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EL VIENTO DE MIS VELAS -JUAN JOSE PICOS--2

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De eso hace ya más años de los que me gustaría ir cumpliendo y, sin embargo,<br />

aún son novedad en Coruña los talleres de imprenta. Y todo por la tozuda<br />

resistencia del regimiento de covachuelistas que se hizo fuerte tras un baluarte de<br />

mamotretos. Libraban pliegos y legajos según su conveniencia, con arreglo a las<br />

simpatías que despertaran en ellos capitanes generales, intendentes, jueces y<br />

auditores, y conforme a lo poco que los molestasen, o al grosor de la tajada que<br />

sacaren.<br />

Y, a todo esto, ¿qué hizo aquel buen hombre, impresor fallido, cuando se<br />

cansó de chupar agua por carreteras, trochas y corredoiras y de moquear, de castañas<br />

a panes, a lomos de un mulo? Yo creo que le dieron unas tercianas muy severas que<br />

le dejaron el caletre tan firme como la crema de Chantilly. Lo digo porque<br />

abandonó su oficio y se metió a librero. Si Prometeo, encadenado en el Cáucaso,<br />

hubiere tenido la ocurrencia de cambiarse, creyendo que mejoraba, por el Cristo<br />

crucificado, no lo habría hecho peor que mi maestro.<br />

Ya me explico, ya. Pero daré principio a mi explicación regalándoles un<br />

consejo: no presten atención a tanta fanfarria como se oye, según la cual, los<br />

impresores de Europa entera no daban abasto para satisfacer el ansia de leer de los<br />

ilustrados de Coruña. Se lo puedo adornar a sus mercedes si lo quieren envuelto en<br />

indianas, pero también se lo puedo decir alto y claro: mentira. Y bien podre, que no<br />

hemos nacido todos en la casa Cornide.<br />

Es verdad que los burgueses del istmo de La Pescadería manejaban papel,<br />

pero mayormente timbrado: cédulas, diligencias, letras de cambio, pólizas, pagarés,<br />

cartas de crédito, visados, escrituras, tasas y testamentos. De su lectura no sacaban<br />

más placer que el del mucho caudal, ni más llanto que el de la ruina. Si los<br />

mercaderes apenas podían atender a sus mujeres, como ya tendré ocasión de<br />

contarles, de qué modo habrían de robarle horas al día para hojear un tratado o una<br />

novela.<br />

En su covachita, don Gaspar vendía, más que nada —y con dolor de su<br />

corazón de hombre nuevo—, vidas de santos, devocionarios y sermones. Libros de<br />

piedad como ese que lleva el culterano título de Nada con voz y voz en ecos de nada, de<br />

fray Diego de la Madrid; o esotras lecturas agoreras, Gritos del Infierno para despertar<br />

al mundo y Gritos del purgatorio y medios para acallarlos, de un tal Boneta. No le<br />

faltaban, cuando le llegaban, las cartillas de la Catedral de Valladolid, herramientas<br />

para enseñar a leer y escribir a los párvulos. También ofrecía pliegos de cordel,<br />

aborrecidos por los ilustrados porque loan a bandidos justicieros, a contrabandistas<br />

temerarios y a mocitas en un tris de echarse a perder. De todo eso venían a comprar

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