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EL NARRATORIO ANTOLOGIA LITERARIA DIGITAL NRO 78 AGOSTO 2022

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EL NARRATORIO

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EL NARRATORIO

ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL

AÑO 7 NRO 78 — Agosto 2022

ISSN

2591—3123

Edición y Diseño de tapa:

Renate Mörder

Imágenes:

Pixabay Freepik

PXHERE PEXELS

Copyright:

EL COPYRIGHT DE LOS CUENTOS PUBLICADOS PERTENECE A SUS

AUTORES, QUIENES RESPONDEN ACERCA DE LA AUTORÍA Y

ORIGINALIDAD DE LOS MISMOS.

Bajo Licencia Creative Commons Atribución—NoComercial—

SinDerivar 4.0 Internacional

Director y Propietario:

Federico A.Marongiu

Propiedad Intelectual:

N° de Registro 5.348.677

En la Web:

WWW.ELNARRATORIO.COM.AR

www.issuu.com/elnarratorio

E—mail:

elnarratorioblog@gmail.com

elnarratoriodigital@gmail.com

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ÍNDICE

ANGELITO LILIANA MACHICOTE 7

LA FRIALDAD ADÁN ECHEVERRÍA 11

EL TEDIO DE LOS AEROPUERTOS PABLO

CAZAUX 23

GRATIA PLENA CAROLINE CRUZ 27

LA ÚLTIMA CAMA LUNAPALOMA 37

NO TE ENAMORES DE UN MANIQUÍ

VERÓNICA MIRANDA 42

MOLESTIAS CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR

ROSAS 48

PUESTA DEL SOL PATRICIA LINN 52

BANG! BANG! GUSTAVO VIGNERA 57

TRES LUNAS Y UN SOL ELIANA SOZA

MARTÍNEZ 65

LA SIMPLICIDAD DEL CLAVO MANUEL

SERRANO 69

SUEÑO CON A FEDERICO ROMAIRONE 72

MI ÚLTIMO ACTO DE ODIO ARTHUR

CHÁVEZ 75

BRISA DE PRIMAVERA CARLOS M.

FEDERICI 83

INVOCACIONES MAURICIO LEÓN GUZMÁN

90

LA CITA HÉCTOR MORENO GONZÁLEZ 93

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SOLAMENTE SOY HIPOCONDRÍACO MARCELO

MEDONE 96

DÍAS SIN GRAVEDAD REBECA CORNEJO

LOBO 101

ALGO MÁS QUE UN TREN A NORMANDÍA

HERNÁN SÁNCHEZ BARROS 104

GEMELOS JOSÉ A. GARCÍA 111

MARINERO Y PESCADOR ROLANDO JOSÉ DI

LORENZO 116

MAXIMILIANO Y CARLOTA SERGIO ÁVILA

R. 120

ARGUMENTAR EN TIEMPOS DE PANDEMIA

JOSÉ LUIS VELARDE 125

EL INQUILINO FRANCOIS VILLANUEVA

PARAVICINO 130

MAMÁ MURIÓ HOY CLARA GONOROWSKY 134

LA HISTORIA DE MALEK Y EL EFRIT J.

R. SPINOZA 137

EL CUADERNO NURIA DE ESPINOSA 142

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7


L

lueve. Es una garúa lenta, pausada, interminable.

Angelito está recostado en los ladrillos colorados de

la panadería “La reina”. A esa hora, todas las

mañanas sale el dueño a darle algunas facturas que

sobraron de ayer. El cielo es como una bóveda de piedra. Los

cabellos mojados de Angelito caen formando hebras en su

frente. Espera con una sonrisa indefinida. Alguien puede creer

que es una mueca burlona. Sus ojos claros están llenos de luz.

Las alpargatas gastadas, mojadas. Pasa una mujer que vive en

la otra cuadra con los ruleros puestos. nadie la ha visto sin

ellos. Tal vez ni siquiera tiene pelo debajo de ese pañuelo

colorido. Desentona con el día. Él la saluda atentamente. Ella

apenas le contesta. Entra y sale de “La reina” sin mirarlo. Él

sigue mordiendo un pedazo de pan húmedo que perdió un viejo

que estaba más preocupado por abrir el paraguas que por la

bolsa que llevaba. Murmura unas palabras. Busca en los

bolsillos. Saca unas piedras pequeñas y comienza a tirarlas al

charco que se formó en la esquina. Sonríe. Sigue esperando al

panadero.

Una madre apurada cruza la calle con sus dos niños que

regresan del jardín. Él les extiende una mano que los chicos

chocan como un saludo. La madre los tironea. Angelito parece

un fantasma vestido con un grueso sobretodo negro, ajustado

con un piolín a la vista. Ve a los niños alejarse. La mujer se da

vuelta y lo desprecia con la mirada. Camina unos pasos como si

quisiera ver las piedras que tiró al cordón. Se detiene de golpe.

Parece que hubiera recordado algo. Gira. Camina pensativo

hasta la puerta de la cuadra. Alguien abre la puerta y le da un

paquete. Se saca un sombrero imaginario y agradece. Sigue su

camino.

Ya está sobre las barreras altas de las vías. Cuidado con

el tren, grita alguien. Está apurado pero mira a ambos lados

antes de cruzar. Levanta un pedazo de carbón, lo guarda en el

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bolsillo. Junta también una manzana que corre por la vereda de

la verdulería. Se detiene frente a la estación.

Observa los pocos autos que pasan. Come parado algo

que saca del paquete. Lo comparte con la lluvia y el viento. La

barba gris chorrea. Se le acerca un perro. El mismo que le hace

compañía en las noches frías. Tucho. Él le habla. El perro lo

mira. Se comunican en ese idioma secreto reservado solo para

los amos y sus mascotas.

Algún invierno lo llevaron al hospital o al hogar de

ancianos. Nunca falta un vecino bienintencionado que cree que

eso beneficia al viejo. Lo llevan unos días, lo bañan, le dan ropa

limpia y lo alimentan. Aprovechan para cortarle el pelo y la

barba. Angelito no se queja. Otros internos le hablan y no

responde. Sonríe. Sin mostrar los dientes. Sin siquiera abrir la

boca. Solo sonríe. Hace lo que le dicen aunque una cama con

sábanas y frazadas le molesten. Más de una mañana lo

encuentran durmiendo en un rincón. Todos saben que en

cuanto no lo vean, se va a marchar. Tucho siempre lo espera en

la puerta del hospital. Y cuando hay poco movimiento, el perro

duerme en la guardia.

No hay viento y el agua cae pareja. Todavía no hace tanto

frío. Tucho duerme hecho un bollo.

Frena un auto frente a él y le alcanza por la ventanilla

un recipiente de plástico. El conductor le habla. Angelito no

responde. Pone el improvisado plato en el piso y lo comparte

con el perro.

Llueve cada vez más fuerte. Sigue en el mismo lugar. Dos

hombres pasan y ofrecen acompañarlo a la recova de la

estación. Se niega. Sonríe. Te llevamos al hospital, Angelito. Ahí

por lo menos vas a estar seco. Menea la cabeza.

Le dice algo al perro. Mira hacia el cielo que es cada vez

más oscuro. Es la hora de la siesta y en el pueblo ya nadie sale

a la calle. Está todo quieto. Vuelve a sonreir.

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Dormita en el frío banco de madera. Cae un granizo

pequeño. Se asoma. Levanta la cara. Recibe los pequeños

golpes de las piedras. Disfruta del olor de la tierra mojada.

Escucha una sirena. Mira con atención. La ambulancia pasa

por la plaza. La observa girar. Se acerca hacia él. Los ojos

claros de Angelito se oscurecen como el cielo. Se detienen.

Bajan dos enfermeros. Uno se dirige a abrir la puerta trasera.

El otro se está acercando. Angelito lo mira. Lo mide. Agarra la

bolsa que tiene en el piso. Se da vuelta. El tren ya pasó. La

estación estará cerrada hasta que llegue el próximo. Mañana. O

pasado. Nadie sabe. Comienza a caminar. El enfermero lo llama

tranquilamente. Apura el paso.

Busca llegar a la esquina. Un camión viene por la otra

calle. El empedrado mojado dificulta una maniobra. Se escucha

un bocinazo. El enfermero corre. El conductor frena. Baja

desesperado.

Ambos miran debajo de las ruedas. Discuten. Angelito no

está. Tucho tampoco. Recorren a lo largo del camión. No lo

encuentran. Se quedan un rato mirando los alrededores. La

calle está vacía. Los enfermeros están empapados. El camionero

rompe el silencio de la siesta al tocar la bocina para despedirse.

La ambulancia también se va.

Desde un zaguán entreabierto, el viejo espía. Los ve irse.

Saca unos trapos de la bolsa. Los pone en el piso y mira a

Tucho. El perro entiende la orden y se acuesta. Angelito se

sienta a su lado. Mira el cielo. Está aclarando.

LILIANA MACHICOTE

Argentina

Instagram: @liliana.machicote

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11


T

odo apuntaba a una historia como cuento de hadas

que todo lo cubría con su magia. Ella debió

preverlo y entregar solo sexo sin compromiso como

el que se alquila o se oferta en internet; pero tuvo

que seguir los instintos y desobedecer flagrante las ideas del

cerebro. Echarse un polvo y no volver a verse, era la consigna

para la que se había preparado, cuando terminó de bañarse

aquella tarde. Se miró hermosa en el espejo y se supo plena. Al

medio día había intercambiado teléfonos después del tercer

café, acompañados de un ¿Cuándo nos vemos?, y un Pasaré a

tu casa esta noche; que preludia una relación de pertenencias y

desesperaciones por verse más seguido. La cacería termina

cuando las mujeres deciden ser presas para cazadores

experimentados, y aquel hombre lo era.

Había un inconveniente para aquella lujuria que se

dibujó en sus ojos, pero decidió ocultarlo y devolver el ¡Hola!

que leyó en los labios del hombre de barba desordenada, que le

miraba sin discreción desde la fila, en ese café donde fue a

relajarse mientras robaba minutos de su almuerzo, antes de

volver a la oficina. Qué podía significar aquel secretito de cuatro

años de edad que cuando salía se quedaba en casa mirando

televisión, jugando con su sobrina, antes de dormir bajo el

cuidado de su niñera: “Mami vendrá más tarde”. Qué escollo

podría ser su hijo para aquella noche de decisiones tomadas

bajo la regadera (Hoy quiero disfrutar un hombre que no sea

todo látex), para dejarse abordar por ese tipo entallado en

mezclilla. Su hijo no sería inconveniente para la travesura.

Haber tenido un hijo no se le notaba en ese cuerpo, todo

pasión, rebosándole la ropa; deseaba presentarse desnuda en

los espejos de algún techo, para la rapiña mirada de un hombre

que supiera aquilatar su entrega. Quería ser ensalivada, tener

unas manos rudas y ásperas que le apretaran la carne. Para

qué tanta lindura en los centímetros de piel, si no era tocada y

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disfrutada en la hombría de algún malnacido de pene colgante.

¡Hola!, había dicho él mientras esperaban el café, dispuestos

cada quien a leer su propio libro en alguna mesa (el montaje del

libro siempre daba resultado), en cualquier rincón que les

brindara silencio y un poco de paz, al menos para ella que

debía volver a la oficina, antes de pasar a la guardería por su

pequeño. Pero en vez de leer comenzaron la escritura de una

historia en las hojas blancas que se habían ofrecido con sus

ganas, dispuestas a ser pintarrajeadas.

Ella no pudo prever un futuro de nubarrones oscuros ni

paredes herméticas de frío metal que la derrotarían, y aventó su

propio ¡Hola!, cargado de coquetería, por encima del café

humeante que le acababan de servir, y caminó hacia su mesa,

esos pocos pasos que cayeron como copos de nieve en la

calentura, derritiéndose, y dejando en cada gota una invitación

para ser alcanzada. Aceptó la invitación (y el reto), consiguió a

su sobrina como niñera, y se dio un jabonoso baño anticipando

sus deseos (si se presenta la oportunidad, la tomaré). Él acudió

a la mesa donde ambos pudieron descubrir y extender sus

cartas de vida con alguna historia inicial, que tal vez no fuera

verdad. No hablar de pasadas relaciones era el argumento

tótem, y aunque se pudieron contar sucesos personales

ninguno de los dos tenía por qué ser ni la mitad de honesto.

Para qué decir que tenía un hijo, que solo quería coger, se

trataba de una noche y de un hombre que no fuera todo látex,

para reemplazar aquel dildo que le mantenía tranquila la furia

semanal del sexo, porque todo era dedicarse a su pequeño.

¿Acaso este hombre no quiere lo mismo?

Todo lo que se deja avanzar comienza a desbordarse. Se

gustaron desde el inicio y quisieron repetirse en los ojos del

otro, cuantas veces fuera necesario: Qué harás este fin de

semana. Nada. Puedo verte. Está bien. Y al día siguiente. Claro.

Y si desayunamos y te llevo luego al trabajo. Perfecto. Y la

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trampa se había cerrado sobre su pie, con aquella sonrisa que

no podía quitarse ahora del rostro. Se sabía feliz pero habría

que contarle que tenía un hijo: “Pero ¿cuál es el problema?”,

dijo él abrazándola. Cuando un hombre se decide a vivir con

una mujer que tiene hijos, las mujeres suspiran y los hombres

dicen: ¡Qué ganas, cabrón, qué ganas!, Si se trata de echarse la

cuerda al cuello, cualquiera te la acerca. Y el hombre de esta

historia estaba ahí, dispuesto y caballero, apuesto y gentil. La

mujer dobló las pestañas, reventó toda en suspiros y haciendo

a un lado su enorme fortaleza de madre capaz de salir adelante

sola, se precipitó en un: ¡Va, viviremos contigo!

A la tercera semana de intenciones se derramó la mala

nota dentro de aquel apartamento de dos recámaras, en el piso

más alto de un edificio moderno, que el hombre había dispuesto

para que ella se mudara con su hijo. Pasó de ser una historia

de cuentos de hadas, a ser una nunca imaginada pesadilla. De

vivir en aquel cuarto que le prestaba la familia, para habitar

con su hombre un piso entero en un edificio en la mejor parte

de la ciudad. Creerse dueña de un espacio propio, como él se lo

hacía sentir, y subir por los elevadores sin ser vistos, en esa

privacidad que les brindaba estar en el último piso, ¿quién sube

sin ser invitado? Pero el niño rompió con el esquema del

romance entre la madre y el novio amante dueño.

Cuando el pequeño comenzaba a lloriquear de hambre,

de miedo, de tristeza o por el capricho de no quedarse solo en

su cuarto la madre solía correr a calmarlo: “Déjalo llorar, si

corres a verlo lo seguirá haciendo. Ya se acostumbrará”. Pero

ella se vestía con aquella bata transparente y se bajaba de la

cama "Que tal si le pasa algo"; y aquellos berridos que el niño

lanzaba pidiendo por su Mamá, apagaban las voces de

ratoncitos melosos que se iban devorando poco a poco entre las

sábanas, en la recámara nupcial de seda color vino y puerta

cerrada; aquel llanto iba creciendo desde los pulmoncitos y

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clausuraba los aullidos del orgasmo que terminaban por

ahogarse en la garganta, en la punta de la lengua, en el bien

lubricado y ya violeta glande que se quedaba 'a casi', porque

ella detenía el movimiento de caderas y abría los ojos alerta,

como un venado que ha sido alumbrado por los faros de un

carro a media carretera, para escuchar atenta e intentar

descubrir la razón que asustaba a su crío: “Tengo que ir a verlo,

es mi hijo”.

Y cuántas erecciones perdidas tras una mujer que se

desprende de su erotismo, se viste de mamá con su batita

blanca, transparente, y corre a arropar al niño que se

despertaba toda la noche. Recogerlo del suelo en el pasillo

donde se estaba acostadito, como un cachorro que dejan fuera

de la casa. Levantarlo y en el abrazo decirle Acá estoy, no pasa

nada, tienes que dormir en tu cuarto como niño grande, Qué

haces tirado en el pasillo si tienes tu camita abrigadora, Sé

valiente, no te va a pasar nada, estoy en mi cuarto, y tú en el

tuyo, Tan solo duérmete y déjanos dormir a nosotros también.

Era necesario poner un alto, y el hombre fue a meterse bajo la

regadera, para luego tomar su parte de la cama y dormirse

masticando algún pequeño drama.

Las noches pasan con esa lentitud que tienen los

pensamientos que se enciman unos sobre otros y aletean por la

casa buscando una salida: es el insomnio que provoca el

silencio en la pareja. Qué puede decir ella ahora, qué disculpa

puede ofrecer a un hombre que se cierra y le da la espalda. Con

cada minuto que los relojes caminan, la mujer se mira

asustada por no poder compaginar aquello de dar las buenas

noches tanto al niño como al hombre del que se siente

vulgarmente enamorada. Con el paso de las noches y la

repetición de la actitud del niño ella fue expulsada de la

recámara: “Quédate con tu hijo, no vengas a meterte a mi

cuarto, si no puedes educarlo para que esté solo, a cada rato te

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levantarás y jamás podremos disfrutar el uno del otro; y

ninguno de los tres lograremos dormir. Vete con él y déjame en

paz”.

Sabías de mi hijo. Lo dormiré y volveré contigo.

Has arruinado el momento, duérmelo y mañana

buscaremos alguna solución.

¿Arruiné el momento?

No pensarás culpar al bebo, ¿verdad? , y el hombre

cerró la puerta.

La mujer se metió a la cama con su bebo, lo apretó a su

pecho, y mientras disfrutaba su respiración calmada, podía

sentir bajo la tela de la bata sus rozados pezones aun

ensalivados por su hombre, ese hombre escondido en su

guarida, odiándola. Se acariciaba los pies, el uno con ayuda del

otro, tratando de darse consuelo para entender el cambio en su

pareja, cómo era posible que no entendiera que el niño tiene

miedo de estar solo. El insomnio daba vueltas a la casa, y no

fue sino en la luz creciente del amanecer colándose por las

ventanas que ella saltó hacia la recámara para reparar el daño

con el sexo matutino que sabía que su hombre disfrutaba. Pero

él se había vestido, castigándola, y gritaba que algo hiciera para

el desayuno. Ella tendría que ser paciente para ser de nuevo

acariciada al caer la noche, para ser de nuevo penetrada por

aquel toro que le hacía doblarse de rodillas.

Comeré en el trabajo , y salió dando un portazo,

dejando el desayuno y la angustia servidos en la mesa.

El día pasó amargo apenas, porque los juegos constantes

del niño la entretenían y le hacían olvidar de a poco el mal

humor de su pareja. Podía entretenerse en cuánta cosa pudiera

realizar para la casa: arreglar las cortinas, barrer, acomodar los

libros de su novio, recuperar un pequeño espacio para los

juguetes de su hijo, lavar la ropa, cocinar siempre los platos

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que sabe que él disfruta, y estar lista y bañadita para cuando él

pudiera regresar. El hombre volvió del trabajo con una caja de

metal de apenas un metro y treinta centímetros por cada lado,

con una sola abertura, cerrada con una puerta. Del lado

contrario de la puerta había un mecanismo para abrir

pequeños orificios que dejaran pasar el aire. A ella le pareció

una caja fuerte extraña, hasta que él le contó para qué la había

mandado construir. Hasta que tuvo que mirarla como la jaula

que era. No quiso preguntar, ni intentar algún reclamo, veía al

hombre entusiasmado contándole y le parecía irreal. Ella pudo

decir que era una estúpida idea, que cómo se atrevía a

sugerirlo, que se podía meter la caja en el culo o por donde

mejor le cupiera pero que ella cogía a su hijo, y sus pocas

cosas, y ahora mismo se largaba, aunque no tuviera a donde ir,

aunque tuviera que doblar la cola y pedir apoyo a la familia,

regresar al cuartito, volver a conseguir empleo y pedirle otra vez

a su sobrina que cuidara del pequeño mientras le conseguía

guardería. Escuchaba las palabras de su hombre mientras la

ira de animal rabioso nacía desde el vientre llegando hasta su

boca como un veneno que le impulsaba a pensar: Tú fuiste

quien me buscó en aquel café, yo ni siquiera había notado tu

presencia y ¿ahora me traes una caja de metal para meter a mi

hijo cuando te moleste? Estás enfermo. Pero en vez de hacerlo,

la mujer bajó la cabeza como un ganso envejecido, agarrándose

del amor que le hacía cosquillas en la nuca.

Después de cenar juntos, y de ver un poco de televisión,

el hombre puso el cuerpo dormido del niño dentro de la caja,

para poder gozar de su mujer sin interrupciones. Hacer el amor

o devorarle la ética, el orgullo, el alma toda. La primera noche

apenas era un sordo llanto el que se escuchaba desde la caja, y

cuando la mujer quería atreverse a ver si el niño estaba bien,

su hombre le llegaba al fondo y ella cerraba los ojos, los oídos,

cerraba el corazón y solo eran golpes mudos atorados en las

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frías paredes metálicas del cubo. Sonidos que crecían dentro de

la cabeza de la mujer, que ya no alcanzaba los ojos blancos del

orgasmo, pero sí a herirse la lengua desesperada por ignorar a

su hijo; porque a pesar de todo, la mujer gozaba, y mantenía la

tenue esperanza de darle gusto a su hombre, pensando que

luego del coito podía sacar a su hijo de aquella prisión,

pegárselo al pecho y llevarlo a la cama para devorarlo a besos:

Todo va a estar bien, pequeño, todo va a estar bien. Su hombre

sonreía, y ella se daba cuenta que había llegado la mañana.

Las noches se fueron repitiendo, el hombre llegaba y

después de cenar metía al dormido niño a la caja. Así ocurrió

las dos primeras semanas. Luego exigió a la mujer No esperes

que llegue para meterlo a la caja, no soporto verlo.

Tiene miedo, ¿podemos dejarlo fuera esta noche?, se

portará mejor te lo aseguro.

Pero no había razones que pudieran admitirse. El niño

pasaría las noches adentro de la caja. Los días se volvieron un

desequilibrio que giraba frente a sus ojos, en el espejo de su

cama, en las noches de su angustia porque aquel hombre se

mostraba tan dueño de sí, enamorado, tierno. Ahora eran solo

ellos dos, como debieron serlo siempre. Y ella se mostraba

radiante o eso sospechaban los vecinos, las pocas veces que los

llegaron a mirar salir al cine, o caminar de vuelta de alguna

cena romántica, sin sospechar que la tenía prisionera mientras

la presumía por las calles satisfecho. Cuando él se iba a

trabajar, ella gritaba su desesperación para escapar; corría

hacia la caja para abrirla de inmediato. Hasta que una mañana

él decidió no dejar la llave, el niño tenía que permanecer

encerrado todo el día, todos los días por el resto de su vida. Ella

quiso pedir ayuda pero el departamento estaba cerrado, su

teléfono móvil sin crédito, y al abrir la laptop pudo constatar

que habían cambiado la clave del wifi. El sueño se había

clausurado.

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Ante la sociedad este era un hombre terriblemente loco

por el amor de su mujer, todos los que los conocían podrían

confirmarlo, terriblemente loco y apasionado. Eran envidiados

como pareja. Pero ella sabía que se había ido a vivir con un

demente del que tendría que escapar, pero ya no hubo tiempo.

No podía encontrar alivio en el llanto, mientras no encontrara la

manera de abrir la maldita caja y sacar a su pequeño. Aquello

de vivir en el piso más alto del edificio tenía sus desventajas,

Nadie tiene porque subir sin haber sido invitado, y la puerta de

casa se mantenía cerrada para sus gritos. Era inútil, los ruegos

de ¡Es mi hijo, sácalo! terminaban en sangre y moretones,

seguidos de violentos besos, penetraciones a la fuerza, y aquella

alegría del que posee un cuerpo con violencia.

Los días irían pasando y ella perdería la cordura dentro

de esta relación en la que era rehén y en la cual había

condenado a su pequeño. Las uñas se le quebraban arañando

la caja. Mamá, mamá, escuchaba todo el día, y se escondía de

aquel hombre cuando regresaba; pensaba en matarlo pero

aquel regresaba a gozar su cuerpo, aunque ella no estuviera

dispuesta. Cállate mujer, demasiado hago dándoles de tragar a

los dos. Te pedí que lo educaras y no quisiste, es mi turno de

enseñarte lo que es domesticar. La mujer no tenía palabras de

consuelo para su hijo prisionero; aquello de Solo será cosa de

unos días, velo como un juego, se irá acostumbrando a ti, eran

un rutilante infierno. El niño iba decreciendo en el abandono, y

la desgracia. Saquémosle un rato, te lo suplico, y él accedió de

mala gana, Solo mientras veo el fútbol, y le lanzó las llaves. Las

cogió hecha en un mar de mocos y corrió a sacar a su hijo sucio

de orines y caca, con el rostro descompuesto, las carnes

pálidas, la mirada perdida de ojos amarillos que se cerraban y

apretaban, y el continuo sollozar de dolor en las articulaciones

por estar doblado siempre en ese pútrido agujero: “Lavarás la

maldita caja, y en la noche espero que ese chamaco esté limpio

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y de nuevo a donde pertenece”.

