El sábado a las cuatro y media sonó el timbre. Di un buen brinco del sofá, porqueaún faltaba un rato para que llegara Keiko (según mis cálculos). Acababa deducharme, pero todavía no me había peinado. Mis pelos recordaban a los de unamofeta cabreada. Me puse un poco de colonia y me los aplasté a toda prisa mientrasbajaba la escalera. Estiré la espalda (como siempre me dice mi padre), metí tripa ypuse mi sonrisa más encantadora.Al otro lado estaba Álvaro.—¡Vaya! —gritó, en tono de burla—, ¡qué guapo estás, cariño!Intenté disimular, pero por algo Álvaro es mi mejor amigo: me notó que pasabaalgo raro.—¿Habíamos quedado hoy? —pregunté.—Para ir al cine. Hace más de una semana. Aquí tengo las entradas —me enseñólas entradas en la pantalla de su móvil—. Pero si estorbo, me piro.—¡No, no, no! —salté—. No te vayas.Álvaro puso una de sus voces teatrales para decir:—Confiesa, traidor, ¿a quién estás esperando?—A mi compañera de clases de piano.—¡Ah! —alegró la expresión—. ¡Interesante! ¿La japonesa? ¿Esa que, según tú,está tan buena?Álvaro a veces se parece a mi padre en lo bruto y lo ordinario.—¿A qué hora comienza la película? —pregunté, cada vez más desanimado.—Dentro de una hora. Pero tenemos que comprar las palomitas, la bebida, laschocolatinas, las nubes, las gominolas, las…—Sí, sí, sí, de acuerdo —comprendí que tenía que tomar una decisión—. Muybien. Haremos una cosa. Esperamos a que llegue Keiko, la saludamos, le enseñodónde está el piano y nos largamos, ¿vale?Álvaro se encogió de hombros. «Posvale», dijo.A las cinco menos cinco en punto volvió a sonar el timbre. Os ahorro todos losmovimientos que he descrito antes, porque los repetí todos (incluso me puse coloniaotra vez). En la puerta estaban Keiko y Ángela. La madre sonreía, Keiko estaba tanseria como de costumbre.—¿Puedo hablar un momento con tu madre? —preguntó Ángela.Llamé a mamá. Los cónclaves de madres no me interesan en absoluto, así que medespedí educadamente y le dije a Keiko que viniera conmigo, que iba a presentarle alseñor Zimmermann.Al llegar al piano, encontramos a Álvaro sentado ante las teclas, mirándolas comosi no hubiera visto un piano en su vida.—Este es Álvaro, mi mejor amigo —les presenté—. Ella es Keiko.—… que en japonés significa «niña feliz» —dijo mi amigo.—¿Y eso cómo lo sabes? —pregunté.Página 24
—Existe Google —sonrió, socarrón, antes de estrechar la mano que ella le tendíay añadir, impostando la voz como un aristócrata de película—: Enchanté,mademoiselle.Keiko soltó una risita y bajó la mirada, y creo que por primera vez en mi vidatuve envidia de mi mejor amigo. Pensé que lo mejor era largarse al cine antes de quelas cosas empeoraran. Le expliqué a Keiko que la dejaba a solas porque no queríaincordiarla y me largué de allí maldiciendo mi mala memoria y mi mala suerte.Página 25