso no me duele el dinero que a tales memos les sisan los tahúres, ni<br />

los costurones que se llevan por decir esta boca es mía.<br />

Discúlpenme sus mercedes, pero aborrezco esa moda del siglo ilustrado<br />

según la cual los hijos de las buenas familias se disfrazaban de maleantes o de<br />

mariposas atontadas, incapaces, en ambos casos, de comportarse como varones<br />

ciertos. Y soporto aún menos su colección de mohines de mico y su fábrica de<br />

pucheros, que ojalá fuesen de barro y no de histeria pueril.<br />

Aquella recua, de la que Agustín parecía el arriero, estaba, a hora tan<br />

avanzada del día, jugando. Pero a un juego bien particular, como el patio de aquella

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