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EL VIENTO DE MIS VELAS -JUAN JOSE PICOS--2

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haberlo tenido, nos lo hubiéramos comido. O él a nosotros. Ya les hablaré de la<br />

hambruna que pasamos en Coruña un invierno que se pudrió el trigo.<br />

Cuando no cogía el sueño, me deleitaba con un placer morboso. Movido por<br />

el frío y el miedo a lo que pudiera flotar en la escalera, me echaba las mantas encima<br />

sin dejar fuera ni un cabello. Pero, cada tanto, sacaba la cabeza, ojeaba la oscuridad<br />

y me escondía otra vez. Si una mala noche me hubiese encontrado una compaña de<br />

espectros ante mí, no sé qué hubiera sido mayor, si el pavor a los aparecidos o la<br />

emoción de haberlos cazado acechando mi vigilia.<br />

Al recordarme la vejiga las necesidades perentorias del cuerpo, los miedos se<br />

rendían a la incontinencia. Castañeteando de frío, saltaba del camastro, empuñaba<br />

la bacinilla y me aliviaba. Pero meaba lo más quedito posible, para no despertar a<br />

los fantasmas con el ruido del chorro. El alivio me traía otra vez el miedo a la<br />

penumbra y a los libros, que parecían palpitar sobre los mesones. Miraba entonces<br />

por encima del hombro con los ojos entrecerrados, imaginando que las sombras se<br />

despegaban de las paredes y que las tapas de los volúmenes, como lápidas de un<br />

cementerio, se alzaban para dejar salir a las ficciones que habitaban en sus páginas.<br />

Tras el chorrillo postrero, y sin sacudirme la gota de Nerón, saltaba de nuevo al catre,<br />

entraba en la topera de la zamorana y me encogía como una cochinilla.<br />

¡Qué magníficos son algunos miedos de la infancia, que se conjuran con un<br />

embozo y una risilla nerviosa, mitad temor y mitad excitación! Llegan con el deseo<br />

muy hondo de que las fantasías, aun la más lóbrega, se hagan realidad una pizca. Al<br />

contrario que los miedos de la edad madura, que nos hacen sentir las sábanas como<br />

una red y nos empujan a dar vueltas en ellas como atún en almadraba.<br />

La culpa de mis quimeras la tenía el ama Gumersinda, que le llenaba el<br />

caletre de cuentos a uno que nació con el gusto por ellos. En eso fue más poderosa<br />

que don Gaspar y su legión de humanistas. El ama vino al mundo en el lugar de San<br />

Nicolás de Cines, muy cerca de las ruinas de una rectoral, donde cuentan que hubo<br />

un monasterio de hombres y mujeres juntos. La vieja me decía que allí se gozó a<br />

diario, y no por encontrarse monjes y monjas en gracia de Dios, sino en la del<br />

mismísimo Furfur, el Gran Conde de los Infiernos que causa el desenfreno entre<br />

hombres y mujeres. Aún puede verse, entre las ruinas, un corro de piedras<br />

abolladas, alguna quebrada: fueron el asiento triste de los ángeles de la guarda de<br />

quienes vivían allí. Negrísimos conjuros los expulsaban del cenobio al anochecer,<br />

anegándolos en un llanto sin consuelo. Tanta era su pena, y tan agotador el llanto,<br />

que terminaban sentados en las piedras hasta que las estropeaban con su peso<br />

colosal y con la pesadumbre que los embargaba, incapaces de cumplir con el deber

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