No lo quiero volver a meter.

Lo que tú quieras no es algo que tenga que discutir, te

he dicho lo que harás. No esperes que termine el partido y me

levante para hacer lo que te he ordenado.

Habría que escapar, pero cómo, el a dónde no era

importante. Aquellos ojos y aquel cuerpo cada día menos

acostumbrados a la luz, en el desarreglo de la mente, con el

alma empobrecida marcaban los poco más de quince días de un

infante que sobrevivía dentro de una caja de metal, de un niño

que había sido destruido dentro de la oscuridad. Al caer la

noche y terminar el espectáculo del soccer, él había golpeado a

la mujer para luego encerrarla en el baño, tomar al niño y

lanzarlo dentro de la caja. Desnúdate mujer que ahora vuelvo,

había dicho, mientras le arrebataba al niño débil que apenas

podía mantenerse despierto. Cerró la puerta de la caja gritando:

Maldito escuincle ya te hiciste caca otra vez.

La madre no pudo más y se armó de valor. Le dice a su

hijo que a partir de ahora todo irá mejor. El hombre regresa con

un ramo de flores para su mujer y la encuentra en el baño,

desnuda y desangrándose en la pileta. La mira desde el quicio

de la puerta: Hija de puta, dice entre dientes, cierra la regadera

dejando que la sangre se acumule al borde de la alcantarilla.

Toma el cuerpo de la mujer en brazos y encuentra con la vista

el arma: un cepillo de dientes roto por el mango. Piensa que ya

no necesita alimentar al niño de la caja.

Solo pasaron tres noches de ignorar la caja y limpiar

bien para evitar olores. Los nueve pisos por debajo del

departamento, eran suficiente barrera para los curiosos. Tres

días. A la cuarta noche una nueva hembra a quien poderse

dedicar. Otra mujer en su cama que se miraba rindiéndose a

esa droga que algunos llaman amor. La noche fue todo

terremoto. Y al amanecer, la nueva mujer caminó de la

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habitación a la cocina por un vaso de leche. El hombre aún

desparrama su desnudez entre las sábanas. La mujer lo mira

de cuerpo entero y en su soberbia sabe que pudo hacerlo feliz,

que puede hacerlo feliz si las cosas se repiten, porque ella es

responsable de aquella flacidez y aquella calma que muestra el

cuerpo del aniquilado mancebo. Un pequeño ruido apagado

llama su atención en la otra recámara.

La caja metálica es el único objeto al centro de la misma.

Se acerca y pega el oído a su frialdad, trata de escuchar. Quizá

se trate de la caja fuerte, “Así que es rico”; sabiéndose una

extraña que decidió irse al apartamento de un hombre que

recién conocía, supo que algún secreto debería contener.

Adentro se esconde el amor.

Ella sonrío al verse descubierta husmeando, y dio unos

pequeños saltitos juguetona para apartarse de la caja:

No quise ser chismosa; sentí curiosidad.

No te preocupes. Voy por las llaves para que mires

dentro.

No tienes por qué.

¿No quieres conocer el rostro del amor? —, había dicho

mientras metía la llave en la cerradura. Ella caminó unos pasos

para situarse a espaldas de él.

Ahora lo conocerás. El amor, o al menos, el cadáver del

amor. Acá lo mantengo, para jamás olvidarme de que he

amado. ¿Quieres ver?

Dejó que se acercara, abrió la caja y cuando ella se

agachó para mirar adentro, la empujó hacia el fondo. Ella cayó

sobre el cadáver de la anterior mujer, la madre que había sido

tan feliz en aquella fila del café. Y mientras el hombre cierra la

puerta, la nueva mujer pega de gritos y patalea al verse

encerrada, hasta que siente los dedos de una manita que le

toca las piernas.

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22

ADÁN ECHEVERRÍA

México


23


E

lla le pidió que le buscara una red de Wifi

habilitada. Se lo dijo de mal modo, como una

orden. Él jugueteó con el celular fingiendo que

buscada una red pero no lo hacía. Estaban en el

aeropuerto de San Pablo esperando la conexión con Buenos

Aires. Venían de una playa de Brasil donde todo había salido

mal: prácticamente no se hablaron, ni hicieron el amor, ni

caminaron juntos por la orilla del mar. Fueron una especie de

vacaciones por separado y él no sabía por qué. No estaba

enojado ni molesto con ella, simplemente no quería estar a su

lado y escuchar su voz. Pensó, entonces, en su secretaria con

todas sus fuerzas. Se masturbó en la ducha pensando en ella y

en la forma lasciva con que ella lo miraba todo el tiempo.

Ella insistió con que no podía conectarse a ninguna red y

volvió a pedirle ayuda. Él le dijo que estaba buscando, cuando

de pronto sintió que algo celeste lo miraba. Levantó la cabeza

de golpe y la bajó. Eran los ojos de un hombre rubio de unos

treinta años, bronceado y con tatuajes en los brazos que estaba

sentado frente a él. Abrazaba a una mujer y lo miraba con

fijeza. Le sonrió y le guiñó un ojo.

Él tenía cuarenta y dos y se notaba que era mayor que el

rubio. La calva incipiente en la coronilla, la piel que comenzaba

a arrugarse en los pliegues. Se levantó presuroso y fue a

comprar un agua mineral. Caminó bastante por los pasillos del

aeropuerto hasta encontrar un negocio donde vendían, además

de agua y gaseosas, panes y facturas. Sacó la primera botella

que encontró en la heladera y fue hasta la caja a pagar. Metió la

mano en el bolsillo y se estremeció. Una voz grave le dijo en el

oído:

Te espero en el baño.

Él giró y vio al rubio de espaldas saliendo del negocio.

Tenía los músculos bien trabajados y la melena larga y

enrulada. Parecía un surfista. Abrió la botella de agua y tomó

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varios tragos hasta que la gente que quería pagar su compra lo

empujó y lo hizo reaccionar. ¿Qué estaba pasando? ¿Qué era

eso de que lo esperaba en el baño? O bien lo había confundido

con un gay o le vio cara de drogadicto y quería venderle una

mierda de esas. Pero él no era ninguna de las dos cosas. Sin

embargo, tomó un par de tragos de agua más porque tenía la

garganta seca y se dirigió al baño en busca del rubio para

aclarar las cosas.

Lo encontró apenas entró. El rubio estaba apoyado en

una de las mamparas que parecían de mármol y separaban los

mingitorios. Se pasaba las manos por el jean desteñido.

Mirá le dijo él acercándose, me parece que te estás

confundiendo conmigo.

¿Vos creés? le preguntó el rubio mirándolo a los ojos.

Sí. A lo mejor pensaste que soy…

El golpe no fue tan duro como sorpresivo. El puño del

rubio dio de lleno en la boca de él y los labios se le llenaron de

sangre. Cayó al piso pero se levantó muy rápido. El rubio lo

agarró de la remera y lo arrojó con violencia sobre el separador

del mingitorio. La cabeza de él golpeó con fuerza y se abrió un

tajo. Tenía toda la cara llena de sangre. El rubio lo levantó

tirando del brazo derecho y lo empujó hasta la pared del fondo.

Él no hacía nada, no tenía reacción frente a la violencia, era un

pulóver viejo arrojado de un lado al otro.

El rubio puso las dos manos en las orejas de él, se

acercó con lentitud, como si lo estuviera seduciendo, y lo besó

en la boca. Le introdujo la lengua hasta lo más profundo y se

manchó con la sangre que él tenía en la cara.

Él también lo besó. Al principio no. Al principio se había

quedado quieto y sorprendido. Después sí. Cuando sintió el

sabor de la lengua del rubio, lo besó. Quiso abrazarlo y fue

entonces cuando el rubio se separó, lo agarró fuerte de la

remera y lo metió dentro de un gabinete con inodoro y puerta.

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Él quedó de espaldas, mirando la pared y con las piernas

ligeramente separadas. El rubio lo abrazó desde atrás, bajó las

manos, le desabrochó los pantalones y se los bajó de un tirón.

Él volvió a su estado primitivo de pasividad. Unos segundos

después, el rubio lo penetró. Él quiso gritar de dolor pero se

aguantó. Con bruscos movimientos, el rubio jadeó sobre la

nuca de él pasándole la lengua por el cuello. De pronto, todo

terminó. El rubio gimió y su respiración se fue normalizando.

Se subió los pantalones, abrió la puerta y salió. Él escuchó

cuando el rubio abrió la canilla seguramente para lavarse la

cara manchada de sangre.

Él se quedó allí, parado y tratando de entender qué

había pasado en esos últimos cinco minutos. Lloró. Quería que

el rubio estuviese ahí para consolarlo. Sentía vergüenza. Se

subió el pantalón sin limpiarse la sangre ni el semen que le

chorreaban por la pierna. Caminó con mucho dolor,

arrastrando los pies hasta la puerta de salida. Un adolescente

pasó a su lado, lo miró y buscó un mingitorio donde no hubiese

sangre.

Él abrió la puerta y caminó unos metros. No muy lejos de

ahí, el rubio abrazaba a su mujer y ambos caminaban por el

pasillo hacia la puerta de embarque. El rubio arrastraba las dos

valijas con rueditas.

PABLO CAZAUX

Argentina

Página WEB: http://www.pablocazaux.com

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M

ariana envió el mensaje a su novio Ricardo en

la mañana de aquel viernes: “necesitamos

hablar, ok?”. No sabía cómo decirle que su

menstruación llevaba días de retraso y que

había una gran posibilidad de que un embarazo no deseado

estuviera gestándose. El examen, de esos de farmacia,

confirmaba la sospecha: positivo. Era el tercero que hacía. Las

dos rayas aparecieron segundos después de que la orina

inundó el papel y la esperanza de que aquello no pasara de un

susto se disipó mientras las líneas rosadas eran más y más

evidentes.

¿Cómo contar a alguien que conoces hace seis meses que

va a ser padre?

Ensayó algunas veces frente al espejo, pero en cada idea

que se le ocurría, una serie de reacciones exageradas invadía su

mente. ¿Y si se va? ¿O se molesta? ¿Si no quiere… o peor aún,

si sí quiere? Paralizada por todas aquellas hipótesis, decidió

detener el flujo de pensamientos y mostrarle el examen positivo.

Pensaría en qué o cómo hablar una vez que estuvieran cara a

cara.

Ricardo recibió el mensaje y se puso a imaginar qué

podría haber ocurrido. Sabía que nada bueno podría venir

después de un “necesitamos hablar, ¿ok?”. Muy formal. Nada

parecido al estilo de Mari. Hizo un recuento de sus últimos

encuentros, pero no llegó a ninguna pista que justificara un

mensaje tan serio por la mañana. Contestó un simple “ok” y

sugirió que se juntaran en su casa a las 18 hs. Prefiero que nos

juntáramos en el PP” fue su respuesta. El bar donde tuvieron

su primera cita. Ricardo encontró el tono del mensaje

contradictorio al escenario donde a ella le gustaría tener dicha

conversación, pero Mariana era algo paradojal para él. A veces,

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contradictoria. Otras veces, errante… “¿Está todo bien, Mari?”

empezó a escribir, pero desistió. También prefería encarar lo

que sea que ella tenía que decirle en vivo.

Llegaron. Pidieron comida y dos cervezas. Conversaron

amenidades; hablaron sobre la semana que tuvo cada uno, del

trabajo y de la terapia. Sin embargo, un silencio repentino

exigía que la pareja ocupara aquel momento para exponer el

asunto pendiente.

“Ricardo, no hay manera fácil de decírtelo…” ella empezó.

Él estaba concentrado, su corazón latía un poco más rápido y

un sorbo de cerveza fue la salida para no sucumbir a la

ansiedad. “Estoy con atraso menstrual... y bueno… a mí nunca

se me atrasa…” Él le miraba en puro estado de perplejidad.

Sacudió su cabeza rápidamente en un intento de ordenar sus

ideas. “¿Cómo?” era lo que le gustaría haber preguntado, pero

parecía tener la presión baja para lograr hablar cualquier cosa.

Además, el cómo era obvio: un polvo matinal una mañana

cualquiera, aprovechando el hecho de que él ya se había

despertado excitado. Un sexo tan sin propósito que ella ni

siquiera estuvo cerca de acabar. Míseros cinco minutos de

penetración frenética; un mete y saca demasiado rápido como

para garantizarle un orgasmo, pero lo suficientemente largo

como para reproducir una persona… en potencia.

Ricardo parecía haber sido chupado por un vacuo. Ahora

notaba detalles en ella que antes no parecían estar allí. No era

un asunto de ver, sino de observar. Los ojos algo rasgados. El

hoyuelo que llevaba solamente en el lado derecho de la mejilla…

¡Se sorprendió cuando vio sus pecas! Pecas que antes se

escondían en su rostro, en la misma cara de semanas antes.

¡Meses, para ser exacto! ¿Tres o cuatro meses? No lo sabía

decir. Pero solo notó sus pecas debajo de los ojos aquella noche.

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¿Tal vez mi hijo igual tenga pecas? Era exactamente lo que

pensaba cuando ella chasqueó sus dedos en su cara.

“¿Alo? ¿Hay alguien ahí? ¡Por Dios, hombre! Dime algo…

Me miras con una cara muy rara…”

“Disculpa…” contestó automáticamente mientras llevaba

sus manos a la cabeza y se tiraba el cabello para atrás

lentamente. No tenía idea del porqué pedía disculpas, pero no

podría pensar en algo mejor.

Mariana entonces tomó la iniciativa. Decidió contarle

sobre los exámenes hechos. Hablar de una. Sacó la cajita de su

cartera, miró a los ojos de Ricardo y tan pronto empezó a

decirle, algo repentino y violento le interrumpió… Al mirar hacia

abajo, ella pudo ver una mujer en el suelo de cabeza en sus

pies. Apuntaba hacia el cielo sonriendo y balbuceó algo que

ninguno de los dos pudo entender. Una imagen tan

sorprendente que saltaron un poco de sus sillas. Su estado

parecía urgente o grave, pero de ninguna manera obvio.

¿Andaba drogada? ¿Borracha? ¿Mal?

Ricardo le ayudó a levantarse. La mujer pestañeó los ojos

una, dos… tres veces. Y como si hubiera vuelto a la realidad, le

dio gracias a las manos que le pusieron en pie. Fue en dirección

a su mesa donde le dieron agua y todo parecía normal

nuevamente.

“Ha hecho mucho calor por estos días…” Le comentó

Ricardo mientras le entregaba la cartera que también se había

caído al suelo. Trataba de sonreír. Era lo más empático que

podía ser. Reparó en el pequeño bebé que dormía en el

cochecito al lado de la mesa. Se parecen. Pensó que, con suerte,

su bebé saldría parecido a Mariana.

Se sentó en la mesa con energía renovada. “Dime... tú

me ibas a contar algo…” pasó las manos por sus hombros y

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luego apretó las suyas…

“Pero antes, Mari, antes de cualquier cosa, ¡te quiero

decir que la decisión es tuya! Si realmente estás embarazada, te

apoyaré en todo que decidas. Estoy completamente

emocionado, es cierto. ¡Es una tremenda novedad! Cuando me

enviaste el mensaje por la mañana, pensé que ibas a terminar

todo conmigo… o algo así, ¡pero… esto… caramba! Esto es

mucho más de lo que podía imaginar. ¿Y sabes? Yo creo que

estoy feliz. ¡Pienso que nunca sería padre si no se diera de esta

forma, así... inesperada!

¡Necesitamos confirmar esto pronto! ¡Y TÚ TIENES QUE

DEJAR DE TOMAR CERVEZA, MARIANA!”

Mariana sonreía. Por primera vez desde que todas sus

sospechas habían comenzado, ella podría imaginar una

autoimagen como madre. Maternidad era algo completamente

pavoroso para ella, pero con Ricardo tal vez las cosas podrían

funcionar.

Le entregó la cajita con el test positivo y observó sus ojos

llenarse de alegría. Lo que segundos antes era una imagen

distante, ahora parecía haberse tornado real.

El bebé en la mesa de al lado empezó a llorar y el sonido

agudo que salía de su garganta hizo que ambos sonrieran

honestamente. Aquel pequeño ser les transportó a un futuro

inexistente aún, pero que, en cuestión de meses, sería su nueva

vida. Se besaron. La mujer que, minutos antes estaba caída en

el suelo, se levantó y acercó al coche del bebe. Otro beso.

Emocionados se abrazaron y compartieron palabras en el oído.

Tengo miedo... dijo ella primero.

Yo también…

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No sé si damos el ancho

Creo que nadie lo da… Él intentó confortarle.

No... te lo digo en serio! Tengo miedo, Rick. No sé si

estoy preparada para cambiar mi vida así… de la nada. Justo

ahora que estaba por empezar un magíster. su voz tenía una

angustia genuina mi cuerpo va a cambiar completamente…

Mari, si sé... él ahuecó su rostro con ambas manos y

besó sus labios rápidamente lo que quieras hacer, lo haremos

juntos. Tú sabes que siempre quise ser padre, no esperaba que

fuera así tan rápido, pero… no sé… Tenemos trabajo, tenemos

dinero, nosotros nos llevamos bien, nos respetamos… No es el

peor de los escenarios. Velo por el lado positivo, podríamos

tener diecisiete años y estar aún en el colegio.

Ts, antes de los treinta y cinco también es embarazo

en la adolescencia, Ricardo… su comentario lo hizo reír

sinceramente. A él le encantaba su sentido del humor. Además,

todo en ella le causaba atracción y pensó que, finalmente, y a

pesar de todas las adversidades, aquello podría funcionar.

Pero tenemos que hacer un examen, ¿no?

Iré a un laboratorio mañana temprano.

Mariana, basta de cerveza por hoy, ¿no? dijo

mientras apartaba su vaso.

Fue un sorbo para ganar coraje no más. Estaba muy

nerviosa...

¡Lo sé, pero daremos el ancho!

Daremos el ancho… repitió distraída.

DAREMOS EL ANCHO él reafirmó con un tono de voz

certero.

Un beso lleno de ternura y afecto finalizó aquel momento

especial que sería perfecto si la vida fuera un final de novela.

Sin embargo, la vida real es una trama dramática sin fin y la

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escena que siguió destruyó la imagen utópica e irrealista que

los dos construyeron sobre la parentalidad y, de nuevo, algo

abrupto interrumpió a la pareja. Ahora, un ruido fuerte seguido

de un grito pavoroso de desesperación se propagó por todo el

bar. Los ojos corrieron en una barredura de territorio en busca

de la fuente de llanto tan primitivo y desordenado. Lo que

encontraron impactó a todos de tantas maneras que, por un

breve segundo, la gente se entre miró para confirmar que

estaban decodificando la realidad de forma parecida: un bebé

caído con la cara en el suelo.

La mujer que minutos antes había sufrido un accidente

parecido ahora estaba en pie, parada, incrédula y llevaba los

brazos y llevaba los brazos cruzados como si aún en ellos

sostuviera al pequeño. No fueron necesarios más que tres

segundos para concluir el obvio y triste evento que había

ocurrido: el bebé cayó desde los brazos de la madre, que estaba

de pie, de cara… en… el… suelo. Todas las voces cesaron y en

el bar solo se podía escuchar la música ambiente y al pobre

bebé llorando, implorando cualquier ayuda. Un hombre, que

parecía ser el papá, lo levantó del suelo y se volvió a la mujer

con una mirada decepcionada y enojada.

Fue el primero en juzgarle y como si así diera permiso a

los demás, se rompieron todas las barreras sociales y un

bochinche se intensificó. Un verdadero azotamiento en plaza

pública. En parte, muchos allí se sentían en frenesí y no había

una sola alma en el lugar que no estuviera comentando con

cierta indignación lo que sus ojos habían recién atestiguado.

Los juicios venían de todas las formas posibles; miradas, frases,

susurros. Pero el sentimiento de culpa fue compartido por

todos. El único que no podía sentirse culpable era el bebé que

aún no tenía la edad suficiente para comprender la perversidad

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de dicho sentimiento. Su llanto venía de un lugar no corpóreo.

Del espíritu, si es que realmente existe. Solo paraba

cuando se ahogaba un poco por su propio llanto, sin aire por

algunos segundos y luego seguía gritando con más y más

fuerza. Ininterrumpidamente. La mujer intentaba alcanzarle,

sin éxito. El hombre, avergonzado, intentaba evitar que la

esposa llegara a su hijo y sostenía el pequeño cuerpo con

violencia.

¿Por qué tomaste tanto? preguntó enojado, aunque

él igual estaba borracho.

No lo sé, yo… no… Lo siento… Lo siento mucho….

repetía la misma frase mientras secaba sus lágrimas.

¿Tú… para qué tomar tanto?

Dámelo. Déjeme sostenerle. suplicaba la mujer con

pena, culpa, miedo, enojo… realmente incapaz de tomar a su

hijo; como si algo muy sensible la hubiera quebrado

profundamente.

¿Para que le dejes caer de nuevo?

La pregunta la alcanzó como un tiro en la cabeza. Madre

y recién nacido ahora parecían compartir la misma necesidad

de cobijo. O, al menos, eso percibía Mariana, completamente

absorbida. Obviamente, el clima de familia feliz fue

quebrantado por un solo golpe que les pegó fatal.

Exactamente en la mesa de al lado, había un claro

ejemplo de una pareja que no estaba “dando el ancho”. Mariana

y Ricardo se quedaron en silencio escuchando al bebé y a la

mujer por muchos minutos. Una inundación de miedos

sumergió con brutalidad sus planes que se transformaron en

un tifón de ansiedad que dañaría todo lo que encontrara en su

camino.

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Si pudieran reconstruir los pasos que dieron y que

resultaron en aquel encuentro, nunca podrían haber previsto

tamaña casualidad de sucesión eventos. Era una obvia señal de

Dios y ni siquiera eran religiosos.

“¿Oye, vamos?” preguntó él y ella concordó con un

gesto rápido de cabeza.

“Tú pides la cuenta, yo voy a mear…”

Mientras subía las escaleras, Mari se sentía culpable por

darle un sorbo a su cerveza, por no haber impedido el accidente

o aquel embarazo.

“¿Por qué carajos tuve sexo sin condón en período fértil?”

Sabía que, en relación al aún conjunto de células que cargaba...

que cargaba en su útero sería siempre más juzgada, reprendida

o condenada por ser “la madre”.

Pudo sentir empatía por aquella otra pobre que lloraba

avergonzada en el salón. Ricardo, a su vez, estaba en estado de

choque. Asustado. Quería puro hablar con Mari porque la

verdad es que él no se sentía nada preparado para ser padre y,

sinceramente, ellos ni se conocían bien.

¿Hace como… dos… o tres meses? Él no quería ser padre

así, sin planear nada. Ya tenía considerada la vasectomía en el

pasado y todo.

Mariana entró en el baño y se miró en el espejo por

algunos segundos. Podía imaginar su guata creciendo. ¿Y si

fueran gemelos? Al tiro imaginó dos bebés cayendo al mismo

tiempo. Se acordó que tenía dos tías abuelas que eran gemelas

y, si no le faltaba memoria, estaba segura de que la genética

saltaba generaciones y hacía sus travesuras.

¿Tía Marta y Tía Cleide? Creo que se llamaba

Cleide…, susurró mientras buscaba confort en su

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cartera.¿O era Cleia? Era algo así…Casi no se dio cuenta

del exacto momento en que el embarazo se disipó entre sus

dedos. Ni gemelos, ni hijo único. La sangre indicaba que su

menstruación llegaba tarde, pero era bienvenida. Nunca había

escuchado sobre un falso positivo en la vida real, pero,

aparentemente, este tipo de cosas pasaban. Sonrió aliviada.

Sacó el examen de farmacia y lo depositó en la basura del baño.

Salió de ahí convencida de buscar atención médica inmediata y

hacerse una ligadura de trompas.

CAROLINE CRUZ

Brasil

Blog: https://afrobolada.blog/

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37


C

omo buena nieta morí en la misma cama que mi

abuela.

Fue una buena elección. El colchón era blando y

tibio. Las sábanas de hilo tenían bordadas sus

iniciales.

La comodidad era importante considerando que pasé los

últimos meses de mi vida postrada en ella y con el cuerpo lleno

de escaras.

Esta inmovilidad fue mi propia decisión. La tomé una

tarde en que se me agotó la paciencia. Llegué cansada del

trabajo y lo único que quería era sentarme tranquila a ver una

novela turca. Pero al abrir la puerta, el Negro, gato de mis

sobrinas e igual de flojo que ellas, salió disparado.

—¡Pero tía! ¿Cómo se le ocurre dejar salir al Negro?

¡Pucha que la embarró! ¿No sabe que los gatos se crían indoor?

—dijeron a coro.

