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que lo habita. Cuerpo que lleva el sello de la cultura y la
sexualidad inconsciente de ese sujeto, cuyos pareceres han
sido sobredeterminados por la red histórico-social que lo
sujeta. Cuerpo totalizado por la mirada de la madre y a la
vez despedazado por las pulsiones parciales que lo habitan.
Pulsiones que no son orgánicas, no son instinto.
Pulsiones erógenas que lejos de nacer del mapa orgánico
que nos traza la biología, emanan de los trazos que sobre
nuestra carne han dejado los otros, nuestros semejantes.
Ellos, con sus miradas, sus caricias y sobre todo sus palabras,
han trazado sobre nuestra carne otro cuerpo, que
se rige por las leyes inconscientes de cada paciente, y que
hace de cada sujeto un mapa singular y único. El cuerpo
del psicoanálisis es el cuerpo erógeno.
Hasta aquí puede parecer que la diferencia entre ambos
cuerpos, el orgánico y el erógeno, no sea razón de conflicto
para muchos clínicos. Sin embargo, el problema radica
en que ambos cuerpos habitan la misma carne. Son dos
cuerpos para una carne. De ahí que esta carne se convierta
a veces en un campo de disputa entre las dos prácticas que
le incumben.
Médicos y psicoanalistas tienden, a veces, a desconocer y
negar la presencia del otro cuerpo, oponiendo y absolutizando
el saber de uno en desmedro del otro. Por esta vía,
la intolerancia profesional transforma la necesidad de un
encuentro, en una exclusión que en todos los casos resulta
en sufrimiento para el paciente. Ese ser que nos trae su
carne sufriente, doliente, desgarrada, y que tiene derecho
a ser reconocido en sus dos cuerpos por los dos saberes
que la medicina, por un lado, y el psicoanálisis, por otro, son
capaces de brindarle.
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