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No lo sabía. Lo encontré muy razonable. También en esto me pareció que la
cultura japonesa nos daba unas cuantas vueltas. Nadie debería beber. Nunca.
Comencé a sudar.
Alguien del equipo dijo:
—Deberíamos llevarle a casa de alguien y darle una ducha fría.
—¡Qué dices, loco! Lo que hay que hacer es dejarle tranquilo hasta que se le pase
la borrachera —dijo otro, que hablaba como si fuera un experto.
Y un tercero:
—¿Y si le damos algo de comer?
Hice un gesto con la mano que significaba: «Dejadme todos en paz». Había
comenzado a temblar. En ese momento sentí un pinchazo de dolor en el estómago que
me forzó a doblarme hacia delante. Vomité de golpe, a chorro. Le ensucié los zapatos
a Keiko, a pesar de que ella fue rápida y dio un saltito hacia atrás.
—Pobrecito —le oí decir—. Te ha sentado fatal.
Entre el dolor y los estertores de la vomitona distinguí junto a los zapatos
manchados de Keiko las zapatillas deportivas de Pedro, y escuché su voz que decía:
—Última oportunidad, Keiko. Tienes que elegir entre ese o yo. O entro sin ti.
Incluso en aquel estado tan lamentable en el que me encontraba fui capaz de
pensar algunas cosas con lucidez. 1) Que no quería que Keiko se quedara conmigo
por lástima. 2) Que iba a ahorrarle el mal trago de tener que elegir entre las amenazas
del Señor Musculitos y la vomitona del Señor Pringado.
Me levanté como pude y traté de fingir que todo iba bien. No fue fácil. De pronto,
tenía mucho frío. Decir que me encontraba fatal no basta. No hay una palabra lo
suficientemente horrible para describir cómo me encontraba. Me sequé las babas con
la manga de la chaqueta. Me dio asco mi propio hedor. Conseguí decir:
—Ya me encuentro mucho mejor, Keiko. Me voy a casa. Diviértete con tu novio.
Keiko vaciló. Me miró con cara de pena.
—¿Seguro?
—Claro —eché a andar en dirección a la parada del autobús. Lo suficiente para
ver que sus zapatos sucios se alejaban y que Pedro le agarraba la mano. A su lado
iban los tres o cuatro tíos del equipo que un momento antes jugaban a salvarme la
vida. Me habían dejado solo.
Por supuesto, no llegué a la parada. Intenté darle una patada a un árbol, pero me
fallaron las piernas. Me desplomé de bruces en el suelo. Como pude, conseguí
sentarme y apoyar la espalda en el árbol. Intenté mirar en la pantalla de mi cámara la
escena que acababa de grabar Keiko. No me pude fijar mucho, pero me dio la
impresión de que molaba. Comencé a tiritar mucho y a sentir mucho frío, y eso sí me
pareció raro. Me subí las solapas del abrigo, me puse los guantes, el gorro, me tapé
con las cajas de cartón vacías. Unos tíos que pasaban me miraron y dijeron: «Pobre
tío, se va a congelar». Y otro contestó: «Igual no tiene adónde ir». Y un tercero:
«Pues que busque un cajero». Me sentí fatal. Cerré los ojos. Estaba tan mal que
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