Iba a comenzar a darles excusas cuando las vi echadas

en el sofá. Tan cómodas las lindas y con la casa tan sucia, que

la cara me ardió de rabia. Me metí a la cama y no me moví más.

Había cuidado lo suficiente de ellas y ya estaban grandecitas

como para devolverme el favor.

—Tía ¿Qué le pasa? ¡Déjese de leseras pues! ¡Tiene que ir

a trabajar! —me gritaron al otro día desde la cocina.

Yo nada. Calladita más bonita.

A la tarde me encontraron en la misma posición.

Me levantaron como pudieron y me llevaron a urgencias.

Después de una larga revisión el doctor les dijo que mi

inmovilidad tenía que ser un problema mental porque

físicamente estaba tiqui taca.

Peregrinaron conmigo en varias consultas de psiquiatras.

Yo ponía el cuerpo rígido para que no pudieran trasladarme. Al

final desistieron y se pusieron de acuerdo: una debía darme la

comida en la boca y la otra lavarme el cuerpo.

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La que cocinaba me traía una sopa de sémola y me la

chorreaba en la ropa. La que me bañaba ni siquiera tenía el

cariño suficiente de entibiar el agua.

La comida era bastante insípida, pero como nunca he

sido buena para comer no me importó mucho. Después se

aburrieron de cocinar. Me empezaron a alimentar con flanes y

helados a pesar de que sabían que tenía diabetes. El azúcar me

subió, pero pucha que lo disfruté. Ahora me pregunto si lo

hicieron a propósito. Y del baño nada, apenas una esponjita por

los lugares imprescindibles.

Me buscaban conversa:

—Tía, dese ánimo.

—Tía, coopere un poquito más que sea pues.

Solo les hacía gestos. Había gastado muchas palabras

tratando de explicarles lo que debían hacer y estaba cansada

que me desobedecieran.

Después me vino una especie de maldad y comencé a

orinarme en la cama a cada rato. Disfrutaba viendo sus caras

cuando me cambiaban la ropa o daban vuelta el colchón.

—¿Se meó otra vez, tía?

—¡Por la cresta! ¿No puede avisar?

Me resistí lo más que pude a usar paños hasta que me

los pusieron obligada. He de admitir que les terminé

encontrando el gusto. Ellas me mudaban y me limpiaban el

culo.

Podría haberles hecho la vida más fácil aceptando que

otra persona me cuidara, pero la verdad no quise. Me gustaba

que se preocuparan por mí. Seguro pensaron que vivir conmigo

era buena idea y en su momento debió serlo. Claro, la tía

solterona que las regaloneó, les dio todo lo que pidieron y aun

así eran malcriadas e irrespetuosas.

No sé bien de que morí, quizás fue mucha azúcar,

cansancio acumulado o solo aburrimiento. La tele trasmitía

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pura propaganda política y ninguna atinaba a cambiarme el

canal.

Cuando me encontraron muerta fueron corriendo a

buscar a la vecina Amanda. Siempre habíamos sido amigas

hasta que dejamos de soportarnos y en un acuerdo tácito

nuestra relación quedó en el saludo mañanero a través de la

ventana.

Me miró con una cara tan triste que casi me conmovió.

Tal vez se sintió culpable de no haberme acompañado en todo

ese tiempo. Me alegré de verla así. Mínimo debió venir a saber

por qué no me levantaba.

Amanda me puso un pañuelo en la cabeza. Creo que se

estaba vengando de algo, porque me sentí como un conejo. Me

cerró los ojos que, como no me los cerraron de inmediato, se

pusieron porfiados y se abrían solos.

No me imagino lo ridícula que me veía porque nunca he

visto un muerto; ni siquiera cuando falleció mi abuela. Me las

arreglé para llegar cuando su urna estaba cerrada. Me producía

asco ver un cuerpo deteriorado.

Vinieron a vestirme, abrieron el closet y eligieron mi

ropa.

—¡Esa chaqueta negra de marca! —quise gritar, pero

eligieron lo primero que pillaron sin conciencia alguna de moda.

Me tomaron entre las dos y al pasar la blusa por uno de

mis brazos me golpearon contra el velador. No sé por qué

todavía era capaz de sentir algunas cosas. ¿Habrán corroborado

que estaba muerta? Sé que vino un doctor, pero desconfío de

esos matasanos.

Después me maquillaron. Crucé los dedos para que haya

sido con mi maquillaje hipoalergénico, porque de lo contrario se

me inflamaría la cara y me vería como sapo.

Llegaron unos hombres. Me agarraron como si fuera un

cerdo y me sacaron de la cama. Intenté aferrarme a ella, pero

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mi cuerpo no respondió. Esta vez no estaba fingiendo y sentí

miedo. Me pusieron en algo duro y sin ningún estilo. Creo que

me compraron el ataúd más barato que encontraron: de pino,

sin colchón blando ni sábanas de hilo.

—¡Les debería dar vergüenza! ¿Están ahorrando para

después repartirse mi plata?

Ahora estoy aquí preguntándome si esto es la muerte,

porque sería bastante aburrido quedarse pensando por toda la

eternidad.

Me siento cada vez más cansada y ya no importa que

esta última cama sea fría y estrecha. Solo importa un último y

único recuerdo que me acompaña: los dos besos que sentí en

mi frente antes que sellaran el ataúd y que debo reconocer: me

parecieron sinceros.

LUNAPALOMA

Chile

Instagram: @lunapaloma.m

@lunapalomapinturas

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42


L

a próxima semana me caso, Miriam ha sido mi

novia desde que entramos a la Facultad, de hecho,

mi primera y única novia, siempre me dediqué a

mis estudios, concentrado, nada me distraía,

excepto los cómics japoneses llamados: manga. Si alguna vez

tuve una chica en mis sueños, era una de las protagonistas de

aquellas revistas. Miriam me sacó de mi soltería, lo cual

agradezco. Hemos trabajado, ahorrado y nos esforzamos

primero por tener una casa, un auto, y una cuenta en el banco

para cuando decidiéramos casarnos, unirnos por el civil y la

iglesia, nuestros familiares y amigos están contentos por

nosotros, todos, pero ¿yo?

Los padres de Miriam insistieron en que ellos querían

comprar el vestido de novia, acepté pero insistí en

acompañarlos.

—¡No puedes ver a la novia! —me dijo la mamá muy

preocupada.

—Son supersticiones —protesté, pero al final ellos

ganaron.

No me quedó más remedio que servir únicamente de

chofer, quedamos de vernos en un punto cuando terminaran el

recorrido, yo llevé mi cámara fotográfica y me puse a deambular

por la zona. Tomé camino por las calles más transitadas,

siempre me gusta llevar ese porte de turista que devora

imágenes a través de su lente. Los edificios antiguos son mis

predilectos, pero también los rostros de la gente distraída,

casual, de esa gente que no sabe que los estás fotografiando.

Fingí tomar un punto de la calle para lanzar mi disparo a una

chica con rasgos orientales, como las de los cómics, la tomé y

en el momento justo ella miró mi lente, quedó atrapado su

rostro y su asombro al descubrirme. Bajé la cámara de mi

mirada y quise sonreírle, agradecer con un saludo, pero en ese

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breve instante ella desapareció, se esfumó.

Mi recorrido continúo y en un momento de cansancio me

senté a tomar una soda en un lugar con mesas a la calle.

Mientras bebía observé las fotos que había tomado, busqué

especialmente la de la chica oriental. Sí, ahí estaba, aunque…

para mi sorpresa, descubrí que estaba en todas mis tomas, una

y otra vez, sí, ya mirando a través de los cristales del metro

bus, o asomada desde una ventana del edificio de la tienda

Versalles, era ella la vendedora de flores en el crucero y que

casi atropellan cuando disparé. ¡Qué curioso! Pero quién era

ella, ¿por qué estaba en mis fotos? Asustado, comencé a sudar

y limpié mi sudor con una servilleta, mientras discretamente

observé a mi alrededor. En ese momento sonó mi celular, era

Miriam, ya habían terminado de comprar el vestido de novia,

pregunté la dirección y observé que era la misma calle en donde

yo me encontraba. Estoy aquí, le dije y cruce la calle, buscando

la tienda.

Varios aparadores adornaban la entrada, el primero era

la boutique de novias, después un aparador de artículos para

caballero y el más pequeño, una tienda de sombreros. Con mi

cámara en mano tomé fotos sin buscar la estética, únicamente

quería perpetuar esas imágenes a través de mis ojos. Algo raro

me sucedió, un frenesí se apoderó de mi instinto y busqué los

rostros de los maniquís, no salía de mi asombro, todos,

absolutamente todos los rostros eran idénticos a la chica

oriental. Miriam me encontró embelesado con un maniquí de

tamaño natural que por suerte no estaba vestido, mostraba su

desnudez andrógina y el rostro con una expresión de

inconmensurable paz.

―¡Ramón! ―Me gritó molesta, al parecer llevaba minutos

llamándome y no le hice caso.

―¿Qué miras tanto? —y señaló al maniquí desnudo.

Esa tarde, toda vez que dejé a Miriam y a sus padres en

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casa, fingí cansancio y les dije que iría a la mía a descansar,

pero no, regresé a la tienda e insistí en comprar el maniquí que

había robado mi atención. La gerente del local notó mi

nerviosismo y dijo que los maniquíes no estaban a la venta, casi

llama a la policía pero tuve que insistir un poco más, le ofrecí

“una comisión” y entonces aceptó, me llevé el maniquí a mi

casa, por un momento pasó en mi mente la película de Luis

Buñuel, la de El ángel exterminador. No, ¡Qué va! yo no estoy

loco, me dije, solo quiero, solo quiero… jugar un poco.

He jugado con mi maniquí, la del rostro oriental, al paso

de los días nos hemos hecho amigos; bueno, a decir verdad,

novios. Tiene las piernas largas, delgadas y tibias, un regazo

duro y liso, sus manos no se agitan, no se mueven, pero eso sí,

su cara es perfecta. No tiene que maquillarse ni usar filtros

para lucir bella en las fotos que le he tomado por mil, me

brinda su sexo que solo se abre cuando estamos en la ducha,

se lo hago, se deja penetrar y me deja saciar todas mis

fantasías en ella. La tomo sí, la tomo de mil maneras. Nunca la

he vestido, la dejo al alcance de mis instintos y de mi cámara,

ella no dice nada.

Miriam no deja de llamar, me aturde con sus preguntas

y sus padres, mis padres también han venido a hablar conmigo,

sé que son ellos, pero no reconozco sus rostros, parecen de

cera, como si se estuvieran derritiendo. Escucho sus súplicas,

ya les dije que sí, que la próxima semana me caso, pero que por

el momento quiero que me dejen solo.

II

El maniquí se mueve cuando Ramón está dormido,

deambula por la habitación, se mete en los sueños, se alimenta

de su respiración, se roba su energía, su voluntad. En este

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mundo nada es casualidad, todo deviene de una causa, los

objetos se mueven si les damos un motor, un impulso, una

polea para que se balanceen, así el maniquí obedece a la mente

del hombre que lo creó, nada de lo que hay dentro de esa casa

se mueve por sí solo, no hay pupeteros maniobrando hilos o

demonios poseyendo a los objetos.

La noche anterior a la boda, ante el silencio y ausencia

de Ramón. Miriam, enojada y desesperada decide entrar a la

casa de su novio; lo primero que ve es al maniquí y en un

ataque de ira incontrolable, busca en las herramientas hasta

encontrar un hacha con la que lo despedaza pensando que es el

objeto de los deseos de su novio. Fúrica y cansada se tumba en

el suelo a llorar, así la encuentra Ramón y asombrado corre a

recoger los pedazos del maniquí roto, mientras grita

desesperado. Su rostro cambia cuando encuentra el arma

“homicida”, la toma y se voltea sigiloso a buscar a Miriam, le

debe tanto, pero a la vez lo ciega el enojo, ¿cómo fue capaz de

atentar contra su maniquí? ¿Acaso no le bastaba con ser “la

humana”?

La mano izquierda sostiene la cabellera de Miriam, ella

trata de defenderse, pero la pierna de Ramón en su pecho la

apresa, y aunque patalea y rasguña a su consorte, este logra

cortar su cuello hasta que la siente morir. Llora y con la

adrenalina en lo máximo, levanta los pedazos rotos de su

amado maniquí, los coloca al lado de Miriam, toma su cámara

fotográfica y retrata la escena del crimen en cientos de tomas

horribles.

III

Hoy me caso, Miriam había sido mi novia desde que

entramos a la Facultad, y seguro hubiera sido la esposa ideal,

pero uno nunca sabe a quién podemos conocer de un día a

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otro, sucedió que conocí a un maniquí el día en que fuimos a

escoger su vestido de novia, un maniquí desnudo, silente, sin

ápice de fórmulas o maquillajes, todo hubiera sido distinto si

Miriam no hubiera actuado como lo hizo. Pero no hay mal que

por bien no venga, y sí, Miriam está muerta, pero no mi

maniquí, la restauré y la he vestido para este gran día.

Entraremos juntos a la iglesia y ella vestirá la piel que he

quitado a Miriam esta madrugada.

IV

El maniquí se levanta de su letargo, la piel que viste es

pesada y se arrastra mientras comienza a caminar lentamente,

los ojos de la muerte le señalan el sitio en el que se encuentra

Ramón, camina por las escaleras, va impulsada por la

mecánica de lo sobrenatural, a eso que no se le encuentra

respuesta, pero que permite a los muertos regresar a tomar

venganza. Sube lentamente, encuentra la puerta abierta de la

habitación, empuja un poco para cerrarla. Con el ruido Ramón

voltea y entonces la ve, se encuentran cara a cara, él sonríe al

contemplarla, pero entonces un rayo de luz y vuelta a la

realidad lo saca de su fantasía. Ramón se echa para atrás

cuando ve al maniquí tal y como es: pedazos de madera unidos

con silicón, alambre, clavos y sobre su cuerpo, la piel de una

persona, y poco a poco lo sabe, su mente se abre y vuelven los

recuerdos, ¡Es Miriam! ¡Esa piel es de Miriam!

El maniquí se abalanza hacia él, se mueve

frenéticamente buscando sus labios, mientras con las dos

manos aprieta su cuello.

VERÓNICA MIRANDA

México

Facebook:https://www.facebook.com/veronicamirandamaldoror

Instagram: https://www.instagram.com/veronicamiranda_maldoror/

Twitter: https://twitter.com/vampironique?lang=es –

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48


A L. B. R. A.

(…)el exotismo en el humano ruedo

como una planta de la misma semilla

que florece en dos extremos diferentes de la Tierra,

un diente de león que al soplarlo se dispersa

hacia direcciones inesperadas,

una rama que se extiende bajo las escaleras

y que debe ser cortada porque en ella

la realidad se derrama.

Katherine Medina Rondón («Diáspora»).

T

ras acabar esa mañana con el trabajo que realizaba

para una empresa privada, en su muro de

Facebook, el 26 de octubre, a las 16:58, Beatriz

puso (con letras blancas y fondo verde):

«EN VACACIONES. NO MOLESTAR SINO HASTA ENERO»

Decidió dedicarle tiempo a su familia y a salir con sus

mejores amigas y con algún «amigo» que le interesaba

románticamente. No obstante, esa noche, luego de escribir un

cuento de ciencia ficción, no pudo encontrar a sus padres ni

hermanos. Salió a la tienda a comprar, mas no pudo hallar a

nadie transitando. Llamó a sus amistades y los celulares no le

daban respuesta. Ni siquiera sus dos perritas se hallaban en el

patio. No había una sola persona conectada a internet ni

publicaciones nuevas de alguien. Beatriz pensó que tal vez le

habían cerrado la cuenta, no obstante, sí podía entrar a su

Facebook, a otras redes sociales, y estaba habilitada para

publicar. Se aterrorizó, se había cumplido lo que solicitó: nadie

la molestaría hasta dentro de dos meses y poco más. No

soportaba la idea de estar sola. Ni siquiera había insectos por

ahí. Optó por borrar su post; una vez que lo hizo, nada pasó,

porque lo hecho no se podía eliminar de la historia de la vida.

Intentó calmarse, no toleraba la tétrica idea de hallarse sola

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tanto tiempo. Se le ocurrió una solución, colocó otra

publicación en Facebook:

«DE NUEVO CON USTEDES, PUEDEN MOLESTARME»

Las cosas volvieron a la normalidad, como si lo ocurrido

se hubiera tratado de una lúgubre alucinación. El movimiento

de individuos que rodeaban su vida retornó. Su madre le dijo si

no quería comer turrón. Beatriz, llorando de alegría, le

respondió desde su habitación que gracias, enseguida iría a

probarlo, te amo. Sus mascotas ladraron. Se puso de pie y notó

una serie de sucesos que no le agradaron. Ella no era muy

bonita, mas no carecía de encanto y no le fastidiaba mostrar

sus fotos. A su inbox de Facebook le llegaron mensajes

morbosos e incluso videos con contenido sexual de acosadores,

a los cuales no conocía. Su celular sonó y ella no quiso

contestar porque el número que llamaba era desconocido. Su

padre tocó a la puerta de su recámara, le dijo que en el umbral

de la casa (ella no escuchó el timbre) había unos tipos que la

buscaban, su progenitor les dijo que se fueran, pero ellos

amenazaron con echar abajo la entrada. Su madre gritó cuando

comenzaron a patear la puerta de madera, lo primordial era

poner a los hermanos menores a salvo. Todos, excepto Beatriz

corrieron al segundo piso de la vivienda. Su papá estaba

llamando a la policía. Los invasores ingresaron diciendo que

venían por ella, para joderla. Antes de que penetraran en su

alcoba, la chica alcanzó a poner una tercera publicación en

Facebook:

«SOLO MOLESTAR PERSONAS QUE ME QUIERAN»

Y los intrusos se retiraron con rapidez, casi como si

desaparecieran. Todo parecía lucir con normalidad, aunque su

familia aún se encontraba asustada, sin ubicar una explicación

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para lo qué había ocurrido. Beatriz se dijo que en adelante

tendría que ser cuidadosa con lo que publicara en cualquiera

de sus redes sociales. Tenía la certeza de que podría mandar

correos electrónicos y escribir sus cuentos y poemas

tranquilamente, sin temor a que la realidad se distorsionara de

nuevo. ¿Volvería a suceder? Al parecer, sí. Quizá ya era

momento de cerrar sus cuentas para siempre, su vida social se

resentiría, su promoción como literata joven, de veintitrés años

se reduciría, sin embargo, más importante era su seguridad y la

de aquellos a los que amaba. Sonó el celular, el número era

conocido, respondió sin miedo. Era Luis, el chico que le

gustaba, otro escritor joven, de veintiocho años, que se

especializaba en terror. «Sentía que debía llamarte», dijo él,

«¿estás bien?» «Ahora sí, mencionó ella, por ahora lo estoy.

¿Podemos reunirnos? Quisiera…» Pensó en contarle el fabuloso

hecho, pero decidió que se lo guardaría, al menos durante un

tiempo. Pronto la charla se hizo amena y ella dejó de lado el mal

trago. No pudo hablar mucho porque sus padres le pasaron la

voz para ver si estaba bien y, al confirmarlo, indicarle que

cuidase de sus hermanitos mientras ambos iban a buscar al

vecino, el cual arreglaba puertas. Hubo comentarios en su post,

la reconfortaron.

CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR ROSAS

Perú

Blogs: https://el-muqui.blogspot.com/ - http://babelicus.blogspot.com/

Facebook: https://www.facebook.com/carlosenrique.saldivarrosas/

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52


L

legó al club a las siete y media de la tarde. Era

verano y había hecho calor todo el día, pero a esa

hora una brisa fresca que venía del mar hacía la

tarde más placentera. Fue hasta la cantina y pidió

lo usual, una picadita salada con queso, fiambres, papas chips,

maníes y una copa de vino blanco. Pidió que se la sirvan en la

mesa, en la terraza.

El club, típico club de balneario, originalmente un club

de pesca, estaba construido sobre un acantilado que daba a la

playa. La terraza del club era un lugar perfecto para tomarse

un trago o para cenar. Tenía una vista al mar hacia el oeste. En

el horizonte se veía agua, y a la derecha, al noroeste, la

curvatura de la entrada del mar formando una playa, la

desembocadura de un arroyo, más allá más arena y árboles.

Cristina se sentó como era usual en la mesa más

cercana al borde de la terraza. Desde allí veía las canchas al

lado derecho, donde jugaban sus hijos, Felipe y Miguel, que la

saludaron con el brazo. Al rato se acercaron a darle un beso y

pidieron una Coca Cola, estaban agotados de corretear.

También se acercó una pareja de amigos, Juana y Luis, venían

con su picada en la mano y la saludaron.

—¿Venís a ver tu telenovela diaria? —comentó Juana.

—¿Cómo telenovela? —preguntó Luis.

—Es que viene regularmente a la misma hora a ver la

puesta del sol, como si no se pudiera perder un capítulo.

—¿Sí? —preguntó Luis.

—Sí. Es un espectáculo hermoso y además gratis –

comentó Cristina.

—Tenés razón.

Miguel que estaba atento a la conversación, agregó:

—Más que una telenovela, parece que mamá viniera a

ver el informe meteorológico, siempre después de ver la puesta

nos dice cómo será el día siguiente. Y le emboca.

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—No le emboco —aclaró Cristina—, no es un informe que

doy al azar, es una deducción a partir del aspecto del sol y las

nubes y los colores.

—Mirá tú —comentó Luis—, sos como la gente de campo

que hace sus propios pronósticos. Después nos decís si

podemos ir a la playa mañana, hay tantas nubes que temo que

no será un buen día.

—Ché ¿Y Raúl? —preguntó Juana.

—Está en Montevideo, viene el sábado.

—Bueno, dale mis saludos —dijo Luis mientras

caminaba con Juana hacia otra mesa.

Felipe y Miguel terminaron su Coca y se fueron a las

canchas otra vez.

El sol estaba muy rojo y, aunque el cielo estaba nublado,

el sol estaba a la vista. Las nubes se colorearon de rosa y

celeste primero y después el rosa pasó a naranja poniéndose

cada vez más oscuro. El agua también se coloreaba, estaba

tomando el color rojo del sol. Parece sangre, pensó Cristina, y el

sol parece fuego, un fuego que me quema. Desde el momento en

que el sol tocó el horizonte cambió su forma abombándose

primero, achatándose como una moneda después y finalmente

desapareció.

Juana y Luis miraron a Cristina y con un gesto en el

rostro y las manos abiertas preguntaron;

—¿Y?

—Calor, mañana hará calor —dijo—, mucho calor.

Al otro día se repitió la escena en la terraza del club. El

día había estado caluroso tal como Cristina había anunciado,

pero ahora, en el atardecer, había muchas nubes, el cielo se

veía tormentoso, y el mar tenía un oleaje abundante. Aun así,

estaba lindo, ni muy caluroso ni fresco. Cristina disfrutó su

vino y otra vez compró refrescos para los niños.

—Mamá, hoy no habrá puesta de sol. ¿Cómo sabremos

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cómo estará mañana?

—Si no se ve la puesta porque la tapan las nubes,

significa que va a llover.

Eso fue lo que pasó, no se vio la puesta de sol. Cristina

quedó un poco triste, casi mimetizándose con las nubes grises y

el mar revuelto, pensó que al día siguiente el cielo y ella

llorarían a la par. Necesitaba una puesta tranquila, con pocas

nubes apenas rosadas o naranjas, o sin nubes, algo que tuviera

el cielo despejado como una página en blanco que la dejara

reflexionar e imaginar un futuro en paz, sin dolores ni culpa.

Por ahora todo la llevaba hacia atrás, al desencuentro con su

padre, un malestar entre ambos que tenía meses de evolución y

que unos días antes que él muriera, provocó que discutieran

agresivamente. No podía olvidar ese día. Lo peor era que seguía

enojada y con deseos de rebatir sus dichos a la vez que sentía

mucha culpa por no haberse controlado, o al menos

disculpado. Buscaba un equilibrio, el mar lo lograba, aún

revuelto, pero no ese día.

Tal como vaticinó, al otro día llovió hasta bien pasado el

mediodía. Por la tarde Raúl, recién llegado de la ciudad le

sugirió a Cristina salir a caminar. Eso hicieron, caminaron por

el parque de pinos entre la rambla y la costa. Casi a la hora de

la puesta seguían caminando entre dunas y pinos. Cristina

comenzó a ponerse ansiosa, quería llegar hasta el club como

siempre, antes de las veinte horas, como si mantener la rutina

fuera parte de un rito sanador. Raúl trataba de disuadirla.

—Igual no vamos a ver nada. Miremos desde acá,

tenemos una buena vista al horizonte.

Se detuvieron. Las aguas se veían muy revueltas y las

nubes se veían en todas las gamas del gris, entre claro y muy

oscuro e incluso casi negro en algunas partes.

