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Parte de ese grupo de mujeres eran mujeres
afroamericanas y sus dificultades eran dobles.
Luchaban por sus derechos civiles en una sociedad
racista y, a la vez, como el resto de las mujeres, por
abrirse paso en un mundo de hombres. La única
superviviente del trío protagonista, Katherine
Johnson (nacida en 1918) fue un prodigio de las
matemáticas desde su infancia y tuvo un papel
decisivo en las misiones Mercury y Apolo 11. En
2015, Obama le concedió la Medalla Presidencial
de la Libertad. Johnson realizó con gran precisión
lo que a los ingenieros de la NASA se les resistía:
los cálculos de las trayectorias de las naves
espaciales. John Glenn, el primer astronauta
El «eclipse» de estas astrónomas no es un
hecho aislado. El trabajo científico de las mujeres
sigue siendo discriminado. No hay más que echar
un vistazo a los Nobel. De los casi seiscientos
científicos distinguidos por la Academia Sueca,
sólo 17 son mujeres. Un exiguo 3 por 100. Marie
Curie fue la primera mujer que resquebrajó ese
«techo de cristal». Eso sí, previa amenaza de su
marido, Pierre, de rechazar el galardón si no
reconocían el trabajo de Marie sobre la
americano en órbita, se fiaba más de ella que de los
nuevos IBM. Sin embargo, el nombre de esta y
otras matemáticas ha permanecido eclipsado.
Su historia fue sacada a la luz por Margot Lee
Shetterly, hija de un ingeniero de la NASA, en el
libro del mismo título, Figuras ocultas. El guion fue
adquirido para el cine antes de su publicación.
Este no es el único caso de mujeres que hicieron
aportaciones cruciales para la ciencia y han pasado
inadvertidas.
Otro libro, El universo de cristal (Capitán Swing), de
la divulgadora científica estadounidense Dava
Sobel, nos acerca a otras «calculadoras», esta
vez de Harvard, un bastión masculino por
excelencia, donde mucho antes de la carrera
espacial, a finales del siglo XIX, fueron contratadas
para interpretar las observaciones que los
investigadores hacían cada noche al telescopio. En
ambos casos, eran mano de obra cualificada y más
barata.
Las fotografías del cielo nocturno eran
analizadas cada mañana por estas mujeres, que
determinaban la posición de las estrellas, su brillo
relativo o su composición química. Conocidas como
el «harén de Pickering», un famoso astrónomo
estadounidense, algunos de sus trabajos saltaron a
los titulares de la prensa, pero no sus nombres.
Curiosamente, este proyecto estaba financiado
por dos mujeres con gran interés por la
Astronomía, que invirtieron en él sus herencias:
Anna Palmer Draper y Catherine Wolfe Bruce. En
este grupo, Williamina Fleming, contratada
inicialmente como criada, identificó diez novas y
más de trescientas estrellas variables. Y Annie
Jump Cannon diseñó un sistema de clasificación
de las estrellas que aún sigue vigente.
radiactividad.
En otra onda
Pese a todo, el Nobel de Física logrado por Marie
Curie en 1903, y el de Química conseguido en
solitario en 1911, despertó vocaciones entre las
jóvenes de la época, destaca Carmen Magallón,
doctora en Física y directora de la Fundación de
Investigación para la Paz. Especialista en la historia
de las mujeres en la Ciencia, es autora de varios
libros, entre ellos Pioneras españolas en las
ciencias. Las mujeres del Instituto Nacional de
Física y Química (CSIC), todo un clásico.
En España, a diferencia de lo que ocurría en otros
países, la ciencia no ocupaba un lugar
destacado. En 1882, año de arranque de El
universo de cristal, las innovadoras lámparas
incandescentes de Edison alumbraban las
mansiones más distinguidas de Estados Unidos.
Desde entonces, más de mil patentes del famoso
inventor han contribuido al mundo tecnológico
actual.
La Ciencia se convertía en el motor de la
economía en Estados Unidos mientras en
España estábamos en otra onda. A principios del
siglo XX, Unamuno y Ortega y Gasset se
enfrascaban en una agria discusión sobre la
importancia de la ciencia y la tecnología. «Que
inventen ellos», sostenía el primero: «Nosotros nos
aprovecharemos de sus invenciones (...). La luz
eléctrica alumbra aquí tan bien como allí donde se
inventó», añadía Unamuno en El pórtico del templo.
Al escritor bilbaíno se le escapaba, sin embargo,
el pequeño detalle de las muchas patentes
derivadas de los inventos, por las que luego hay
que pagar...