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Desde Sicilia, es decir, desde aquel mismo lugar donde Jasón hizo construir sus
naves, vendrá un espantoso y súbito diluvio del que nadie podrá escapar. El terrible
cataclismo hinchará hasta tal exceso las alborotadas aguas del mar que éstas llegarán a
sumergir toda la parte meridional de la península italiana y la furia de los desatados
elementos sólo se detendrá al pie de las colinas donde están los restos del teatro
romano de Fiesole, en Toscana.
En este punto, la profecía de Nostradamus sobre el futuro que nos aguarda parece
decir que el mal triunfará inconteniblemente sobre la tierra; por fortuna no será así
porque será de escasa duración su apoteosis. Se vislumbra ya la última y definitiva
lucha entre los hijos de las tinieblas, mandados por el Anticristo y los hijos de la Luz,
guiados por el Mesías.
El triunfo de la Gran Verdad
Dice Nostradamus que cuando el sol llegue al 20° del Toro, es decir, el día once de
mayo, la Tierra temblará y tragará a todos los espectadores; mientras tanto el aire se
oscurecerá y caerán sobre la Tierra las más densas tinieblas y Dios, con sus legiones de
ángeles y de santos, arrollará y arrumbará totalmente a la demoníaca criatura que
había querido escalar el cielo. Acometido y atacado por el rayo celeste, el Anticristo se
desplomará en la arena a incapaz de llevar a cabo las maravillas de las que había osado
resumir, se abismará en las entrañas de la tierra, vencido y derrotado. La justicia de
Dios se abatirá entonces sobre los secuaces de Satanás y causará entre los hombres
una terrible carnicería. De esta manera el gran nieto, es decir, el Anticristo descendiente
de Satanás, será constreñido a dejar la Tierra para nunca jamás volver a ella.
Entonces triunfará María, Madre de Dios (a la que Nostradamus indica como una
curiosa perífrasis, siendo «maría» el plural del nombre latino «mare»), de la cual se ha
dicho que «las puertas del Infierno no prevalecerán contra ella».
El Anticristo, descendiente de la tribu (o califato) de Dan y su inspirador, Satanás,
temblarán ante el juicio que les espera.
Nostradamus ratifica y sanciona la fecha dé cuando va a suceder todo esto:
transcurridos veinte años santos o jubilares, lo cual equivale a decir después de veinte
siglos de la fundación de la Iglesia (indicada por el vidente, como de costumbre, con el
nombre de Luna, ya que Cristo es el verdadero Sol que ilumina con su luz a la Iglesia,
como el caso de nuestro satélite), o sea en el año siete mil del calendario judío,
calculado a partir de la expulsión de Adán y Eva del paraíso. Aquel año, otro retendrá la
monarquía; lo cual significa que el sol dejará de iluminar a la Tierra; mi profecía
entonces -añade Nostradamus- se habrá cumplido.
En aquel período próximo al acabamiento del segundo milenio, los muertos que
estarán en sus tumbas se presentarán de nuevo ante la presencia de Dios y las
espantosas hecatombes que tanto habrán afligido y atormentado al mundo aparecerán
como uno de los medios purificadores de los que Dios se ha valido para realizar sus
propios designios y no ya como una tragedia de la Humanidad, salvada y redimida.
Un gran juez juzgará los tiempos pasados, lo mismo que el presente, y pronunciará su
sentencia para los vivos y para los muertos, y todos aquellos que no comprendieron la
palabra de Dios serán por Él repudiados.
Finalmente Nostradamus, después de precisar que, conscientes de lo que les aguarda,
los hombres considerarán. el día de su muerte no ya como algo triste, sino como un
momento de gran regocijo y como un nacimiento a la vida espiritual, concluye diciendo
que el Espíritu Santo llenará de gozo y de felicidad a aquellas almas que, por la victoria
tan meritoriamente alcanzada, tendrán derecho a contemplar en toda su plenitud el
esplendor del Verbo.