—Otra vez tenemos lluvias mañana ¿Verdad? —preguntó

Raúl.

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—Sí, mañana y hoy, me parece que en un rato se larga

una tormenta. Mirá para el sur, hay relámpagos.

En eso, mientras miraban los relámpagos vieron la caída

de un rayo muy bien delimitado en el horizonte sobre el mar.

Cristina se estremeció y esperó el trueno que no venía.

El trueno tardó, pero llegó. Demoró casi un minuto, lo

que los sorprendió, además fue muy fuerte, estrepitoso, como

resplandeciente había sido el rayo. Cristina se tapó los oídos y

escondió su cabeza entre su pecho y sus manos.

—¿Estás bien amor? —le preguntó Raúl.

Cuando ella levantó la cabeza, Raúl vio que lloraba, y la

abrazó.

—¿Qué pasa?

—Es que no olvido como le cerré la puerta de un portazo.

Sonó fuerte, todavía lo escucho. Nunca voy a saber qué pensó

él, si entendió mi reacción. Exageré, pero también él…

—Ya olvidarás. O no, pero ese recuerdo se diluirá entre

los miles, millones de otros recuerdos que te aparecerán a cada

instante. Mira las gotas que empiezan a caer, cuántas serán, y

todas caerán en el mar, y ninguna es más importante. El

recuerdo de tu padre se compondrá de todos los relámpagos,

rayos, de todos los truenos, y también de ese número

incontable de gotas que forman el mar. Mañana lloverá, sí, otra

vez, pero no hay tormenta que dure mil años.

PATRICIA LINN

Uruguay

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57


-¡N

o lo puedo creer! —me dijo Mabel, la

señora que nos alquila el depósito de

galletitas.

Si ella no lo podía creer, para mí era un

absurdo absoluto estar en ese momento

firmándole el telegrama al cartero. Ya me había advertido Fito,

mi hermano, y yo, como buen cabezón, ni pelota que le di.

—Cuidate del Chueco, cuidate del Chueco, es un negro

hijo de puta —me repetía todos los días mientras tomábamos

unos mates y repasábamos las finanzas.

Yo al Chueco lo quería como a un hijo, por eso siempre

hice oídos sordos a las recomendaciones del Fito. Le había

salido de garante del departamento que había alquilado, le

prestaba plata ante cualquier necesidad o capricho se le pasara

por la cabeza, le salí de padrino del pibe y le banqué hasta la

fiesta del bautismo, siempre estuve para ayudarlo... ¡Siempre!

Juro que me interesaba por él, lo aconsejaba, hasta lo había

mandado a terminar el colegio secundario. Recuerdo que

cuando se presentó a pedirme laburo hace ocho años, ni

registro de conducir tenía. A decir verdad, el Chueco no tenía

dónde caerse muerto y para mí, últimamente se estaba

convirtiendo en una persona de bien y yo estaba orgulloso de

ser parte de su transformación. ¡Qué iluso fui!

Se estaba dando por despedido y nos reclamaba tanta

guita que no alcanzaban todas las galletitas que habíamos

vendido en nuestras vidas para poder indemnizarlo. Nos llevaba

a la quiebra sin alternativa, era el fin de nuestro negocio. Él no

tenía justificativo alguno para portarse tan mal con nosotros.

La distribuidora que nos había legado mi viejo, andaba

para atrás, ya los almacenes compraban directo a las marcas y

a nosotros solo nos quedaban algunos kiosquitos de mala

muerte que por respeto a nuestro difunto padre aún nos

compraban. Nos tenían lástima se podría decir, o tal vez con

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nosotros podrían manejar sus pagos como se le cantaba.

Cuando partió el viejo quedamos cuatro gatos locos, yo que me

ocupaba de la venta, Fito miraba los números, Josefina, una

“todoterreno” que hacía lo que le pedíamos, hasta algunas

cosas que no debería contar y el Chueco que manejaba el

mionca y hacía los repartos.

Mi hermano me había dicho de poner una cámara en el

depósito, de esas que hay en los bancos para poder controlar

que no nos choreen. El viejo era un negado de todas esas cosas,

pero a Fito las ventas que yo le pasaba no le cerraban con sus

cuentas y se estaba preocupando. Hacía ya mucho muchos

meses que el “debe” era mucho más grandes que el “haber”. Y

como para mí, esas cosas contables eran chino básico nunca le

había dado pelota hasta que un día la Josefina me dice que

habían llamado de un chino de Pontevedra reclamando que en

la caja de Manón que le habíamos entregado hacía dos semanas

estaban todas las galletitas rotas. Me quedé mudo dado que

yo… yo nunca había ido a vender galletitas a Pontevedra y en

mi puta vida había sentido nombrar a ese chino.

Mi viejo se murió de golpe, como un pajarito, quizás él

había advertido lo que estaba pasando con el Chueco y el

disgusto hizo que Dios se lo llevara casi sin despedirse. A la

semana de su deceso, mi vieja me pidió que vaya a ayudarla

para embalar su ropa y así poder donarla a los pobres.

Mientras mi vieja estaba en la cocina, yo guardaba lo más

prolijo posible su pilcha en unas bolsas de residuos que había

llevado. Ya había llenado cuatro bolsas, cuando al abrir un

jonca encontré lo que jamás me hubiese imaginado. Había un

chumbo, de chico le tengo pavor a las armas, mi viejo me había

inculcado ese respeto, por eso nunca esperé encontrarme con

una Smith & Wesson .38 igual a la que tenían los soldados del

Vietcong en la película “El cazador de Ciervos”. Los ponjas

jugaban a la ruleta rusa con los personajes interpretados por

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Christopher Walken y Robert De Niro mientras los cagaban a

cachetazos. Mi viejo no era un tipo violento, por eso no entendí

por qué se la habría comprado. Quizás sabía que nos estaban

afanando y quería estar preparado para defenderse. El revólver

estaba descargado, pero en el fondo del cajón, donde lo había

encontrado, había una caja de balas. Estaba casi vacía, la abrí

y me encontré con dos balas. Le iba a preguntar a la vieja que

hacía eso ahí, pero preferí guardar todo en un pulóver y

llevármela escondida a mi casa.

Durante esos días, el Fito no dejaba de reclamarme:

—¡Ojo con el Chueco! ¡Ojo con el Chueco! Este tipo nos

está cagando.

Y tenía razón. Con el telegrama en la mano, creí

desmayarme, me senté sobre una lata de Chocolinas y me puse

a llorar como un chico. Yo siempre le decía a Fito y también al

Chueco:

—La confianza es como la virginidad… se pierde una sola

vez.

No había perdido la confianza, tampoco la virginidad,

había perdido la esperanza, que es mucho peor. Me sentía

defraudado, violado, ultrajado, tenía ganas de matarlo, hacerlo

añicos, hacerlo desaparecer del planeta. ¡Cuántas veces lo

había defendido! ¡Cuántas veces había dado la cara por él! Y él

ahora nos quería destruir y sacarnos lo poco que teníamos.

—¿Qué haces ahí sentado? ¿Aún no vino el Chueco? ¡Se

hace tarde y hay que preparar los pedidos! —me gritó mi

hermano mientras yo estrujaba el telegrama que había releído

mil veces.

Mabel lo miró con compasión y tratando de calmar los

ánimos le dijo:

—No se puede confiar en nadie.

Fito me arrebató el papel de las manos y al instante

recitó una secuencia interminable de puteadas que prefiero no

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repetir. Él estaba rabioso con el Chueco, pero estaba mucho

más enojado conmigo. Pensé que me iba a cagar a palos.

—Yo lo voy a arreglar… ¡te lo prometo! —le dije con

vergüenza.

Esa mañana yo hice el reparto de las cajas de galletitas.

No quería quedarme quieto un minuto. No podía soportar

cuando los clientes me preguntaban qué había pasado con el

Chueco, a lo que les respondía que estaba engripado y tenía

para unos días. Muchos me hacían comentarios halagadores

del Chueco y hasta algunos me felicitaban por tener un

empleado tan aplicado. El veneno corría por mis venas tras

cada palabra que hacía referencia a ese gusano.

Al mediodía decidí ir a mi casa a almorzar. Mi esposa se

sorprendió de verme, solo piqué un cacho de queso y salame y

fui directo al armario donde había escondido el arma y las balas

y las puse en una mochila. Fui a la pieza de Leandrito, estaba

haciendo los deberes, me pidió que le explicara una cosa de

contabilidad, le di un beso y le sugerí que lo llamase al tío Fito

que la tenía mucho más clara.

Sabía que quizás después de esa tarde no lo volvería a

ver, al menos de la forma en la que nos veíamos a diario. Tenía

el convencimiento de que era mi deber vengarme del traidor.

Por un momento pensé que quizás era mejor contratar a

alguien que hiciera el trabajo sucio, un sicario. Pero estaba

seguro de que involucrar a alguien más a la larga o a la corta

iba a terminar afectando a mi familia y a la de Fito. Me fui

derecho al bajo Flores, donde estaba el depto donde vivía el

Chueco. Las balas ya las había puesto en el tambor, sabía que

tenía solo dos chances y no podía fallar. Dudé si quizás era

mejor tirarle dos tiros en cada una de sus chuecas piernas y

dejarlo inválido de por vida, pero si bien, ese sería un castigo

más duro que la propia muerte, no iba evitar el daño que

estaba queriendo hacerle a nuestra empresa. Los dos tiros

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debían ser certeros y a la cabeza, en medio de los ojos mejor,

como el disparo que le hace Robert De Niro al ponja en medio

del griterío en la película de los vietnamitas. Estacioné el

mionca en la esquina y esperé. Quería estudiar su movimiento,

quería saber si estaba afuera o si estaba adentro del

departamento. De pronto veo que sale del almacén de enfrente

lo más campante. Cruza la calle con dos bolsas de feria llenas

de birras, una en cada mano. Me pongo el revólver debajo de la

campera. Me bajo y lo encaro con toda la valentía que nunca

había tenido diciéndole:

—¿Qué haces, hijo de puta? ¿Así que nos querés hacer

mierda, con todo lo que hicimos con vos? ¿No tenés vergüenza?

El Chueco aceleró el paso mientras repetía como un loro:

—Tengo problemas, tengo problemas…

Al llegar a la puerta del departamento apoya las bolsas

en el piso y busca la llave.

—¿Qué problemas tenés, hijo de tu madre? ¿Y pensás

que nosotros no tenemos problemas? ¿Qué estamos nadando

en guita? ¡Turro de mierda!

Nervioso no emboca la llave hasta que se mete y me

quiere dejar afuera. Furioso, saco el revólver y le apunto a la

cara. El Chueco, se inmoviliza, temblaba como una hoja. Vi que

había algunos chicos jugando en la calle y traté de que no me

vieran el arma.

—Vamos para arriba —le ordené.

—¡Tengo problemas! ¡Tengo problemas! —repetía mientas

subía sigiloso los escalones.

Por un instante pensé que iba a revolearme una botella

por la cabeza.

Ya en el departamento, seguía empuñando el arma y

apuntándolo de cerca. Estaba todo hecho un quilombo, había

mugre de meses por todos lados. Me concentré en mi objetivo,

mi venganza. Sabía que no había chance de fallarle. El Chueco

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saca las botellas de las bolsas y las va acomodando en la

heladera y con lágrimas en los ojos me dice:

—Tengo al pibe internado, hay que hacerle un trasplante

de médula.

—Me estás jodiendo —le contesté y bajé el arma como si

un ser del más allá me lo estuviese ordenando.

—Te juro, mi jermu se fue hace un año con Carlitos y

hace unos meses me vino con esta novedad y no sé qué hacer,

discúlpame, pero estoy desesperado, ¡se me vino el mundo

abajo! —me explicaba arrepentido lo que le estaba sucediendo.

Me desplomé en una silla de la cocina, dejé el chumbo

sobre la mesa. Estaba confundido, estaba preparado para ser

su verdugo y ahora solo quería abrazarlo, y buscarle alguna

forma de solucionarle el problema.

—¿Y no podías habernos contado lo que te estaba

pasando? ¡Nos conocés hace mucho! —le pregunté, aunque

sabía que el Chueco era un pibe muy reservado.

Sonó un celular. De los nervios pensé que era el mío,

pero no, era el del Chueco. Pude reconocer la voz de su mujer

que le reclamaba:

—¡Che, Negro! Traéte las bebidas y pasá a buscar la torta

y los sanguches por la confitería, ¡ya están pagos! ¡Están

llegando los invitados!

Lo miré serio y lo incriminé diciéndole:

—¿Pero, cómo? ¿No tenías al pibe internado vos?

Y una falsa sonrisa se le escapó de la comisura de los

labios y supe que mentía. Levantó las manos y yo arrebatado

volví a empuñar el chumbo. Le apunte ahí… en medio de los

ojos, y no dudé un segundo. ¡Bang!

Y cayó como una bolsa de papas al piso. El charco de

sangre oscura empezó a cubrir toda la cocina. Nunca había

matado a nadie en mi vida, ni siquiera a una cucaracha. No

sentía culpa, era mi deber. Tomé el chumbo como si fuera

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Christopher Walker en la escena final, lo posé muy fuerte sobre

mi sien y sin el mínimo arrepentimiento, no tuve tiempo a decir

una plegaria. ¡Bang! y eso fue todo…

GUSTAVO VIGNERA

Argentina

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Twitter: @vignera

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65


L

a dureza y la rugosidad debajo su cuerpo y el viento

helado golpeando su humanidad lo despertaron. No

pudo abrir los ojos de inmediato debido al blanco

que le rodeaba y reflejaba de forma dolorosa los

rayos del sol. No entendía cómo había llegado ahí,

sintió que no tenía tiempo de cavilar en esa pregunta; sobrevivir

al mar de sal, debería ser su prioridad.

La sal quemaba su piel, igual que el sol parecía irritarla.

Usó parte del manto para atárselo en su cabeza a modo de

turbante, y empezó a caminar. Encontró charcos por una

llovizna reciente, aunque el agua no servía para tomarla porque

ya estaba salada. Su estómago resentía la falta de comida, pero

la sed era la que resquebrajaba sus labios y convertía su lengua

en un insoportable cartón seco.

En el horizonte, solo veía el mar de sal unirse con el cielo

azul irónico, parecía imposible hallar el final. No se iba a dar

por vencido, a pesar del cansancio y la debilidad de su cuerpo

continuó. Sus ojos recobraron vida al divisar un cactus a lo

lejos. Al acercarse se dio cuenta de que se trataba de una isla

de tierra, como un oasis en medio de la inmaculada superficie

salina. Tuvo la esperanza de encontrar algún animalillo, que le

sirviera de alimento o aunque sea insectos. Cuando el sol cayó,

fue reemplazado por tres lunas rojas que pintaban de carmín el

paisaje, como si alguien hubiera ensangrentado desde el cielo a

mar blanquecino. Lo que tranquilizó su espíritu era que no lo

dejaban a oscuras.

Decidió descansar en aquella zona, a la espera de

conseguir algo para alimentarse. Sin estar seguro cuánto

tiempo pasó, escuchó el croar de una rana y supuso que cerca

encontraría agua. Se guió por el sonido y su sospecha era

cierta, pudo saciar su sed, a pesar de que la pequeña laguna

estaba un poco lodosa. Tardó mucho más en cazar al anfibio,

tras varios intentos por fin lo logró. Quiso encender fuego, no lo

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consiguió y tuvo que comer la carne cruda y babosa del animal.

Estuvo por desistir debido a las arcadas que sintió al principio,

pero su hambre era mayor, así que al final comió, hasta roer los

pequeños huesos.

Como si el último bocado fuese un somnífero quedó

dormido de inmediato donde se encontraba. El crudo frío se

colaba por el manto que llevaba, a pesar de este clima

inclemente pudo soñar. Se veía en un lugar parecido, pero tenía

en sus manos una máscara mágica que le ayudaba a encontrar

otro oasis en medio de la sal. La forma de la careta era la de un

ser extraño, sin orejas, con un cráneo liso, color agrisado y

unos ojos rojos transparentes. Cuando se la puso fue como

mirar el espacio en su esplendor.

Al día siguiente, despertó a la salida del sol, contempló

por unos segundos el paisaje de ese mar de sal que a pesar de

su situación le traía tanta paz. No vio ninguna rana cercana u

otro animal que cazar, así que empezó a caminar. Después de

un par de kilómetros encontró unas piedras incandescentes sin

fuego alrededor, pensó que hubieran sido útiles para cocinar la

carne babosa y no pasar frío.

Encontró unas pozas de agua hirviendo, no podía

recogerla y hacerla enfriar, así que pasó de largo. No dejaba de

pensar en la máscara con la que había soñado. Caminaba y el

peso del sol era mayor por la sed, hambre e incertidumbre. Se

sentó por unos momentos para observar alrededor y descansar

su debilitado cuerpo.

Hacia el norte divisó algo resplandeciente a unos metros.

La curiosidad pudo más que su agotamiento. Al acercarse vio

que era un objeto brillante en forma de un huevo, pero con dos

grandes botones, uno rojo y otro azul. Lo admiró por largo

tiempo, parecía que vibraba, como si tuviera vida. Al final se

decidió por presionar el rojo, cuando lo pulsó, su ronroneo

aumentó, se abrió igual a una flor para transformarse en la

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máscara que había soñado. Al ponérselo vio que el sol se

pintaba de rojo fuego, en un eclipse con las tres lunas. Luego se

sintió liviano y empezó a flotar. La unión del astro con los

satélites lo estaba abduciendo.

ELIANA SOZA MARTÍNEZ

Bolivia

Instagram: @letrasenrojo

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69


A

ntes era más sencillo: clavo o tornillo. Ahora lo

han complicado tanto que solo el clavo es clavo y,

un clavo saca otro clavo. No, no era eso. Me refiero

a que los tornillos se han diversificado: los hay de

cabeza plana, de cabeza redondeada y de cabeza poligonal. Los

hay con raya al medio, como el pelo (cada vez menos), con cruz,

como la de las órdenes templarias. Y así como el clavo es cien

por cien masculino, el tornillo es bisexual. Me explico: para

clavar un clavo (valga la redundancia) solo hace falta un

martillo y una superficie en la que se pueda clavar (otra

redundancia). Arreas un martillazo y ya está. Puro machismo:

golpe en la cabeza y penetración. Fin. Solo hay un problema

cuando la superficie a penetrar se puede astillar, entonces,

amigo mío, le machacas la hombría. Así no rompe, solo penetra.

He señalado anteriormente que el tornillo es bisexual, de

cabeza gorda que necesita de ciertos instrumentos para que su

hombría sea reconocida. Si lo pones en madera es preciso un

destornillador (u otro instrumento de los que ya hablaremos),

pero si lo pones en la pared o sobre algo más duro, el muy

señorito precisa de taladro y taco, si no, no agarra. Ah, y si es

azulejo, primero hay que marcarlo con un punzón (primo

hermano del clavo).

Ahora vamos con el tema de las cabezas de los tornillos:

aparte de las señaladas tenemos: de allen, triangulares, de

cabeza hexagonal, de mariposa y un larguísimo etcétera.

Algunos de ellos necesitan otras herramientas. Además, si

intentas hacer entrar un tornillo a martillazos, se subleva la

rosca y no entra. Y luego los hay con taco y lo más in son los de

expansión, todos de metal con taco de metal y todo.

Lo dicho. Lo mejor los clavos y sino ¿por qué clavaron a

Cristo en la cruz y lo hicieron con tornillos? Y ¿por qué tenemos

el trabalenguas de «Pablito clavó un clavito…» ¿te lo imaginas

con: «Pablito atornilló un tornillo…», no es lo mismo, no

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funciona.

MANUEL SERRANO

España

71


72


S

ueño con Alegría, la chica del barrio con la que salí la

otra noche. Sueño que voy caminando por Valle

llegando a la esquina de Terry, la veo sentada en una

mesita bajo el toldo del barcito nuevo y cheto de

Caballito. Está ahí con el mismo look de esa foto, en

una avenida de Brasil, que tanto me gustó en el feed de sus

redes sociales; camisa a rayas de muchos colores, short rosa,

gafas oscuras y los rulos al viento. Hago contacto visual

mientras ella toma una copa grande de vino tinto, me sostiene

la mirada y empiezo a viajar. Me hundo en su expresión y todo

se narra como si fuera un poema de esos que nunca voy a

entender.

Primero todo es marrón como el iris de sus ojos y al

instante todo es fuego, pero un fuego amable porque no me

siento en el infierno. Después veo montañas verdes

desbordadas de bosques, y al atravesarlas volando se despliega

un cielo pintado celeste y un lago azul por debajo. Me sumerjo

en las profundidades de ese espejo de agua y me encuentro con

la oscuridad absoluta, que tras un destello de luces se llena de

estrellas. Estoy en el principio de la nada y el todo, estoy en el

origen del universo. Viajo entre los astros a gran velocidad,

pasando entre ellos como si solo fueran chispas inofensivas

hasta que me encuentro con la Luna, una luna llena y brillante

como nunca lo imaginé. Estoy flotando como si estuviera

paralizado por la luz que refleja el Sol, mis ojos no parpadean y

se encandilan hasta dejarme ciego. Todo es blanco y luz por

unos segundo y de nuevo marrón como los ojos de ella.

Otra vez me encuentro frente a Alegría compartiendo su

mesa, ella toma un sorbo de vino y el misterio no me cierra, hay

algo más para contar. En ese viaje relámpago también escuché

su voz, era como la música de una película espacial compuesta

para acompañar la transición de imágenes. Música y paisajes

para descifrar su historia, de su origen y las estrellas. Mientras

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ella extiende su copa y me ofrece un trago, yo sigo ahí atrapado

entre la incertidumbre del sueño y su mirada, sin poder

despertar.

FEDERICO ROMAIRONE

Argentina

Instagram: fede.romairone

Twitter: vivoenbares

74


75


A

lgunas noches saben a muerte, otras hieden a

ella; sin embargo, el sabor/hedor del cáncer deja

un estigma imborrable en la vida de quienes

rodean a quien lo sufre. Esto lo sabía Alberto la

media mañana en que decidió que su vida tenía que cambiar

por completo para, por fin, levantarse como el gran juez que

siempre soñó ser, o quizás solo como un vil castigador; no

había mucha diferencia. Redactó a máquina la carta durante

dos horas arrugando algunos papeles en el proceso. Una vez

terminada, la colocó dentro de un sobre junto al documento

que había leído durante su desayuno, abrió el cajón pequeño de

su ropero y lo guardó ahí, hasta el día en que Fernando, su

mejor amigo, tuvo que verse obligado a leerla.

Hasta ese veinte de febrero, día en que enterraron a su

padre, Alberto había sido el mejor ejemplo de misántropo

empedernido y apático social que podía existir en el mundo.

Nada despertaba interés en aquel joven de diecinueve años al

que muchos aborrecían y otros tantos apetecían aniquilar,

excepto el amargarles la vida a los demás.

Ni siquiera la enfermedad terminal de su padre había

ablandado su corazón. Sin embargo, algo sucedió aquel día. Se

apareció en el cementerio faltando pocos minutos para el

descenso del ataúd y se paró al costado de su madre. Llevaba

puesto pantalón y camisa negra, esta última adornada por un

corbatín michi. Algunos murmuraron, otros trataron de ocultar

el gesto de sorpresa. Escuchó las últimas palabras de su

hermano mayor y luego el sonido de las trompetas mientras el

féretro bajaba lentamente.

Mientras veía la escena como en cámara lenta, su

cerebro lo llevó a divagar por algunas cavilaciones con y sin

sentido. Cuando la primera palada fue lanzada sobre la

madera, una sutil lágrima se resbaló por su mejilla izquierda.

Se santiguó, le dio un beso en la mejilla a su mamá y salió de

76


prisa. Todo aquello causó revuelo por el resto de la tarde en la

familia, vecinos y amigos. “¿Alberto había llorado?”. “¿Se había

despedido de su madre con un beso?”. Fue muy desconcertante

para todos, incluso para la misma señora Marta.

Marta Agüero y su esposo habían intentado criar con

disciplina y mucho amor a sus cuatro hijos, y ello hubiera

resultado exitoso de no ser por el último de todos.

Alberto ya mordía furiosamente los pezones de su mamá

cuando esta quería amamantarlo y lloraba desconsoladamente

por alguna razón que todos desconocían.

Cuando ya tenía un año, mordía a sus hermanos y

rompía sus juguetes siempre sellando sus acciones con risas

como si aquellas travesuras fueran su regocijo. Las acciones

rebeldes debieron de haber llegado a su fin la tarde en que su

padre cogió su cinturón de cuero y con severas palabras le dio

dos azotes en las nalgas. Sin embargo, Alberto no lloró. En

silencio caminó hacia su habitación y no salió el resto de la

mañana. Almorzó sin decir palabra alguna y, nuevamente,

regresó a su habitación. A las tres de la tarde, hora en que su

padre acostumbraba a dormir la siesta, se escuchó el ruido de

un jarrón roto. El padre salió gritando de la sala, con sus

manos a la altura de su cabeza y gran cantidad de sangre

fluyendo de ella. Alberto iba subiendo cada peldaño de las

escaleras con una sonrisa placentera en el rostro. Así

transcurrió su adolescencia y parte de su juventud. Ni los más

reconocidos psicólogos lograron encontrar el origen de tal

comportamiento, muchos de ellos no quisieron volver a recibirlo

en sus consultorios.

Alguien dijo un día que era hijo de Satanás.

Pero aquel veinte de febrero, Alberto se sentó siendo uno

frente a esa máquina y se levantó siendo otro. Al día siguiente

del entierro de su padre, entró temprano en la habitación de su

madre, recogió las cortinas y le acercó a ella una fuente con el

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desayuno preparado. “Todo estará bien, mamá”, le dijo besando

su frente. Sorpresa, confusión y alegría se mezclaron en el

corazón de la mujer a quien había hecho llorar muchas veces y

que ahora, por primera vez en su vida, las lágrimas no eran

fruto del dolor. “Yo te cuidaré, nunca te dejaré”, dijo antes de

cerrar la puerta para dirigirse a su habitación.

“¿Qué había pasado con Alberto?”, a las dos semanas

todo el mundo se repetía una y otra vez esa pregunta; familia,

vecinos, compañeros de la universidad.

Absolutamente nadie, salvo su madre, se sentía seguro

con aquel cambio. “¿Qué está tramando?”, fue la interrogante

más discutida durante días. Lo vieron comer con Fernando, y

temieron por él.

“Siempre me insultaba y se burlaba de mí, pero ese día

fue diferente. Pensé que había enloquecido o que estaba

preparando algo perverso, y no fue así. Volvió cada tarde a

sentarse enfrente de mí y a conversar con esa sonrisa que poco

a poco me fue convenciendo de que ese Alberto al que siempre

había temido ya no existía”, contó Fernando alguna vez.

Seis meses después de haber cerrado el sobre con las

dos hojas de papel, Alberto presentó a Natalia a su familia el

día de su cumpleaños. Fueron la versión perfecta del amor

romántico, ese que inundaba cualquier lugar en el que se

encontrasen y despertaba envidias sutiles en los demás.

Como un animal que duerme de a poco hasta quedarse

profundamente entregado al sueño, los escepticismos y las

interrogantes dejaron de ser comidilla de la gente hasta olvidar

el asunto; ya casi nadie recordaba al Alberto hijo de Satanás.

Dos años después, Alberto se había convertido en el mejor hijo,

hermano, amigo, compañero, novio, incluso había creado una

asociación para el cuidado de animales sin hogar. Realmente

Alberto era una persona nueva, nadie podía negarlo, el chico

que odiaba y era odiado por todo el mundo se había ganado el

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aprecio y cariño de su comunidad entera.

“Pero la felicidad no dura para siempre”, repetiría

diariamente su madre con muchas lágrimas en los ojos antes

de morir de tristeza un mes y medio después del primer

desmayo de Alberto. “Su hijo tiene cáncer, señora”, lanzó el

médico a quemarropa, “muchos órganos están comprometidos,

no le queda mucho tiempo… dos meses, quizás tres”. “Los

Miramelindos estamos condenados a sufrir”, susurró cada

noche mientras lloraba sobre sus sábanas.

Nuevas interrogantes invadieron la mente de todos

aquellos que habían visto la transformación de Alberto, “¿fue

esa la razón de su cambio?”, “¿ya sabía él que estaba

enfermo?”, “jamás se lo comentó a nadie”. Fernando colgó la

llamada luego de recibir la noticia y cargado de lágrimas llegó

raudo a la azotea de su casa. Imaginó la silueta de Alberto

sentado en el muro donde muchas noches se habían quedado

conversando por horas. “No llores… aunque… sí, hazlo, es de

machos llorar… solo los verdaderos hombres no temen

demostrar sus sentimientos”, le había dicho una vez. Fernando

dejó que su corazón estallara.

Las mordidas, y todo el dolor que Alberto le había

ocasionado a su madre por muchos años no se compararon en

nada al que sintió en el momento que las palabras

prorrumpieron de la boca del médico. Su cuerpo se convirtió en

una frágil hoja de papel, se sintió llevada por el viento de la

noche que entró por una ventana abierta y el aire se volvió

denso en sus pulmones. “Pero la felicidad no dura para

siempre”, dijo por primera vez al día siguiente cuando Natalia y

Fernando llegaron al hospital.

“No me dejes, amor”, repitió cinco veces entre lágrimas la

mujer más afortunada del universo mientras tomaba la mano

de su novio. “Nunca”, respondió él la quinta vez mientras abría

los ojos como despertando de un profundo letargo. “No llores,

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estaré bien, todo estará bien… No te peinaste”, añadió con una

leve sonrisa. El recuerdo de la primera conversación inundó la

mente de Natalia, fueron las mismas palabras que aquella tarde

en el parque le había dicho un chico completamente

desconocido al cual tomó como un bribón, pero del cual

terminó profundamente enamorada y con quien había vivido los

momentos más felices de su vida. “No te peinaste” …

Marta dejó de comer para entregarse al llanto

desconsolado encerrada en su habitación. Una mañana en que

una lluvia torrencial cubrió toda la ciudad, una semana antes

de la muerte de su hijo, dejó de respirar. Ya internado

definitivamente en el hospital, Alberto nunca se enteró.

“Fernando…”, dijo la última noche que se mantuvo

consciente, mientras Natalia sujetaba su mano derecha “…me

siento muy débil. En la tarde soñé que mi papá vino a verme,

tenía una mirada apacible, no me odiaba, creo que volverá para

llevarme con él…”. Fernando no pudo responder nada.

“Necesito pedirte que hagas algo muy importante… En el cajón

pequeño de mi ropero hay un sobre, dentro de él, dos hojas de

papel; una de ellas es una carta. No la leas hasta el día de mi

funeral, y quiero que sea delante de todos… La otra hoja

puedes verla cuando desees. Dame tu palabra”.

Fernando asintió tratando de contener todo el dolor

posible dentro de sí. “Hoy tampoco te peinaste”, le sonrió a

Natalia, “nunca me olvides”. Ya en su habitación, ella no dejó

de llorar toda la noche y todas las noches hasta el día del

funeral. Alberto no volvió a despertar y falleció tres días

después. Los perros del refugio ladraron y aullaron toda la

noche, al día siguiente amanecieron muertos.

Todos se habían preparado para recibir la fatal noticia,

en vano por supuesto. La muerte de Alberto hirió a todos como

una daga envenenada. Dos años y poco más habían bastado

para germinar dentro de los corazones un sentimiento de amor,

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cariño, agradecimiento y paz hacia este chico, que decidió

redimirse de sus pecados y reivindicar toda una vida de

atrocidades. Los llantos y lamentos no pudieron evitarse.

La mañana del funeral, Fernando se dirigió a la

habitación de su mejor amigo, abrió el pequeño cajón del ropero

y cogió el sobre amarillo. Sacó la carta y, fiel a su promesa, la

guardó en su bolsillo doblándola en dos sin leerla. Su mano

volvió rápidamente al sobre para extraer la segunda hoja, era el

resultado de unos exámenes médicos con fecha veinte de

febrero, poco más de dos años atrás, y una sentencia en letras

mayúsculas: POSITIVO. “Lo sabía, él lo sabía”, susurró

Fernando, y por algunas horas creyó tener razón sobre la

actitud de su amigo, “no quiso morir odiado y olvidado”. Más

tarde se dio cuenta de que su razonamiento, si bien cierto,

tenía un enfoque equivocado. Y no solo él, todos en aquel jardín

de descanso perpetuo se quedaron sin respiración y con el

corazón en la garganta cuando la carta fue leída.

Ante un multitudinario y entristecido público, vestido de

negro en su mayoría, el mejor amigo de Alberto sacó el papel

doblado de su bolsillo y empezó a leer:

“Jueves, veinte de febrero… Reciban estas palabras como

las últimas mías y con gran sinceridad de mi corazón: Voy a

morir, tengo cáncer. Lo merezco…”, Fernando sintió un quiebre

en su voz, respiró profundo y continuó, “…No lo esperaba tan

pronto y aún no he terminado de juzgar a este mundo. Los he

castigado poco en comparación de lo que merecen, pero creo

que puedo dar un poco más, sí…” Fernando se detuvo, leyó

aquella parte en voz baja una vez más, miró a la multitud y

continuó, “Mi Creador, mi Señor me lleva pronto, he trabajado

bien, he producido mucho fruto, ¿alguien lo habría hecho mejor

que yo?, soy el mejor. Cada lágrima que logré que otros

derramen, cada herida, cada golpe de dolor, cada gota de

sangre…”, Fernando leía estupefacto cada línea, “… ¿ven que

81


soy el mejor? Y pronto iré a recibir mi recompensa. Sin

embargo, no soy un conformista, he trabajado mucho y lo

seguiré haciendo. Tengo un plan de despedida: mi último acto

de odio será amarlos…”. Fernando pidió un vaso con agua. Se

escuchó una voz de protesta pidiendo que no continuase la

lectura, pero él hizo caso omiso, dejó a un lado el vaso y

prosiguió. “…Sí, mi último acto de odio será llenarlos de amor,

que a estas alturas de mi trabajo entiendo como la mejor arma

de destrucción. Los partirá en dos, los volverá escépticos,

insensibles, sí… el amor los arruinará. Si yo muriese ahora con

todo el odio que ustedes me guardan, mi muerte pasaría

desapercibida y quizás para algunos como un trofeo. Pero ¿qué

si me aman?, sufrirán ¿verdad?, sufrirán mucho más de lo que

ya lo hicieron hasta ahora, llorarán, morirán…”. Fernando leyó

temblando las últimas líneas de la breve carta. “… Mi último

acto de odio, será amarlos y que me amen, porque solo así,

incluso en mi muerte, podré castigarlos… Adiós”.

ARTHUR CHÁVEZ

Perú

Facebook: https://www.facebook.com/irvingarthur.chavezponce.5/

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83


H

abían transcurrido ocho décadas desde que

Tiburcio Fagúndez emitiera su primer vagido en

este valle de lágrimas, pero él no lo creía.

¿Ochenta años? ¡Un vejete! No le cabía en la

cabeza. La idea que él tenía de los vejetes

provenía de las películas: voces cascadas y encías despobladas,

a lo Walter Brennan o Gabby Hayes, o actitudes patriarcales y

luengas barbas, como Donald Crisp o Finlay Currie ( )... ¡Pero él

1

no se sentía así! ¿Cómo podía aceptar sus... ochenta? ¡Si ni

siquiera había asumido los cincuenta, tres decenios atrás!

¡Inadmisible!

Por eso caminaba con andar garboso y firme (aunque,

eso sí, procurando pisar bien, porque las veredas no eran del

todo confiables, sobre todo en horas de la noche) y cuidaba su

atuendo, que era estrictamente formal, pero no “de viejo”. Y su

imaginación, siempre despierta como en los años de su

adolescencia, seguía soñando con el encuentro providencial de

la Mujer Ideal. Era un gran admirador de la belleza femenina,

destacando el “femenina”. Él sabía que aún quedaban en este

mundo mujeres-mujeres, y algún día, o alguna noche, se

cruzaría con una.

Claro que el destino se estaba demorando un poco, pero

estaba convencido de que tarde o temprano vería recompensada

su constancia. Mientras recorría la avenida, sus ojos se

mantenían siempre alertas.

—¡Ay, perdón, señor!...

Lo inesperado. Ella había tropezado frente a él;

prácticamente le cayó encima.

Se apresuró a ayudarla a incorporarse. Bastó el contacto

de aquella mano exquisita en la suya, y lo asaltó una revolución

dentro de sí, agitándose íntimas fibras por largo tiempo

aletargadas. Sus sienes palpitaron, y sus pensamientos

saltaron a lo lírico. “Es una obra primorosa del Supremo

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Escultor”, se dijo, con recóndito alborozo. “Esa suavidad..., esa

tibieza..., la finura de sus formas..., desde la deliciosa cordillera

diminuta de sus nudillitos a la perfección del dibujo de las

uñas, impecables en hechura y color...”.

Se las compuso para hablar con bastante naturalidad:

—¿Se encuentra bien, señorita? ¿No se lastimó?

Alzó ella su rostro. ¡Albricias! A los ojos de Fagúndez, se

conjugaban en esas delicadas facciones todos los encantos que

otrora le deslumbraran desde la pantalla del cine..., una

adorable combinación: algo de Linda Darnell, un poco de Gene

Tierney..., una pizca de la sin par Elizabeth Taylor ( ). ¡Una diosa

2

caída a la Tierra!

—No fue nada... ¡Suerte que usted me sostuvo! ¡Ay, qué

desgracia! —ella miró hacia abajo—. ¡Se me rompió un taco!

Era cierto. Uno de los finos tacones-aguja (precisamente

los que exaltaban el fetichismo secreto de don Tiburcio) se

había despegado.

—No se preocupe —se apresuró a decir—. Yo la ayudo.

Veremos si encontramos quién se lo arregle. Aunque a esta

hora...

—No importa —dijo ella, con hechicera expresión—. Vivo

cerca. Si me acompaña...

Él llevó la mano al ala del sombrero, elegantemente

ladeado a lo Dick Powell ( ), característico de su personalidad.

3

No llegó al extremo de quitárselo, claro, porque de haberlo

hecho quedaría al descubierto la infamante zona yerma de su

cráneo.

—Reinaldo Arenas, a sus órdenes, señorita. ¡Será un

placer y un honor escoltarla!

No había dudado más que una fracción de segundo en

presentarse bajo el seudónimo con que firmaba sus novelas.

Era impensable arruinar la gloria de aquel encuentro con un

plebeyo “Tiburcio Fagúndez”. Y tal vez ella conociera sus

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escritos..., quién sabe.

Los espléndidos ojos azul cobalto relucieron, y una

sonrisa de hada separó los rosados labios.

—¡Reinaldo Arenas! ¡Quién iba a decir que me

encontraría en persona con mi autor preferido! Porque es usted,

¿verdad? ¡Su novela “Crimen de pasión” me erizó el pelo! ¡Es

increíble cómo supo penetrar en la siquis de una mujer

locamente enamorada que llega a matar!

Le estaban acariciando el ego. Tiburcio se esponjó. Pero

elaboró una expresión modesta, al decir:

—Una novelita de quiosco, nada más... Un “divertimento”

mío. Tengo otros trabajos de más envergadura (enseguida se

arrepintió de la palabra, por sus connotaciones chabacanas,

pero ya estaba dicha), pero espero encontrar un editor que los

aprecie como es debido. Entre tanto, me entretengo con mis

tramas de terror y misterio. ¡Pero pongo todo mi afán en su

escritura; no las menosprecio, como hacen algunos críticos

fatuos!

Ella se había tomado de su brazo, lo que lo hizo

estremecer, aunque procuró disimularlo. Siguieron caminando.

El hombre aprovechó para deslizar una mirada admirativa por

aquel cuerpo grácil, ceñido por un vestido rojo ajustado que

revelaba sus curvas y meandros, dejando al descubierto un

generoso escote y unas piernas bien torneadas emergiendo de

la falda tubo.

A Fagúndez le ocurría algo peculiar: se sentía

repentinamente aislado de los ruidos, de las luces de la calle y

de los transeúntes, como si ellos dos deambularan por una

especie de túnel de su exclusividad. Pensó que era el momento

de entrar un poco más en confianza.

—No estamos parejos —dijo, con una sonrisa.

Los preciosos ojos de la mujer se dilataron.

—¿Parejos?... No le entiendo, perdone.

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—Usted sabe el nombre de su autor preferido, pero yo

ignoro el de mi lectora más dilecta. Me lleva ventaja, ¿ve?

La risa de ella le sonó a Fagúndez a cascabeleo. Pero la

cortó de golpe.

—Me siento algo dolida —dijo—. Pensé que yo tampoco

sería una desconocida para usted.

Ahora fue Tiburcio el sorprendido. Se detuvo y fijó en ella

los ojos.

—¿Es que... ya nos habíamos visto antes?... —Sacudió la

cabeza—. ¡No, no! ¡Imposible! ¡No me iba a olvidar nunca de un

rostro como el suyo! ¡Jamás en la vida!

La joven volvió a reír con suavidad, instándolo a seguir

andando.

—No quise decir eso. Es que trabajo en televisión.

Telenovelas... Me imaginé que tal vez me habría visto. Soy

Carmen Del Solar...; en estos días aparezco en “Mi perdida

virtud”. Ya estamos por el vigésimo episodio, y los productores

dicen que tiene un “rating” muy alto, por eso me pareció que...

—¡Ah, vamos, vamos! ¡Estrella de telenovelas! Claro, con

esas gracias que Dios le ha dado... Debí haberlo supuesto,

perdone. Es que, ¿sabe?, hace mucho que deserté de la

televisión. Estoy muy ocupado con mis lecturas y el trabajo de

mi nuevo libro. No tengo tiempo para eso.

Ella esbozó un mohín de desencanto.

—¡Me ha creado un complejo, hombre malo! Me había

creído más popular... Pero lo entiendo, lo entiendo. Usted es un

intelectual; debe estar en lo suyo. Lo comprendo.

Sus curvadas pestañas aletearon, y el hombre carraspeó,

algo confuso.

—Y créame que lo admiro más por eso... Pero, vamos,

cuénteme algo de lo suyo, de cómo se inspira, de dónde le

llegan las ideas... —Sonrió pícaramente, con resplandor de

inmaculada dentadura—. ¿Tendrá quizás alguna Musa?

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Él se atrevió a palmear la hermosa mano que

descansaba en su brazo.

—Creo que acabo de encontrar una —repuso, sonriendo.

Le complacía íntimamente que ella no recurriese al tuteo

indiscriminado que predomina entre la gente de estos días.

Esto, a su parecer, le daba un cariz más romántico al encuentro.

Adicto confeso a la formalidad, no aprobaba las libertades

excesivas.

—Pues dedíquele a ella ese libro que está escribiendo.

Sería lo justo, ¿no? Pero..., ya llegamos. Aquí vivo.

Estaban ante la puerta de un edificio de departamentos,

frente al cual había pasado nuestro hombre más de una vez.

“¡Si lo hubiese sabido!...”, pensó, pero no dijo nada.

—Bueno, ¡muchísimas gracias por su amabilidad! Y

además..., ya tengo algo para contarles a mis compañeros del

estudio. ¡Conocí a un famoso autor!

Le extendió la mano. Él, súbitamente acometido por una

extraña cortedad, no se la estrechó, aunque se moría de ganas

de sentirla dentro de la suya.

Hizo una inclinación de cabeza, tocando una vez más el

ala del “Borsalino”.

—Y yo conocí a la mujer más despampanante de esta

ciudad. —Sonrió—. ¡Volvemos a estar desparejos!

Ella se le acercó y lo tomó por los brazos, a la altura de

los codos.

—Emparejémonos, entonces. ¿No querría pasar a tomar

un café? ¡De alguna manera tengo que agradecerle su ayuda! Y

además, podemos seguir charlando, porque me interesa mucho

lo de su trabajo, sus conceptos, sus metas... Dígame una cosa:

¿nunca pensó en escribir libretos? Porque se me ocurre que tal

vez...

Unos inoportunos ladridos la interrumpieron. Era un

perro callejero persiguiendo airado a una motocicleta.

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—Parece existir una animadversión instintiva entre los

canes y esos engendros mecánicos, plaga de las calles... —

comentó Fagúndez, por decir algo.

Ella soltó de pronto una carcajada musical. El escritor la

miró, confundido.

—¿Qué es lo que le causa tanta gracia, Carmen?

—Es que me acordé de un chiste... “¿Qué haría el perro

si por casualidad llegase a alcanzar a la moto?” ¡Ja, ja, ja! —Y

se tapó la boca con sus finos dedos.

En ese instante, un soplo de brisa tocó la nuca de

Tiburcio Fagúndez. Sintió que se le ponía carne de gallina. La

primavera había venido más fresca de lo previsto, al parecer.

Retrocedió unos pasos. Un velo de gravedad nubló sus

facciones.

—¿Sabe una cosa, señorita Carmen? ¡Había olvidado que

tengo un compromiso importante con mi editor! Va a tener que

disculparme... Y a usted, por su parte, seguramente la estarán

esperando. —Se tocó por última vez el ala—. ¡Buenas noches!

¡Fue un verdadero placer conocerla, créame!

Y se marchó, intentando dar firmeza a su paso.

—Bueno... —murmuró, emprendiendo el regreso a su

casa—, creo que cabe la posibilidad de que llegue a aceptar mis

cincuenta, después de todo...

CARLOS M. FEDERICI

Uruguay

Wikipedia: Carlos M. Federici

Ilustración: Earle Bergey (modificada).

( 1 ) Walter Brennan (1894-1974), Gabby Hayes (1885-1969), norteamericanos; Donald Crisp (1882-1974) y Finlay Currie (1878-

1978), británicos, actores de carácter en películas de Hollywood.

( 2 ) Linda Darnell (1923-1965), Gene Tierney (1920-1991) y Elizabeth Taylor (1932-2011), famosas beldades de la pantalla en los

años 50 y 60.

( 3 ) Dick Powell (1904-1963), primero cantante y bailarín en musicales, se decantó posteriormente a películas “noir” y a la dirección

y producción de las mismas.

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90


S

iento una fuerte presión en el pecho que me dificulta

respirar. Tengo una pena inmensa que no controlo.

Escucho una y otra vez la voz que me dice: “Mami,

Mami”. Lloro y lloro todo el tiempo y me lamento:

¡¿Por qué?, Dios mío, ¿por qué?! La vida ya no tiene sentido.

Camino de un lado al otro de la sala sin parar. Me detengo.

Vuelvo a caminar. Voy hacia el estante donde están los licores.

Preparo “La muerte voladora”, un brebaje negruzco y pegajoso

en base a varias plantas de la Amazonia ecuatoriana, que

pueblos indios de esa zona colocan en las puntas de las flechas

para la cacería de animales. Lo mezclo con aguardiente de

caña, alzo el vaso con la mano derecha temblorosa y bebo de un

solo sorbo todo el contenido. Siento el sabor picante de la

pócima y un ardor en la tráquea mientras el líquido se dirige a

mi estómago. No tengo dolor corporal, me duele el alma. El

veneno surte efecto de inmediato. Muero en unos pocos

segundos. Mi cadáver reposa en el sofá como si estuviese

dormida.

Luego de varias horas, ingresa mi esposo Saúl y me

llama: “Mara”. Se acerca al ver que no respondo. Me toma de

los hombros y sacude mi cuerpo, mientras repite varias veces

mi nombre: “¡Mara!, ¡Mara!, ¡Mara!”. Acerca su oído a mi

corazón y no escucha nada. Toma mi pulso y tampoco siente

latido alguno. Grita otra vez mi nombre, ahora con un gran

alarido: “¡Maraaa!”. Se desata en llanto. Busca nervioso alguna

pista que explique mi deceso. Corre ofuscado de aquí para allá.

Revisa cada lugar y no encuentra nada. Halla mi cartera, la

abre y saca la fotografía de Noemí, nuestra pequeña hija.

Observa con atención las imágenes de la niña sonriendo en su

quinto cumpleaños. Escucha la voz que le dice: “Papi, Papi”.

Mira el vaso vacío. Agitado y sin dejar de llorar, vuelve a buscar

en la cartera y descubre la receta del brebaje letal. Se dirige a la

mesa de bar y encuentra todos los ingredientes que usé.

91


Machaca las plantas amazónicas, prepara la poción de “La

muerte voladora” y la bebe mezclada con aguardiente, al igual

que hice yo, sin dudar, de una sola vez. Se sienta junto a mí,

me toma de la mano y muere sin dolor.

Ahora, su cuerpo y el mío yacen inertes. Por fin, después

de dos años de la muerte de Noemí, hemos acudido a sus

incesantes llamados. El espectro de ella aparece y se encuentra

con los nuestros. Nos dice: “Mami, Papi” y, envueltos en un

abrazo eterno, los tres nos disipamos para siempre.

MAURICIO LEÓN GUZMÁN

Ecuador

Instagram: @mauricioleon758

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93


D

espués de ducharse temprano por la mañana,

Manuel planchó su camisa, su pantalón de

vestir y descolgó su saco y su corbata de seda

del ropero. Encendió la radio para escuchar algo

de música, pero solo se oía la estática en todas las estaciones.

Decidió poner en su fonógrafo el disco con la canción del

momento de un trío llamado Los Panchos …Me voy pa’l pueblo,

hoy es mi día… Terminó de ponerse sus zapatos de charol,

…voy a alegrar toda el alma mía… se emparejó bien el bigote

con unas tijerillas… que es lindo el campo, muy bien, ya lo sé.

Se untó suficiente brillantina en su cabello para al final ponerse

un poco de fragancia… pero pa’l pueblo voy echando un pie.

Salió de su casa silbando la canción que acababa de

escuchar. Saludó a sus vecinas agachando un poco la cabeza y

levantándose su sombrero bombín como cortesía.

—Qué guapo anda hoy, Don Manuel. ¿Se puede saber a

dónde va? —le preguntó su vecina.

—Claro, doña Margarita. Voy a mi cita con el amor.

—¡Uy! Pues mucha suerte con su conquista.

—Se le agradece, pase buenas tardes —dijo Manuel con

su sonrisa de oreja a oreja tomando un rojo clavel del jardín de

su vecina para ponérselo en el ojal.

Esa mañana parecía brillar más el sol y el tráfico de la

gran ciudad no causaba tanto estrés, sobre todo con el ruido de

las carcachas que salían por todos lados. Pasó con su voceador

de costumbre para comprar su periódico de setenta y cinco

centavos como todas las mañanas para enterarse de las

noticias del mundo y el estado del tiempo.

—Cómpreme este ramito de flores, patroncito. —le dijo

una vendedora ambulante.

—¿A cómo las da?

—A dos pesitos y si se lleva tres se las dejo a dos

cincuenta.

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Manuel las miró de un rosa muy bonito así que decidió

comprarle tres. Momentos después tomó el tranvía para luego

llegar a la Avenida Hidalgo con rumbo a la Alameda. Le gustaba

admirar el Palacio de Bellas Artes y pronto terminarían una

torre a tan solo unos pasos de este. Sin duda alguna el futuro

estaba llegando a pasos agigantados, pensó.

Decidió caminar rumbo a la fuente donde se vería con su

amada. Volteó a ver el reloj de la iglesia mayor, pero este no

tenía manecillas. Tomó asiento en una banca donde comían las

palomas granos de arroz que les lanzaba un anciano apoyado

en su bastón. Puso sus rosas a un costado sobre la banca y

abrió su periódico con las hojas totalmente en blanco. Hizo

como que lo leía. Más tarde y con mucha paciencia vio que el

sol se había puesto en todo lo alto; sin embargo, no sentía calor

debajo del arbolito frondoso donde se encontraba. Nunca se

impacientó al ver que nadie llegaba a su cita. Tan solo

imaginaba que en una de las páginas del periódico en blanco se

podían ver las fotos de la boda de Manuel y su amada en la

sección de sociales. Sonreía como si eso le trajera bonitos

recuerdos de un pasado lejano.

Se puso de pie, vio sus rosas blancas y las dejó donde

estaban. Puso su clavel, también blanco, sobre estas para que

le hicieran compañía. Volteó hacia su izquierda y partió con

rumbo a casa pensando que tal vez, solo tal vez otro día llegue

alguien a su cita. Quizás en la primavera o cuando estén

cayendo las hojas en el otoño.

—Una fecha de verdad, no como la de hoy —pensó.

Cualquiera que no sea el treinta de febrero.

HÉCTOR MORENO GONZÁLEZ

México

Facebook: Barón Azul

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96


Y

o siempre le decía a mi amada Lucrecia que fuera

al médico a hacerse ver por la ósteo osporosis del

esqueleto y por el glaucoma de los ojos pero ella

siempre me decía Haroldo no llames a las

enfermedades que estoy bien a pesar de estar vieja como vos

nada más que los huesos me molestan un poco por la humedad

porque últimamente hay más humedad en Buenos Aires por

esto nuevo del cambio climático y el calentamiento global que

parece que ahora vivimos en Londres y los ingleses sufren más

calor en el verano cuando les toca que es al revés que nosotros

que estamos en el hemisferio sur y estamos en invierno y el año

pasado el oculista me dijo que no tengo presión ocular alta así

que no inventes enfermedades Haroldo porque siempre las

estás buscando donde no las hay y yo le respondía a Lucrecia

que las enfermedades son como las brujas que existen aunque

uno no las vea andar volando con sus escobas a la luz de la

luna llena y que me hiciera caso y consultara de nuevo al

oculista para que le revise otra vez la presión de los ojos porque

su tía Elvira había tenido ese problema de vieja y tenía que

estar todo el día poniéndose gotas en la vista y más vale

prevenir que curar pero igual no me hacía caso la muy

testaruda y al revés que ella la verdad es que yo siempre voy a

ver a mis médicos porque tengo una larga lista de especialistas

a los que consulto para sanarme de un montón de

enfermedades que cada tanto me atacan como el asma que el

neumólogo me dice que es de origen emocional y que más que ir

a verlo a él necesito un buen psicólogo pero mis ataques de

asma son reales aunque sí es cierto que tienen un

desencadenante nervioso y necesito utilizar el aerosol de

ventolín y cuando salgo a la calle sin el aparatito me pongo más

nervioso y no puedo respirar y además del asma de los

bronquios sufro de gota en las articulaciones por eso me cuido

en la dieta y no como arenques anchoas y mejillones a pesar de

97


que me gustan mucho porque después no puedo caminar por el

dolor en los tobillos y también me tengo cuidar del colesterol

porque tengo tendencia a sufrir de presión a pesar de que desde

que nos casamos felizmente le pedí a Lucrecia que me la

controle todos los días y siempre estoy bien de presión pero eso

es porque no como con sal aunque le pongo ajo a todo que eso

está permitido y además ahuyenta a los vampiros y a la mala

suerte aunque después tenga mal aliento y tampoco como

chorizos ni pan casero con chicharrones que también me

gustaban mucho cuando era joven porque parece que cuando

uno tiene veinte años puede hacer cualquier cosa y llevarse el

mundo por delante pero cuando uno se va poniendo viejo la

vida te pasa factura como cantaba Edmundo Rivero en el tango

pucherito de gallina que decía con veinte abriles me vine para el

centro mi debut fue en Corrientes y Maipú del brazo de

hombres jugados y con vento allí quise quemar mi juventud

porque siempre me gustó el tango de Rivero y el de Gardel y el

del polaco Goyeneche y sobre todo del varón del tango Julio

Sosa aunque ahora me gusta también escucharla a la gata

Varela que se nota que es del palo del polaco con esa voz

rasposa y potente que tiene que te convence de cualquier cosa y

ya me fui por las ramas pero decía que para cuidarme ahora

tampoco como huevos fritos ni chocolate para que no me suban

el colesterol malo y las grasas trans que no sé muy bien qué

son y que deben de ser grasas que no son ni buenas ni malas

algo así como las personas trans que no son ni hombres ni

mujeres y que también pueden ser buenas o malas porque cada

uno elige lo que quiere hacer con su vida privada como yo que

decido cuidar mi salud y eso es lo que Lucrecia no entiende y

también me cuido del sol por eso de los melanomas que son un

tipo de cáncer en la piel producidos por los rayos ultravioletas

que me tuve que aprender bien el nombre en internet porque yo

antes pensaba que la melamina la melanina y los melanomas

98


eran la misma cosa o algo parecido así que ahora me compro

ropa con tratamiento UV para evitar estos rayos dañinos y no

salgo a la calle cuando el sol está alto sobre todo en verano y

nunca voy a la playa cuando hay mucho sol y Lucrecia siempre

se reía y me decía que los vecinos iban a pensar que soy

Drácula o un vampiro moderno porque no me ven nunca en la

calle de día y estoy más pálido que un muerto pero a mí me

gusta más salir a la tardecita porque también el reflejo del sol

en los ojos me provoca migraña que es una enfermedad

hereditaria que también sufrían mi padre Omar y mi abuelo

Amancio que en paz descansen y Lucrecia me decía Haroldo es

cierto que tu padre y tu abuelo tenían ataques de migraña

porque toda tu familia es hipocondríaca y eso es algo que se

hereda por los cromosomas o se copia imitando lo que hacen

los demás como hacen los bebés o los monos no sé muy bien

cuál es el caso en tu familia pero tu pobre madre Bernardita

que tenía una salud de hierro y era bastante mandona pero no

era una mala suegra siempre me decía que te cuide mucho

porque sos un calco de tu padre y yo le respondía a Lucrecia

que en realidad había sido bautizada Lucrecia Romina aunque

solamente quería que la llamaran Lucrecia que en su familia

también había hipocondríacos como su hermana Susana

Haydée que siempre me hizo acordar a Mercedes Sosa no

porque cantara Alfonsina y el mar o porque fuera tucumana

sino porque la querida Negra se llamaba Haydée Mercedes

aunque esto no lo sabía casi nadie y de vuelta me perdí ah

estaba contando que la hermana de Lucrecia vive encerrada en

su casa por miedo a contagiarse cualquier microbio si sale a la

calle y yo no tengo miedo de contagiarme los virus como ella

porque siempre salgo con mi barbijo y esto lo hice toda mi vida

incluso antes de la epidemia de gripe A y la pandemia de

coronavirus porque hago como los japoneses que siempre se

ponen barbijos para andar por la calle y por el subte y cuando

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van de turistas a otros países aunque no sé si los que salen

más de turistas son los chinos que son parecidos y siempre van

todos juntos porque los japoneses además de ser muchos como

los chinos son muy prolijos y muy obedientes en cuestiones de

orden público y sanitario porque no es cuestión de descuidarse

e inhalar todos los gérmenes que los demás tosen y estornudan

en los lugares cerrados y Lucrecia siempre me decía date

cuenta Haroldo que de algo uno tiene que morirse y en eso al

final ella tuvo razón porque cuando la pobre Lucrecia estaba

yendo al oftalmólogo para que le controlara la presión de los

ojos como yo le había venido insistiendo le cayó encima un rayo

en un día de tormenta en Buenos Aires por culpa del cambio

climático y la mató a pesar de que yo siempre le decía que se

cuidara y no pasara por debajo de las escaleras y no hiciera

nada los martes trece y sobre todo que no saliera en días de

lluvia porque se podía resbalar caminando por la vereda mojada

o la podía fulminar un rayo y no es que yo sea supersticioso

porque solamente soy hipocondríaco.

MARCELO MEDONE

Argentina

Facebook: Marcelo Medone

Instagram: @marcelomedone

100


101


D

ías antes de mi muerte, experimenté la

sensación de levitar e incluso tuve sueños en los

que ensayaba. En uno de ellos, me encontraba

en una habitación vacía, y después de varios

intentos logré tocar el techo, pero apenas

dudaba descendía rápidamente hasta detenerme a poca

distancia del suelo. En otro había alguien que me guiaba, me

pedía que me concentrara y diera primero unos saltitos.

Ensayamos en un jardín que daba a una alameda que parecía

amurallada por uno de sus lados. Desde donde me encontraba

no podía distinguir qué había detrás del muro. Noté que no era

la única persona que ensayaba, había otros jóvenes e incluso

niños que flotaban haciendo giros con el cuerpo.

Después de varios intentos logré elevarme lo suficiente

para acercarme a los cables de luz que circundaban la muralla

y ver la ciudad que yacía en las faldas de esta montaña.

Amanecía sobre esta ciudad absorbida por el aire, mis palabras

se perdían en esta atmósfera inaudible. Una fuerza

gravitacional que provenía del valle, me alejaba de la muralla. A

medida que descendía pude divisar calles, jardines delanteros

de casas de un solo piso, el gris inmutable del asfalto, ni un

rastro de vida. Pero al despertar, esta sensación de ligereza no

se detuvo.

Una tarde, después de la escuela, quise mostrarle a

mamá y a mi hermana que podía elevarme, así que atravesé la

sala de un tranco, fueron casi tres metros sobre los que floté

por unos segundos. En pleno salto mamá dio unos pasos atrás

y pasé casi rozándola, mi hermana que bajaba por las

escaleras, se dio una sentada cuando pasé frente a ella

sonriendo.

En la hora del almuerzo no comentaron nada de lo

sucedido, pero al día siguiente una médium apareció en la

casa. Mamá creía que mis ejercicios de levitación eran producto

102


de un exorcismo. La señora Marlene recorrió todos los

ambientes, se santiguó y echó agua bendita en todas las

paredes, puertas y ventanas. Escuché que hablaba con mamá a

media voz, le sugirió que tomara las cosas con calma, que eran

cosas de adolescentes; sin embargo, había notado la poca

luminosidad de mi aura.

Durante la cena hablé de mis planes cuando acabara la

escuela, que tenía intenciones de estudiar ingeniería y después

unirme a los cascos azules. Mamá sonrió, ladeando la cabeza

de un lado a otro, pero no me creyó, como tampoco le creyó a

Marlene.

Supongo que ahora soy un aerosol interestelar que por

fin aprendió a levitar.

REBECA CORNEJO LOBO

Perú

Facebook: https://www.facebook.com/rebeca.cornejolobo

Linkedin: https://www.linkedin.com/in/rebecacornejolobo/

Instagram: https://www.instagram.com/rebecacornejolobo/

103


104


S

uponiendo que nada de lo que nos ocurre está cifrado

de antemano, sería pretencioso imaginar que ellos

romperían esa lógica; más, tratándose de personas

“normales”. Pero, ¿qué puede tener de “anormal” que

una poeta de treinta y dos años, y un detective de

cuarenta, viajen en un tren que se dirije al puerto del El Avre?

Expresado de ese modo, ¿quién sabe? Quizás, como dato

relevante, podríamos consignar que él viene de fracasar en su

segundo matrimonio. Ella, de ninguno no quiso comprobar

esa posibilidad… me refiero a la del fracaso. De todas

maneras, las actividades de ambos sí tienen un punto en

común: experimentar momentos de profunda soledad; lapsos

de tiempo, o de inconsciencia, que…“¿Será cierto que si no

somos conscientes del tiempo, este deja de pasar?” piensa él, y

mirá su reloj que no funciona; un viejo Patek Phillipe Calatrava,

obsequio de Leonora Gattazzi célebre estafadora siciliana, a

cambio de olvidarse de su paradero. Él piensa en Leonora. Ella

mira el ramaje de los árboles llenos de hojas y flores que se

desperezan con la llegada del prin temps, menos su corazón

atrapado en el nido de serpientes del pasado que… “Será cierto

que si fuéramos capaces de olvidar el pasado, este dejaría de

existir”, piensa, y mira de nuevo por la ventanilla cómo todo,

absolutamente todo, se fuga hacia el pasado; hacia lo que ya no

es “¿Entonces, para qué fue?”. Pero con solo cerciorarse de ese

influjo no le alcanza; por más que la realidad exagere sus

gestos presuntuosos sobre los datos enigmáticos de todo

cuanto le rodea. También ella mira algo que no existe. Incluso,

la hipnótica influencia que ejercen las estaciones abandonadas,

como forma de atraer la madrugada hasta sus huesos, y que

siempre confunde con su corazón. No hay nada allí; ni siquiera

un reloj detenido, con la esfera craquelé, descascarándose; ni la

herrumbre de la nostalgia concurriendo con su danza de

mariposa pisoteada; ni el polvo vegetando sobre la humedad

105


como un amante muerto; ni un pedazo de pan desnudo,

envuelto en viento; nada. Allí a lo sumo pasan las noches los

inmigrantes abrazando su insoportable desolación. Los mismos

que fueron adquiriendo el oficio de polizones en un sistema que

siempre les arrebató el derecho a ser felices. Aparte de eso, ella

también ha notado en los ojos de los guardas algo indescifrable

cuando el tren pasa frente a aquel abandono. “Allí bajaba yo y

saludaba al jefe de estación: ¡Salut, Ricard!, y el viejo me

sonreía…”, escuchó decir a un guarda, cierta vez. Él y Ricard

habían combatido juntos en Argél, obedeciendo a un capitán

absurdo, que afirmaba que solo se podía ser caballero con otro

ser humano, jamás con los animales. Y toda la tropa fue

amoldando su cerebro a esa incomprensible idea. Quizás por

una enigmática ley de reciprocidad, “aquellos animales”

terminaron robando y asesinando a Ricard, muchos años

después.

El tren atraviesa un pueblo de casas bajas. Se desplaza

sobre un largo puente de hierro negro. Ella se despierta

momentáneamente, extrae de la cartera su diario y escribe de

manera obsesiva. Vuelve a poner el diario en la cartera y trata

de leer un periódico que encuentra a su lado. No quería que

aquello terminara así. Entonces siente que se desprende de algo

más que de palabras, y lo deja marcharse, mirando la mudez de

otra espalda gris, igual a esas con las que se suelen disfrazar

los espejismos; por eso todo ese tren a Normandía es un largo

espejismo que se va con ella, no existe otra razón. Ha notado

que algunos pasajeros miran hacia afuera cuando en realidad

están mirando hacia adentro, (de ellos mismos). Otros van

leyendo el diario, escondiendo su propia realidad en esa otra

realidad que construyen y destruyen las noticias. También está

el muchacho que mira hacia todos los lados como un faro roto,

el indisimulable polizón que aguarda al guarda, (¿negándolo de

esa manera?). Él está como quien espera un monstruo, un

106


dragón, o al copropietario de su indefinida identidad. El olor

salobre de la costa por fin llega, pero sus ojos no alcanzan aún

a divisar el mar.

Ahora el detective se sienta frente a ella. Inmediatamente

los dos tejen con sus miradas el futuro. Lo hacen obedeciendo

un argumento que ninguno imaginó. Lo hacen, porque a veces

los actos deciden por sí mismos, sin preocuparse por las

consecuencias. El sorpresivo magnetismo los vulnera y

prefieren desviar la vista al unísono por la ventanilla: una casa

adorable los hipnotiza unos segundos. Los dos visualizan su

vida allí: dos hijos, dice ella en su mente; tres responde él en la

suya. De pronto, los cinco niños y niñas, se juntan y miran

expectantes a sus padres. Ella cierra los ojos para esconderse

en otra galaxia; se siente ridícula. Él le observa los párpados,

los atraviesa y le ve los ojos. “Son de seda” dice en su murmullo

de investigador de cosas invisibles. Ella lo alcanza a oír y

piensa, “no, no cedas”. El periódico cae y un político opositor

queda mirándolos desde el piso. En la foto, a la par del fulano,

se alcanza a ver el rostro de Leonora Gattazzi. Él los levanta

al periódico, al político y a la Gattazzi, y los quiere colocar

de nuevo en el asiento. Al hacerlo, él roza con su mano el brazo

distendido de ella. Pero ella se hace la desentendida. Él lo

sabe… “la entiendo”, piensa. “No entiende” dice una voz; es el

guarda del tren discutiendo con el inmigrante, que amenaza

con arrojarse si no le permiten viajar gratis. Él se sorprende por

la coincidencia y sonríe. “Ustedes son como pájaros negros que

atraviesan el humo”, vocifera el guarda. Enseguida, él se

incomoda: la pistola que porta en la cintura le recuerda que no

tiene razones para sonreír. El guarda y el polizón intercambian

palabras acaloradas. Uno, en un repugnante francés, el otro en

un francés repugnante. Ella continúa con los ojos cerrados. Él

aprovecha, se estira un poco y se acomoda. Ella parpadea y

alcanza a verlo mejor. Ella se inquieta; no por sí misma, sino

107


por él. “Escuchen” —les dice a sus hijos en la casa que tienen a

la par de las vías y que los dos acaban de ver— “su padre es

policía”. Los niños, sorprendidos, se miran entre sí y luego

exhiben una gran sonrisa—. “¿En serio, mamá?”. “Sí; pero un

policía secreto. Nadie debe saberlo. ¿Entendido?. Por supuesto”.

—responde entusiasmado el mayor—. “¿Y tiene una pistola?” —

pregunta la menor—. “S+i, y con ella persigue a los malos” —le

aclara ella—, “solo a los malos. —¿Y quiénes son los verdaderos

malos?” —. Mamá tiene el periódico en la mano. —“¡Estos!” —

les dice, señalando la foto del opositor junto a Leonora Gattazzi;

quienes a esta altura no saben cómo salir de aquella foto, de

ese diario, ni de este cuento. El tren comienza a disminuir la

velocidad, (cosa imposible, como después se verá). El polizón,

después de haber forcejeado un rato con el guardia, lo termina

despidiendo fuera del tren antes de llegar a la estación, pero

nadie lo advierte. El viejo alcanza a decir, mientras se

desbarranca: “Ricard…Los animales…”. El muchacho siente el

estupor de lo que acaba de hacer. Vuelve a observar a la gente,

pero nadie reacciona. Ella abre los ojos. Él ya no está. ¿Existió

alguna vez? Él, en la puerta del vagón, mira el piso gris del

andén que comienza a sucederse más allá de la punta de sus

zapatos. La velocidad uniforma el piso gris que transcurre de

manera indiscriminada, “¿yéndose al pasado?”. También hay

rostros sumergidos en esa irrealidad que los suaviza, antes de

desaparecer. El inmigrante no quiso hacer lo que hizo, ¿hace

cuánto que no hace lo que quiere? Cuando el detective llegue,

sus tres hijos le preguntarán: —¿Y mamá? —él les dirá—, tenía

que seguir hasta El Avre, vendrá mañana—. Los tres niños se

quedarán desilusionados; cargando el fardo de una tristeza que

ha empezado a dejar de ser transparente. Ellos pensaban que

sus padres llegarían juntos en aquel tren. El guarda y su

esposa son abuelos. Ella siempre les trae regalos de París. Hoy

tendrán que esperar. El papá los mira con los ojos cerrados,

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¿para siempre?. Los abre; aún no ha descendido. Se arrepiente.

Gira para volver al asiento donde ella estaba, pero cuando lo

hace se la encuentra de frente. — “¿Va a bajar en esta

estación?” —le pregunta él, nerviosamente, mientras sigue

obstruyendo la salida—. “Si se corre de la puerta, tal vez pueda”

—le responde ella con una sonrisa que solo existe de la piel

hacia fuera. El tren se detiene, (solemos decirlo así,

alegremente, sin percatarnos que no es un ser vivo, que

siempre hay alguien que le obliga a hacerlo). Él se hace a un

lado para dejar pasar un tumulto de gente. Aun los que no

bajaban allí, impulsados por el morbo y ávidos de escenas para

llevarse en el móvil, presionan con desesperación para

averiguar qué ha sucedido. —“¡Gracias!” —le dice ella,

desciende y empieza a caminar por el andén. Él la mira irse. No

sabe qué pensar. No sabe qué le va a decir a sus tres hijos. Ella

se vuelve para mirarlo (¿por última vez?), y él lo nota. Camina

presuroso eludiendo el alboroto de gente, policías, y bomberos.

Ella vuelve a caminar como si supiera a dónde va, o como si en

realidad dos hijos la esperaran. Un pájaro negro atraviesa el

humo; un rostro indescifrable lo mira momentáneamente; y un

perfume diferente pero conocido se cuela y nos retrotrae a un

episodio de la infancia…. “Todos somos nubes de vapor” —dice

el maquinista, que ha dejado la locomotora para allegarse hasta

el lugar donde se arremolinan los curiosos. Él la toma

suavemente. Ella se deja; lo rodea con su brazo izquierdo por la

cintura, y descubre el arma. “—Perdón” —se disculpa él, y se

cambia la pistola de lugar—. “Prefiero que no se las muestres”

—dice ella, con una confianza que la sorprende—. “No hay

problema” —le responde él—. “Aparte, hoy iba a ser el último

día que la usara, así que…” Ella lo mira con intensidad. Él le

corresponde la mirada, después, el beso que ella inicia.

Abrazados, ella le dice que ya no quiere ir al mar; que no quiere

llegar al espigón y esperar, entre dos latidos, dejar atrás todo y

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convertirse en su propio pasado. Él la abraza más fuerte,

solloza. El tren está exánime, él arroja a las vías la Walther; la

ve caer como una flor negra sobre un sepulcro. ¨Es difícil

imaginar semejante comparación… Salvo que se sea policía”,

piensa ella. —“Yo ahora tampoco lo quiero hacer” —proclama

él con total seguridad, en una mezcla de tristeza y alegría que

no sabe separar, y que termina convirtiéndose en una especie

de resignación, que ella y los cinco niños aprueban con alegría.

Todos se alejan caminando por el andén. Ella le habla de los

hijos, él de la casa al lado de las vias. Se rien a carcajadas. La

esposa del guarda solloza aprisionando un kepi; a la del polizón

le aprisionan el cuello; y Leonora Gattazzi recibe las llaves de la

habitación del político opositor. El traidor se va feliz con un

Patek Phillipe Calatrava —falso—, y todo recomienza; todo,

menos el viaje de un tren a Normandía.

HERNÁN SÁNCHEZ BARROS

Argentina

110


111


E

l mensaje era claro y contundente. Debía esperar

afuera del salón de convenciones de aquel hotel

sin mezclarme con la gente que entraba y salía del

mismo hasta que alguien hiciera contacto

conmigo. Claramente el mensaje no era para mí, de otra

manera habría sabido de qué hablaba. De todas formas fui a

ver qué era todo eso impulsado por la curiosidad, porque no

encontré nada interesante para ver en los setenta y cuatro

servicios de streaming, porque era fin de semana y porque el

suicidio podía esperar una noche más.

Los que entraban y salían del salón llevaban un

sombrero de forma extraña: era marrón y con unas antenas

raras que parecían cuernos, o cualquier cosa poco seria para

ser usada por una persona adulta. Lo que reforzaba la idea de

que el mensaje no era para mí, ya que nunca me expondría de

esa manera ante el ridículo.

Faltaba muy poco para que me decidiera a irme cuando

alguien me tocó el hombro izquierdo y de inmediato me giré

hacia la derecha.

—Qué bueno que pudiste venir —dijo un hombre no muy

alto, de pelo negro, espeso corto y un bigote falso pegado sobre

su cara hablando en una mezcla de español aprendido a base

de telenovelas centroamericanas con una fuerte tonada

alemana.

—¿Nos conocemos? ¿La invitación era para mí? ¿Qué

hace esa gente ahí? ¿Cuál es el sentido de la vida? ¿Por qué da

vueltas la rueda? ¿Por qué el cielo es azul? ¿Por qué vuelan los

pájaros? —lo bombardeé con preguntas que recibió con una

amplia sonrisa que usó para ignorarlas.

—Cuando las puertas estén por cerrarse —dijo—,

corremos y nos colamos en el salón.

—¿Para qué?

—Para fastidiarlos, como la última vez —respondió.

112


—Claro —dije—, como la última vez —me gustaría saber

de qué estaba hablando pero se concentró tanto en la puerta

del salón de convenciones que nada de lo que hice logró

distraerlo.

Me senté en el suelo de baldosas sucias a esperar a que

fuera el momento, o que sucediera cualquier otra cosa. Pero no

fue hasta que no estuve a punto de quedarme dormido que no

sentí un empujón seguido de un perentorio —¡Vamos! ¡Ya! —

que no me puse a correr.

La puerta con cierre automatizado casi me arranca un

pie pero logramos escabullirnos en la oscuridad del fondo del

salón y sentarnos en dos de los múltiples asientos vacíos de las

últimas filas.

A decir verdad no eran muchas personas. El haber

pasado horas viéndolos ir y venir me hizo pensar que serían

muchos más, pero a lo sumo serían treinta personas con sus

raros sombreros, nuevos algunos, un poco más viejos otros.

Sobre una pantalla blanca se proyectaba un anuncio en el que

se leía: “87° Reunión Anual de la Sociedad Samseana

Unificada”. Eso me dio una pista y volví a mirar a mi

acompañante.

—¿Franz?

—Bienvenido —dijo sonriendo ampliamente—. Cada vez

que nos encontramos olvido lo de tu memoria. Lo cual es un

poco irónico porque tú olvidas casi todo, como si fuera un

sueño y no la realidad.

—Bueno. Te moriste hace unos cien años. Eso es real.

—Yo no me morí. Fue mi hermano.

—¿Qué hermano?

Me miró con fastidio pero algo lo hizo recapacitar, tal vez

el estado de mi memoria, el cual también yo desconocía.

—Mi hermano gemelo fue el que murió en 1923. Y como

todos los hermanos gemelos del mundo saben, cuando uno de

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los dos muere, el otro se vuelve inmortal. Al menos por un

tiempo.

—¿Cómo?

—¿Leíste El retrato de Dorian Grey?

—Sí, cuando tenía doce años, como todos.

—Cuando tú tenías doce años Oscar Wilde todavía no

había nacido. Pero te encargaste de contarle tu historia cuando

lo conociste un poco después. Y él hizo que creyéramos que se

trataba de un cuadro lo que te hacía inmortal —me miró a los

ojos por un largo instante antes de continuar—. Pero los dos

sabemos la verdad.

—¿Tuve un hermano?

—Sí, alguna vez. Nunca me contaste qué le pasó, ni

cuándo. Luego comenzaron tus problemas de memoria —

explicó y señaló mi cabeza—. Nos encontramos el día en que mi

propio hermano acababa de morir, pero todos creían que había

sido yo. Y luego sucedió esto —señaló hacia el frente del salón.

Mirándolos allí dentro y con ese cartel de fondo, los

sombreros adquirían otro sentido, otro motivo para ser. Pero

eso no los volvía menos ridículos.

—¿Quiénes son?

—Nadie importante. Unos aburridos que tomaron mi

libro como si se tratara de un libro sagrado, la Torá, la Biblia, el

Avesta, el Señor de los Anillos o alguno similar. Se juntan a

interpretarlo, analizan palabra por palabra, como si fuera

necesaria una exégesis semejante. Luego publican unos

boletines con sus conclusiones —en este punto de la

explicación Franz movió la cabeza en un gesto de aceptación, o

al menos no de completa negación—. Los primeros eran

interesantes y divertidos, con los años comenzaron a repetirse y

aburrirme.

—Claro…

—Por eso quiero destruirlos —concluyó apretando los

114


puños con fuerza.

—Claro —repetí para decir algo—. ¿Pero cómo?

—Para esta convención estudié ventrilocuismo y

proyección de la voz. Va a ser muy divertido. Voy a volverlos

locos.

—Sí, muy divertido.

—Además, debajo de la mesa del centro hay una bomba

casera. Así que —consultó su reloj—, tenemos veinticinco

minutos y treinta y siete segundos para divertirnos con ellos.

Lo miré a los ojos y supe que no mentía. Llevaba más

años de los que creía recordar coqueteando con la idea del

suicidio, pero, por alguna razón, ya no me parecía una opción

tan interesante.

—Comencemos —dijo sonándose los dedos de la mano—.

Esta novelita está muy mal escrita.

Su voz sonó a la derecha del salón; todos los samseanos

se giraron en esa dirección como si de un único cuerpo se

tratara exclamaron:

—¡Blasfemo! —antes de lanzarse sobre uno de los

incautos allí sentados.

—Anatema para el infiel —gritó el que dirigía la reunión.

Sentado a mi lado, Kafka no dejaba de reír a carcajadas.

El sudor, los nervios y el miedo hacían que me pregunte

si aguantaría los siguientes veinte minutos.

JOSÉ A.GARCÍA

Argentina

Página WEB www.proyectoazucar.com.ar

Ilustración: MISHA VYRTSEV

115


116


U

n hombre pegado al pasado, así era Remigio,

hasta su nombre era antiguo y fuera de uso, sus

padres lo habían signado desde el inicio. Él, lo

llevaba como una carga y que solo por el inmenso

amor que había tenido por ellos, lo perdonaba. El

tiempo, igual había pasado y él ya no era un chico, era un

hombre grande, que estaba solo y soñaba con un pasado que

había sido mejor. Pero sabía que solo era un juego, una

tramoya que le hacía el tiempo; le proponía creer que todo lo

vivido en la juventud había sido maravilloso, inigualable,

indescriptible. De tanto jugar ese juego un día terminó por

aceptarlo, por tomarlo por cierto y creer en aquellas lejanas

aventuras, que solo habían sido esbozos de éxitos envidiables, o

simplemente engaños, como los oasis del desierto. Perdía el

tiempo que ya no tenía, recordando y confundiendo hechos y

fantasías, o personas y fantasmas. En el momento de vivir,

había dejado pasar muchas oportunidades, por mirar hacia

adentro o hacia atrás y ya era tarde.

Una mañana salió temprano de su casa y camino hacia

el centro; ya estaba cansado, las cuatro horas de sueño de la

noche, lo dejaban peor que antes de acostarse. No dormía bien,

o mejor dicho casi nada y cada día se sentía peor, estaba

enfermo. En estas cavilaciones se encontró de pronto en la

puerta del bar, donde desayunaba algunas veces en la semana;

no dudó en entrar, anduvo un corto trecho hasta la mesa

habitual y vio en ella sentada a una mujer. Extraño le pareció,

ese lugar siempre estaba desocupado, pero sobre todo porque

una mujer sola, no elegiría ese bar viejo y destartalado. Se

detuvo frente a ella y quedó deslumbrado por su belleza, era

una mujer mayor, tendría su edad, pero las facciones perfectas,

aún permanecían detrás de sus dignas arrugas. Bien vestida,

no como las chicas, sino como debía ser, propio de una mujer

de su edad.

117


—Buenos días señora —saludó amablemente, con su

habitual sonrisa gardeliana. La mujer levantó la cabeza y los

ojos profundamente oscuros lo atravesaron y también con un

gesto de amabilidad, respondió a su saludo

—Nunca la vi por aquí —dijo emocionado Remigio— y me

quedé sorprendido por su belleza, disculpé mi osadía al decirlo,

pero su imagen ha rescatado en mi toda la audacia olvidada.

—No me puede molestar semejante elogio —respondió la

mujer manteniendo su sonrisa— Pero, ¿por qué no toma

asiento? esta es su mesa y la silla que tiene delante, es la que

usa siempre. Remigio, asombrado y hasta sonrojado, corrió

suavemente la silla y tomó asiento, quedaron entonces frente a

frente y por unos instantes, mirada a mirada se conocieron, era

algo extraño, un rayo helado lo atravesó de pies a cabeza. Esa

mujer lo conocía, lo sentía muy adentro, pero estaba seguro, al

mismo tiempo, que nunca la había visto.

—¿Puede ser que nos conozcamos de algún otro lado? —

Dijo él abrumado— Soy Remigio López, marinero y pescador —

Tendiéndole su dura mano. La mujer le tomó la mano al tiempo

que le decía su nombre: Elisa. Por unos instantes mientras le

sostuvo la mano, varias imágenes estallaron en su mente y el

rostro de Elisa estaba en ellas. En momentos de un pasado

muy lejano, tanto que no parecía el suyo. Brillaba en ellos su

sonrisa, y sus ojos, ocupaban los espacios desconocidos.

Cuando ella soltó su mano, Remigio volvió a la realidad, pero

sabiendo que algo extraño pasaba. Entonces escuchó la voz de

la mujer que decía:

—Marinero y pescador, que bella forma de presentarse

Remigio, me hubiese gustado ser marinero. Un marinero como

usted, con mucho mar recorrido y cubierto de sencillez y

honestidad. Aunque fueron solo sueños, yo tampoco pude ser

otra cosa que lo que soy.

—Yo revivo mi pasado a diario y nunca usted apareció en

118


mis recuerdos, pero ahora sé que la conozco, estuvo allí hace

mucho y me angustia decirle que no sé cuándo —Los ojos del

hombre brillaban de emoción y su labio inferior mostraba un

imperceptible temblor.

—Por Dios, no se angustie, yo vengo de un lugar muy

distante y muy lejano, no puede recordarme

—¿Acaso es Ud. de otra vida? Porque siempre sospeché

que en algún momento he sido otro, que he tenido otro aspecto,

otra fortuna y no este pobre tipo, olvidado del mundo —Bajó la

cabeza y buscó su mano con la suya, ella se la apretó

suavemente.

—Remigio, siempre fuiste marinero y pescador, en este y

en otros tiempos. El destino lo ha querido así y eso no es para

cualquiera, has sido un elegido y lo has llevado con sacrificio y

dignidad. Pero ha llegado el tiempo de volver, el tiempo del

descanso, el del final. Por eso vine, a buscarte.

ROLANDO JOSÉ DI LORENZO

Argentina

Facebook: https://www.facebook.com/rolandojose.dilorenzo

119


120


M

aría Carlota Amalia Augusta Victoria

Clementina Leopoldina de Sajonia-Coburgo y

Orleáns Borbón-Dos Sicilias y de Habsburgo-

Lorena, nació en el castillo de Laeken, cerca de

Bruselas, Bélgica, el 7 de junio de 1840, hija

del Rey Leopoldo I y de la Reina Luisa María de Orleáns.

La bella princesa de Bélgica a los diecisiete años se casó

el 27 de julio de 1857 con el archiduque de Austria,

Maximiliano de Habsburgo, y por ende, archiduquesa. Este

nació en el palacio de Schönbrunn, en Viena, el 6 de julio de

1832.

Para tener una idea de los encantos de la joven Carlota,

como mayormente se le conoció, tenía “Boca pequeña y

graciosa, labios frescos y encarnados, dentadura blanca y

menuda, pecho levantado…”

Ese Maximiliano era todo un calculador; de la riqueza de

ella y de la familia. De lo que sí estaba conciente era de su

propia falta de inteligencia, además de ser un perfecto

ególatra. Antes de casarse con Carlotita dijo el muy canalla:

“Ella es bajita y yo soy alto, como debe ser. Ella es morena clara

y yo soy rubio, un buen detalle también. Ella es muy inteligente,

lo que no deja de ser un fastidio, pero sin duda saldré airoso”.

Contrariamente, al tiempo de casados la romántica

morenaza recordaba: “¡Oh!, cuando llegaste a Bruselas, con

tu uniforme blanco de almirante de la flota austriaca… en tus

ojos aleteaban las violetas azules que crecen en las faldas de los

Alpes de Tirol”.

La pareja gobernó las provincias de Lombardía y

Venecia, pero después aceptaron el trono de México;

ofrecimiento que les hicieran un grupo de conservadores

mexicanos opuestos al régimen del presidente Benito Juárez,

121


según ellos para solucionar la inestabilidad política del país,

confabulados con Napoleón III, quien se fijó en el moldeable

Maximiliano para que fuera Emperador del Segundo Imperio

Mexicano.

El 10 de abril de 1864, la elegante pareja fue coronada

en la hoy Catedral Metropolitana de la ciudad de México. Al

avanzar del brazo de su esposo rumbo al altar, el silencio del

templo dejaba escuchar el erótico fru fru de sus íntimos azules

tules.

Los emperadores ocuparon como residencia el

majestuoso Castillo de Chapultepec.

El pedante Maximiliano era indeciso en sus

responsabilidades políticas; Carlotita era la que daba la cara, la

que “llevaba la chiva al agua”. Aparte de ello, desde el inicio del

matrimonio el emperador se mostró falto de responsabilidad

alcobatoria. En el castillo dormían en camas separadas, cada

cual en su propia recámara según la costumbre y, se estilaba

en esa época que en las noches, sobre todo las de plenilunio, el

esposo llamaba a la puerta de la esposa y viceversa. Pero ¡oh!,

el desaprovechado vienés dejó de sonar la aldaba.

Muchas noches Carlota se deslizó entre los taciturnos

pasillos del palacio, pero fue en vano, pues el austriaco ya

había metido cerrojo perpetuo a su aposento. ¡La puerta de él

cerrada y la de ella con cerrojo abierto! El emperadorcillo solía

dormir a pierna suelta, mientras en otra alcoba, la convulsa y

apiñonada piel de la insomne dama recibió cientos de veces los

rayos de la alborada.

De la emperatriz Carlota se murmuraba en los corrillos

de palacio que tenía matriz infantil. De Maximiliano se decía

que era impotente; que padecía de sífilis adquirida en uno de

sus viajes a Brasil; que no llevaba vida íntima con ella porque

122


desde que llegó a México se había vuelto loco por las mujeres

mexicanas. También se escuchaba que el Max era gallo-gallina

desde que lo parieron en el palacio de Schönbrunn. El caso es

que nunca procrearon ningún hijo.

Este imperio empezaba a dar algunos frutos, pero en

1866 Francia retiró de México sus tropas debido a la inminente

guerra con Prusia. Ante tan crítica situación, el tembloroso

emperador le dijo a su esposa: “Meine Frau, Ware es klug, um

den Thron zu verzichten”. A lo que la calzonuda Carlotita le

replicó: “Nein, mein Mann, nicht aufgeben den Thron”, es decir,

“No, esposo mío, no abandonaremos el trono”. Carlota se

embarcó en la fragata austriaca “Novara” rumbo a Europa a

solicitar apoyo pero se le negó, inclusive pidió ayuda al Papa Pío

IX en Roma, mas este le respondió con vagas promesas.

Tales negativas afectaron gravemente la salud de la

emperatriz y empezó a dar muestras de desequilibrio mental, y

temiendo que alguien la envenenara bebía del agua de las

fuentes públicas. Se tranquilizaba y volvía su trastorno.

También se afirmaba que el origen de su mal fue debido a que,

ante la incapacidad de embarazarse acudió a una curandera

mexicana que le dio a comer el hongo “teyhuinti”, causante de

locura pasajera, y decidió permanecer una temporada en

Europa bajo tratamiento médico.

Mientras tanto en México, el 19 de junio de 1867, bajo el

mando del presidente Juárez fue fusilado el emperador

Maximiliano junto a sus generales Miguel Miramón y Tomás

Mejía, allá en el Cerro de las Campanas, en Querétaro.

Hasta los siete meses, 14 de enero de 1868, Carlota se

enteró de lo acontecido a su esposo —al ver que sus restos

habían sido trasladados a Europa.

123


Para ese momento, Tlecóatl, primogénito de la aún

sensual ex emperatriz tenía ya un mes de nacido; el mismo

nombre del apuesto aborigen azteca que laboraba de repartidor

en la pastelería situada en la falda del cerro donde estaba

enclavado el Castillo de Chapultepec, la residencia imperial. Se

me olvidaba comentar, que a Maximiliano le encantaba realizar

largos viajes, pero nunca llevaba a su esposa.

La otrora princesa de Bélgica se recuperó de su mal pero

fue desheredada, mas eso de la aristocracia ya no le interesaba,

únicamente le importaba cuidar de ese hijo “tez de obsidiana y

ojos de esmeraldas”, como reiteradamente lo expresó en sus

cartas, actualmente exhibidas en el “Musée de la Ville” en

Bruselas, Bélgica.

SERGIO ÁVILA R.

México

124


125


L

as crisis que agobian a la humanidad entera se

reunieron en un foro especial celebrado en las

cavernas Veryovkina, a más de dos kilómetros de

profundidad en las montañas del Cáucaso ubicadas

en Georgia, para analizar el desempeño colectivo

entre el 2020 y el 2021. Las primeras crisis en tomar la palabra

expusieron un recuento favorable por las múltiples erosiones

causadas en individuos, empresas tan poderosas como países y

países tan débiles como individuos tras la eclosión de un virus

de exagerada mutabilidad e inmortalidad aparente.

Privilegiaban a un transformista capaz de superar las diversas

vacunas que pretendieron eliminarlo, aunque solo dejaran tras

de sí victorias aparentes. En año y medio fue declarado

endémico ante la impotencia de la industria farmacéutica para

crear fórmulas que pudieran exterminarlo. Los organismos

responsables de la salud pública se confirmaron incapaces de

obtener antídotos que pudieran aplicarse en los menores de

dieciocho años con la prontitud necesaria. Los gobernantes se

vieron obligados a reanudar las actividades públicas en espera

de la inmunidad de rebaño. La población hastiada de los meses

de encierro y restricciones emprendió festejos que pronto

incrementaron los contagios incluso entre los ya vacunados.

Las ponencias fueron leídas entre aplausos hasta que

llegó el turno de Crisis Moral, una participante que solía

exceder las atribuciones reglamentarias, pues en vez de

provocar el desaliento de manera consistente solía otorgarse

facultades para juzgar el desempeño de las diversas instancias

inscritas en la Asociación de crisis polivalentes para el deterioro

humano (Acripodehum). Su mera presencia fue recibida con

abucheos, pues desde los tiempos del diluvio había manifestado

su pesadumbre, por considerar que destruir a la mayor parte

de los seres vivos constituía un castigo terrible y una lección

126


innecesaria. A nadie agradaban las opiniones que contrariaban

las disposiciones generales dictadas por el organismo colegiado

y Crisis Moral solía hacerlo, pero sus peores enemigos siempre

encontraron difícil expulsarla, incluso en los días de Sodoma y

Gomorra o durante las guerras mundiales y otras campañas de

exterminio, pues el tema dejado bajo su control nunca necesitó

demasiados estímulos para provocar desaliento en cualquier

ámbito o persona. Crisis Moral obtenía las mejores

calificaciones y destacaba entre sus pares. Era repentina e

impredecible. Sus congéneres temían que, entre todas, fuera la

única, porque desataba crisis emocionales, financieras,

sicológicas, laborales, educativas, epilépticas o de cualquier

otra índole. Podía ser generalizada o focal como una aguja

punzante en un punto específico de sus víctimas o sus

compañeras de oficio. Sembrar dudas le resultaba natural y por

donde iba solía crecer el dolor incluso a partir de reflexiones

diminutas y apariencia inofensiva.

En diversas ocasiones se había demeritado su mera

existencia por considerar innecesario contar con una crisis tan

dada a la compasión y a criticar el trabajo de sus colegas que la

oían con hartazgo.

—Los seres humanos parecían encaminarse al colapso

procedente de la irracionalidad colectiva, el descontrol de los

natalicios y los incontables abusos cometidos en contra de la

naturaleza, sobre todo a partir de la Revolución Industrial

surgida en los años finales del Siglo XVIII.

Crisis Moral alzó la mirada ante algunos abucheos. Por

un momento pareció abandonar el podio. Su voz la contradijo al

manifestar con firmeza.

—Cierto es que la endemia y el desaliento provocado por

muchas de las crisis que hoy escuchan mis palabras son

entidades poderosas. Tanto que podrían matarnos sin

127


imaginarlo siquiera.

Las participantes apenas rozaron el sentido de lo dicho

por la ponente.

—Las conmino a recordar que existimos para evitar que

los hombres sueñen ser dioses. Nuestra misión consiste en

mantenerlos dentro de los sueños alcanzables y la cordura de

cualquier criatura mortal, aunque cierto es que las razones

fundamentales terminaron extraviadas en un hálito de maldad

generalizada. Por eso hoy convoco a todas ustedes para que

revisen sus conceptos y reconsideren si desean morir junto con

la especie humana.

El recinto se adentró en las profundidades del abismo

cuando las crisis reflexionaron sobre lo dicho y las sombras

intercambiaron posiciones y murmullos hasta extender el

silencio.

—Regocijarnos por un colapso generalizado involucra

extinguirnos. Ninguna de nosotras podrá subsistir sin los

humanos.

Desde las profundidades de la caverna resonó la voz

siempre inestable de Crisis Nuclear:

—Podremos reanudar nuestras actividades en cualquier

parte del universo donde quiera que haya seres inteligentes —

afirmó proteica en el mismo instante que un conflicto de

credibilidad la invadía para dejarla sin argumentos.

Crisis Cultural intervino para complementar lo dicho por

su compañera:

—Yo lo dudo. No llegaremos a otros mundos con solo

imaginarlo. Hasta hoy nuestro recorrido más largo fue

compartido con astronautas hayan vuelto o no. Y de emprender

el supuesto viaje interestelar que sugiere nuestra amiga

128


radioactiva, las invito a reflexionar sobre las características de

los destinatarios. ¿Si los seres humanos respiran oxígeno ya

pensaron cómo podría manifestarse la vida en otros mundos?

Tomen distancia de la química del carbono, olviden las

formas humanoides. Imaginen globos de fuego como los

descubiertos por el padre Peregrine narrado por Ray Bradbury.

En aquellos seres el sacerdote encontró la inutilidad del

ministerio de bondad que predicaba, pues al ser luz carecían de

pecados en espera de redención.

Eran puros por naturaleza y elección propia. Aquella

historia ocurrió en Marte y nosotros no tenemos forma de

viajar, aunque nos pese, sin los seres humanos. Nunca

supimos de entidades semejantes a nosotros que no fueran

narradas en novelas o ensayos de origen terrestre.

Crisis Espiritual fue la primera en notar cómo Crisis

Depresiva asumía el control de sus congéneres. Una a una,

padecieron los efectos que durante tantos años habían

alimentado; se derrumbaron ante la incertidumbre, el dolor, la

melancolía, el pánico y el rumor de una enfermedad

desconocida para ellas. Cuentan algunas sobrevivientes que

sufrieron los achaques causados por un virus transmitido por

Crisis Moral durante una reunión celebrada en alguna caverna

europea. Sorprendidas, aún intentan recuperarse, pero el

resurgimiento luce imposible, conforme descubren entre ellas

mutaciones que nunca imaginaron. Vicisitudes destinadas a

recordarles que son tan perecederas como los padecimientos y

anhelos divinos de los hombres extraviados en la inmensidad

del universo.

JOSÉ LUIS VELARDE

México

Página WEB: Literatura Virtual

129


130


M

artita, ese Mad es muy responsable. Para salir

siempre antes de las siete, debería despertarse

a las cinco de la mañana. Y él lo hace. No es

como el Lidio, que duerme hasta las diez.

Aquello le decía don Libio a su señora, al ver al

inquilino con una camisa azul, un jean añil, unos zapatos de

cuero marrones y lustrosos, y su respectivo casco blanco. A lo

que doña Martha respondía:

—Sí, es cierto. Paga puntualmente la mensualidad del

alquiler. Ojalá le asciendan en el trabajo, se lo merece.

En una época en que los extranjeros estaban mal vistos

por el incremento de la criminalidad y la crisis económica, la

familia de la señora Martha no sabía a ciencia cierta quién era

el ecuatoriano Mad, aquel inquilino que dijo que era ingeniero

agrónomo de la Universidad de Quito, trabajaría en áreas

verdes del gobierno regional y que tenía una enamorada que lo

visitaría cada fin de mes.

—¿Supongo que tendrá todos los papeles en regla, señor

Mad? —le preguntó doña Martha, la dueña de la casa, justo

antes de entregarle las llaves.

—Sí, doña Martha, los tengo en regla.

—Bienvenido sea usted, señor Mad, y por favor recuerde

que no aceptamos por ningún motivo fiestas de noche y, peor

aún, de madrugada.

—Descuide, doña Martha, soy una persona que no le

gusta tomar. Y, la verdad, prefiero ver películas y leer libros.

Aquello era cierto. Practicaba el hábito de la lectura los

fines de semana y, por las noches, cuando regresaba del

trabajo, le gustaba ver series o películas de las plataformas de

streaming. Sin embargo, la causa de aquella virtud se debía a

una enfermedad mental que sufría y que, tan bien la tenía

escondida, era azuzada por ciertas creencias esotéricas en

religiones ocultas sobre demonios o diablos.

131


Tales prácticas, como dominar la visión del Tercer Ojo y

rendir tributo a Satán, los llevaba a cabo cuando la familia de

doña Martha se iba de paseo, ya que aquellos viajes de asueto

demoraban entre uno o un par de días al mes. Él los practicaba

cantando himnos heréticos de brujería, descuartizando

animales que compraba en los mercados, invocando a los

espíritus del más allá, lacerándose la piel y otras sesiones

maquiavélicas. Por su parte, la familia nunca se enteró por

completo de aquel macabro asunto.

La pareja de Mad solo venía cada fin de mes durante el

primer semestre; sin embargo, a partir del séptimo dejó de venir

y después ya se la dejó de ver en la casa. La última noche que

estuvo en el cuarto de Mad pareció escucharse un grito de

susto y cuando Lidio fue a ver qué pasaba, dijo que estaba

seguro de que la pareja discutía en voz baja, pero que no había

podido oír las palabras que se decían.

A la mañana siguiente la mujer de Mad salió a las cuatro

de la mañana cargando su maletín y una bolsa de viaje,

lanzando un terrible portazo que despertó a los dueños, pero no

a su hijo dormilón. Cuando don Libio fue a ver quién había

sido, encontró al joven Mad arrodillado delante de la puerta,

llorando, y al preguntarle si estaba bien, el inquilino respondió:

—Se ha ido, se ha ido para siempre…

Y al soltar aquellas palabras lacrimógenas, como

dándose cuenta del espectáculo que ofrecía, sintió vergüenza,

se secó las lágrimas con rapidez, se puso de pie y, al ver al

señor Libio absorto sin saber qué comentar, dijo:

—No se preocupe, don Libio, son asuntos sin

importancia y no se le deben prestar mayor atención. Mil

disculpas por la incomodidad.

A un mes de la partida de la pareja de Mad, que

coincidió con el abandono de su tratamiento médico, la tragedia

ocurriría en las primeras horas de un domingo. El sábado el

132


señor Libio se durmió a las once de la noche luego de ver la

televisión, la señora Martha estuvo limpiando hasta poco más

de la medianoche y después se acostó, y el hijo se quedó

jugando videojuegos hasta la una y media de la madrugada

para, a continuación, dormirse como un tronco.

A las tres de la madrugada, la hora del diablo, Mad salió

de su habitación con un machete y se dirigió de inmediato al

piso donde vivía el hijo. Pudo forzar en total silencio la puerta

de ingreso como un ladrón sigiloso, fue al dormitorio de Lidio,

que estaba sin asegurar, ingresó y lo asfixió con la almohada

hasta desmayarlo. Lo dejó inconsciente.

Después, fue al primer piso donde los padres roncaban

y, con destreza, forzó las puertas que lo separaban de sus

objetivos. Al ingresar, de un certero machetazo cercenó la

cabeza de don Libio; al reaccionar doña Martha, entredormida y

borracha de sueño, con el rostro lleno de sangre, antes de

gritar, fue la siguiente decapitada con un poderoso golpe.

Llevó los tres cuerpos, uno a uno, a su habitación; y ahí

procedió a oficiar su comunicación con el demonio, ofreciéndole

el par de cadáveres y el corazón aún latiendo de un joven de

dieciocho años; después, descuartizó a sus víctimas; y, al

finalizar el ritual satánico, prendió fuego a toda la habitación,

se cortó la yugular y murió desangrado achicharrándose con el

fuego.

FRANCOIS VILLANUEVA PARAVICINO

Perú

Facebook: https://www.facebook.com/123FrancoisVillanueva123

Instagram: https://www.instagram.com/francoisvillanuevaparavicino/

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134


M

amá murió hoy, o quizás ayer, o quizás el día

que ingresó al geriátrico o tantos quizás… Lo

cierto es que hoy me vino la orfandad, entró a

mi alma como una corriente de aire frío que

entumeció mi mente, aceleró mi corazón,

desprendió lágrimas de mis ojos.

Me sumergí en los vericuetos de la memoria y logré

encontrar algunas pistas…

El teléfono sonaba sin pausa, estridente. Corrí a

atenderlo con fastidio, sensación que me provoca que me

llamen cuando estoy durmiendo, levanté el tubo y escuché la

voz impersonal de la enfermera que me anunciaba que mi

madre había entrado en coma.

Colgué, me puse la primera prenda que encontré a

mano, tomé la llave del auto y partí.

Cuando ingresé a la habitación la vi dormitando, más

pálida que de costumbre. Me senté a su lado, engarcé mi mano

entre sus dedos artríticos, duros y fríos y decidí darle la última

alegría: me puse a cantarle canciones que ella siempre había

tarareado: “Pero hay una melena”, “Mi madre querida”,

“Welcome au cabaret” y así siguió la lista. Canté una, dos, tres

horas, hasta que mis cuerdas vocales suplicaron silencio.

Al día siguiente partí a dar clases y al regresar a casa, a

ese rincón de Sierras Chicas, cuando el ómnibus pasó a la

altura del geriátrico, me paré para bajar pero la razón me dictó:

“prudencia, busca el auto y ve con él por si tienes que afrontar

alguna emergencia”.

Me senté, pero un desasosiego anudó mi pecho.

Llegué a mi casa, entré y levanté el auricular del teléfono

que sonaba. Una voz metálica me informó que mi madre había

muerto.

Salí de mi memoria, recorrí los años que habían pasado

y me pregunté por qué hoy sentí su muerte tan cerca y la

135


respuesta quedó flotando en un torbellino de recuerdos, de

sentires, de cobijos.

Mamá murió hoy.

CLARA GONOROWSKY

Argentina

Blog: poesiadesdeelsentimiento.blogspot.com

136


137


L

a arena del desierto de Sassán ocultaba muchas

cosas: una víbora, esperando segar la vida del

incauto; el cadáver de algún desdichado que no

logró encontrar la salida; un tesoro oculto por

ladrones o extraviado por mercaderes. De todos los

tesoros que yacían bajo la arena, Malek, Visir del Sultán Al-

Yassir, fue a toparse con el más impresionante.

Aquella tarde viajaba con seis guardias de regreso a

Sassán, después de haber concretado un trato con el rey de

Maurya. El Visir no disfrutaba atravesar el desierto, el sol era

implacable y ardía con mayor rigor desde el mediodía hasta la

hora nona. En aquel momento, lo mejor era buscar un refugio,

una sombra, para pasar el rato, no olvidando observar la

posición del astro y retomar camino cuando la temperatura

descendiera. Así lo hizo el grupo y cuando hubo que continuar,

se encomendaron a Alah y partieron de nuevo.

Fue uno de los guardias —cuyos nombres no

interesaban a Malek, salvo el de Nadir, comandante de la

guardia y con quien tenía trato directo— quien lo divisó. Era un

oasis. Un depósito de agua a mitad del desierto, rodeado por un

círculo de palmeras. A medida que se iban acercando se podía

notar lo cristalino del agua, que yacía con tal pulcritud, como si

fueran los primeros en descubrir aquel lugar (quizás lo eran).

Malek pensó que sería buena ocasión para rellenar las botijas y

refrescarse unos minutos antes de partir de nuevo. Se

encontraba metiendo el recipiente al agua cuando esta comenzó

a tornarse oscura y pegajosa cual brea. El Visir se asustó y dejó

caer la botija. A su alrededor descubrió que sus guardias no se

movían. El cielo se llenó de burbujas negras que flotaban. El

agua se abrió, revelando unas escaleras justo a la mitad de

aquel estanque.

Probando que la curiosidad es una fuerza que afecta

desde el más sencillo hasta el más acaudalado de los hombres,

138


Malek comenzó el descenso. Nadir y sus hombres habían

dejado de moverse, congelados en el tiempo. Los escalones eran

de roca y pese a su procedencia estaban secos, lo que le

permitió al Visir apurar el paso. Al bajar el último escalón, tuvo

frente a sí un largo pasillo iluminado por antorchas, una

alfombra morada se extendía en el suelo, desde donde

comenzaba la escalera hasta el final del pasillo.

Caminó lento, poniendo cuidado en donde pisaba y

mirando a su alrededor, alerta ante cualquier agresión. Al final

del pasillo yacía un pedestal de oro sobre el que descansaba

una especie de vasija color esmeralda. Tenía unos grabados,

cuya escritura se asemejaba al de algunos papiros procedentes

del este de la India. Malek observó con atención todos los

detalles de aquel inquietante objeto, y tras una larga

inspiración, abrió la tapa.

Humo negro salió de ella, lo rodeó, luego se escuchó un

sonido, como al encenderse una llama, la cual creció formando

una enorme ola de fuego que giraba alrededor; la cámara

estaba cubierta de ellas, y tanto su ropa como su cabello

estaban encendidos. Se observó la mano que llameaba, pero no

sentía sufrimiento alguno. Malek se preguntaba por qué seguía

con vida, cuando una voz retumbante cual el rugido del trueno

clamó: “¡He de cumplir tus deseos! ¿Qué quieres? Habla.

Malek levantó la cabeza y descubrió a un enorme efrit,

tan alto como una montaña. Tenía la piel color granate y

enormes cuernos negros que semejaban una corona sobre la

cabeza. Poderoso de hombros y robusto de pecho. Con dos

enormes brazaletes dorados en ambas manos. Y descubrió que

se encontraba otra vez afuera, junto a sus guardias quiénes

permanecían inertes.

—¿Quién eres, oh gran señor?

—Soy un efrit, servidor tuyo desde este momento, y

hasta que hayas pedido novecientos noventa deseos.

139


—¿Qué puedes hacer por mí, oh gran señor?

—Lo que desees. Pide, y te lo daré.

Tras pensarlo unos minutos, Malek pidió su primer

deseo.

—Deseo que sea de noche.

—Mis poderes están limitados por ciertas reglas

naturales.

—Dijiste lo que sea, efrit; no será que me estás

engañando, o quizá no eres tan poderoso como presumes.

Malek pudo ver la cara de molestia del efrit y por un

momento pensó que le daría muerte, pues después de

reclamarle, perdió la capacidad de moverse. Pero, contrario a

sus temores, el efrit inspiró hondo, chocó los puños y Malek

observó como el sol se movía hacia el occidente; cuando se

hubo ocultado, el cielo se oscureció y la luna se hizo visible.

Entonces recobró el movimiento.

—Por Alah que eres poderoso. En verdad te digo, que no

volveré a dudar de tu capacidad.

—¿Cuál es el siguiente deseo de mi amo?

—Deseo caminar sobre la luna.

El efrit tomó un poco de arena y la sopló sobre el Visir,

quien tuvo que cerrar los ojos. Cuando dejó de sentir los granos

de sábulo sobre su cara, abrió los ojos de nuevo. Estaba oscuro

y podía seguir observando las estrellas, tan lejanas como

siempre, pero la ausencia de la luna y el suelo gris y árido, le

hicieron pensar que quizá se cumpliera su deseo. El efrit había

tomado una estatura humana, lo vio parado de espalda algunos

pasos adelante. Lo llamó. Al ir hacia él, dio un brinco sin el

mayor esfuerzo; era como si trajera resortes invisibles debajo de

los pies. Cuando estuvieron reunidos, el efrit habló así:

—Mira tu planeta. ¿A qué se parece? Ahora mira el mar.

¿Qué es lo que observas?

Y la Tierra parecía como una pasta de harina, y el mar

140


como un pilón de agua.

Un aura azul recubría el cuerpo de Malek.

—¿Qué es esto que me rodea?

—Evita que mueras. Los hombres no pueden estar aquí,

porque no hay aire, solo la magia te hace respirar.

—¿Contará como otro deseo?

—No. Tengo prohibido dejar que mueras. Si mueres

sufriré un dolor que no podrías comprender y deberé buscar

otro amo al cual concederle novecientos noventa deseos.

—¿Quién te ha puesto bajo tal maldición?

—Un discípulo de Sulaymán, el gran nigromante. He de

servir al primer humano que me encuentre y cumplir sus

deseos. Cuando los gaste todos, el sello que me mantiene

prisionero también se gastará, y deberé gastarlo amo con amo

hasta ser libre.

—Entiendo, y en verdad te digo que intentaré utilizar mis

deseos lo más rápido posible. Por lo pronto deseo volver al

oasis.

El efrit concedió este deseo de buena gana.

Nadir y los otros llenaron sus recipientes de agua,

ignorantes de lo referente al efrit. Después reanudaron su

camino de vuelta a Sassán.

J.R.SPINOZA

México

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142


A

quel día comprendí lo equivocada que estaba

cuando escuché al viento gritar sobre el mar,

porque el viento no se puede comprar, al igual que

las olas susurran, pero no se oyen. Todavía el

recuerdo de lo que fui, pero no seré, evoca mis

sueños que marcan el porqué de un tiempo pasado.

“Adelante, adelante. Era la única jerga que retumbaba en

mis oídos; avanzaba sin detenerme y atacaba la vida con todas

mis fuerzas. Y, a veces, nada más llegar a la fase rem de mi

sueño, sin haber explorado previamente el terreno, me veía

obligada a entrar en combate; la voz cansada de mi mente

luchaba inquieta y nerviosa gritando: ¡Contraataca, rápido! No

hay enemigos, solo tus pensamientos que arremeten con fuerza.

Te vas al garete”.

El doctor dejó de anotar en su cuaderno. Suspiró. Lo

cerró y me miró directamente a los ojos.

—Shana, tu problema no se resolverá mientras no

aceptes tu duelo. Déjalo marchar y tu corazón descansará por

fin.

Agaché la cabeza. No quería dejarle ir, no, no podía

hacerlo.

—Shana —esta vez su tono de voz era de un auténtico

sermón —tómate estas pastillas, pero si no deseas avanzar yo

no puedo perder mi tiempo contigo, es inútil que cada semana

repitamos el mismo ciclo, tengo muchas pacientes.

Le miré incrédula. Me levanté del sillón sin decir palabra

y me marché para no volver bajo la mirada acusadora del

doctor. Subí al autobús y regresé a casa que continuaba tan

fría y vacía como la había dejado. Lloré hasta quedarme

dormida sobre el sofá del salón. Al despertar, sentía que algo se

había roto dentro de mí, sin embargo, otra persona luchaba por

salir adelante. Fui al dormitorio, saqué toda su ropa y le prendí

fuego en el patio de atrás. Por increíble que parezca, fue un

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respiro, me sentí aliviada; poder deshacerme de todas sus cosas

con aquella facilidad, no solo me sorprendió, sino que me liberó

del pozo oscuro en el que llevaba sumida más de seis meses. —

Tal vez el doctor no lo hizo mal —pensé.

Pedí el alta médica y volví a mi puesto de trabajo. Mis

compañeras me miraban con lástima. Me molestó, pero no dije

nada. Al fin y al cabo era normal que tuvieran esos

pensamientos. Jhonn murió en un accidente cuando regresaba

a casa. Alguien chocó contra él, pero huyó sin socorrerle.

Muchas veces en los últimos meses me he preguntado cómo

alguien es capaz de cometer semejante error sin obtener

respuesta.

—Shana, Shana —mi compañera Mily llevaba unos

minutos reclamando mi atención— tienes que centrarte, la

cartera de clientes has de ponerla al día, yo tengo mucho

trabajo y llevo meses ocupándome de tu cartera y la mía,

necesito un respiro, por favor, céntrate.

—Perdona, por un momento me quedé absorta en mis

pensamientos. Enseguida me pongo a trabajar. Siento mucho

todo esto.

Mily asintió con una leve sonrisa y continuó con su

tarea. Realmente ella había hecho el trabajo de ambas con una

gran eficacia. Anoté en mi agenda; “comprar un regalo para

Mily”. Tras mi ausencia, la jornada se me atragantó un poco

más de lo que esperaba, aún así logré ponerme al día. De

regreso a casa pasé por el súper, compré una barra de pan,

fruta, huevos y unas acelgas para cenar. Cuando llegué

encontré un sobre en el buzón. No tenía remitente. Me resultó

extraño. Lo mantuve entre mis manos durante unos minutos

cavilando hasta qué por fin lo abrí. Para mí sorpresa con letras

recortadas de algún periódico decía: “Lo siento, fue un accidente

y no pude hacer nada por él, estaba muerto, le ruego ante Dios

que me perdone”.

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Pero qué narices significaba. ¿Por qué ahora? Deduje que

aquella persona supo de mí a través de los periódicos.

Perdonar, ¿quién puede perdonar algo así? Tiré la carta a la

basura. Estaba agotada, física y mentalmente. Me preparé la

cena. Lo curioso fue descubrir que llevaba meses sin comer con

aquel apetito. Entonces supe con certeza que otra Shana se

abría camino para darme otra oportunidad. Había muerto mi yo

anterior para renacer con fuerza. Me recosté sobre la almohada

pensativa y me dormí sin pretenderlo.

Al despertar me di una ducha de agua caliente, dejando

que el chorro acariciase mis huesos reconfortando mi escuálido

cuerpo. Hasta ese momento no me había dado cuenta de lo

delgada que me había quedado. Tras tomar un café fui a

trabajar con otra actitud, me sentía viva de nuevo. El ascensor

se paró como siempre en la segunda planta.

—Shana, un sobre de color marrón ha llegado para ti —

señaló Mily— no sabía que hubieses dado estas señas para

correo personal. Yo nunca lo haría, bastante correo basura

llega a casa como para que también lo envíen al curro.

Me miró intrigada, como esperando una respuesta que

no hubo. Solo respondí con una elevación de hombros. Dejé el

sobre para abrirlo en casa. No quería que nada alterase mi

trabajo. El día resultó agotador, de continuas llamadas y

correos a los que respondí.

—Shana, después vamos a tomar unas copas, te apetece

venir, creo que te irá bien —propuso Mily.

—Gracias, pero necesito descansar y ponerme al día

conmigo misma.

—Como quieras. Pero si cambias de opinión vamos al

Chalton club. Hoy toca una banda nueva.

Al salir del trabajo sentí cómo si el cielo cayera sobre mí,

cómo si deambulase bajo el crepúsculo sin ningún sentido.

Incluso llegué a creer qué era mi propia estupidez quien me

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torturaba. Mi vida dio un giro de ciento ochenta grados, no

obstante, después de seis meses tenía que coger las riendas de

mi destino. Regresé a casa, en la nevera estaba lo poco que

había sobrado de la cena del día anterior, suficiente para el

escaso apetito que tenía. Nada más entrar en mi hogar, noté

algo distinto, como un agradable olor a flores frescas. Dejé el

abrigo en el sillón y el bolso en la mesa centro. Y me dejé caer

en el sofá. Alguien tocó a la puerta. “Mierda —me dije— quién

narices viene a molestar”.

Era Sara, la vecina de enfrente, una anciana que había

enviudado hacía unos años y de vez en cuando venía a pedir un

par de huevos, o pan, cuando no podía salir por culpa de su

artrosis.

—Buenas noches, ¿necesita algo?

—No, Shana, no. He visto un par de hombres salir de tu

casa a media tarde y…

—¿Cómo? —corté— ¿está segura que salían de mi

apartamento?

—Soy anciana, pero no tonta. Llevaban sombreros que

les cubrían el rostro, sin embargo, al girarse uno de ellos para

mirar a ambos lados del pasillo vi el brillo de su pistola.

Me llevé las manos a la boca.

—No comprendo. Qué podrían buscar en mi casa. No he

notado nada extraño.

—Pues ándate con cuidado. Esto me huele muy mal. He

de irme a la cama, hoy la artrosis me está matando.

—Gracias, cuídese y ya sabe que si necesita algo no tiene

más que avisarme.

—Los ancianos necesitamos poco, más bien algo de

compañía.

—Pasaré a visitarla mañana y merendamos juntas, ¿que

le parece?

—Una idea deliciosa. Haré té con canela y galletas.

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Buenas noches.

—Buenas noches, que descanse.

Cuando cerré la puerta comprobé todas las estancias,

aparentaban absoluta normalidad. Me pregunté para qué

habrían entrado. Lo que prometía ser una noche tranquila se

había convertido en una noche de total inquietud. Por un

instante mi mente iba en dos direcciones; se preguntaba si el

accidente de Jhonn había sido casual, o por el contrario lo

habían matado sin conseguir lo que buscaban, porque estaba

claro que vinieron a buscar algo que creyeron que estaría aquí.

Recé para que lo hubiesen encontrado y que no volvieran nunca

más, solo pensar me hacía sentir escalofríos.

Me recosté sobre la cama. Por mi mente pasaban tantas

cosas sin sentido, que comprendí qué en realidad no conocía a

Jhonn. Sentí frío, me introduje dentro de la cama y pronto me

dormí. Sobre las tres de la madrugada oí como rasguños, o

rozaduras. Me puse tensa. Alguien estaba abriendo la

cerradura de la puerta. Me levanté lentamente para no hacer el

mínimo ruido, las manos me sudaban. Asomé la cabeza y vi un

hombre con un revólver en la mano. Retrocedí con tan mala

suerte que toque con el brazo el jarrón de la cómoda; el

estruendo alertó al hombre. Corrí bajo la cama. Oí un

chasquido, parecía el percutor del revólver; pero en realidad era

el tambor y pude ver como introducía varias balas en la

recámara. Supe que estaba perdida. Sin embargo, ignoró el

jarrón, abrió el primer cajón de la cómoda. Sacaba su contenido

y los tiraba al suelo. Empezaba a estar aterrorizada. Siguió con

las pesquisas cajón, tras cajón. Cuando llegó al último lo sacó y

le dio la vuelta.

—Aquí está —murmuró.

Era un cuaderno de notas de color ocre, parecía antiguo.

Lo guardó en la chaqueta y miró un instante el espejo.

Entonces bajó la mirada hacia la cama. Me encogí asustada.

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Justo en ese momento alguien dio tres golpes en la puerta, el

hombre salió corriendo de la habitación y se marchó. Respiré

aliviada. No sabía para que sería aquella libreta, pero no

deseaba saberlo. Llamé a un cerrajero. Puso doble cerradura y

una alarma para mi tranquilidad, aunque, estaba segura de

que ya tenían lo que querían y no volverían a molestarme. Sin

embargo, cuando guardaba de nuevo la ropa en la cómoda,

noté algo; en el interior de una camisola de color rosa había

oculta una hoja. En ella decía:

“Puedes correr cuanto quieras, pero no podrás huir de

ellos, ni esconderte. Te encontrarán. Tu única salvación es que

entregues el cuaderno al varón. Debes ser valiente y no tener

temor. A no ser que quieras la vía más fácil; un tiro o un bote de

pastillas, pero dejaras el marrón a Shana y estará en peligro. No

te comportes como una cucaracha. Sigue el camino indicado.

Recuerda que esos hombres deben pagar por lo que hicieron. Así

pues coge al perro y llévalo a pasear, luego olvida toda esta

estupidez. Dejo el fregadero limpio. Ayer en la reunión hubo dos

copas de más. Mucha suerte amigo mío. Si lees esta nota, sabrás

que me han encontrado”.

Me quedé pálida. En qué narices estaba metido. Por otro

lado no teníamos perro. Y él no bebía. Todo esto debía ser un

mensaje cifrado. Pero de quién. Decidí guardarla en el interior

de un libro y olvidarme de todo. Nada podía hacer, nada quería

saber, bastante había sufrido. Terminé de poner orden y regresé

a la cama. Estaba helada.

Por la mañana cogí el libro, lo metí en mi bolso, y marché

a trabajar. Después compré unas pechugas de pollo y ensalada

César para la cena. Tuve la extraña sensación de que alguien

me vigilaba. Sin embargo, no vi ninguna señal, persona o

movimiento extraño que confirmase mis sospechas. Ya en casa,

esta vez decidí darme un relajante baño de espuma. Fue tan

satisfactorio que disipó mis temores, e inquietudes. Cené con

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vino tinto. Luego cogí el libro donde guardé la nota encontrada

y lo devolví a la librería. Lo observé durante un largo rato desde

el sofá. Al fin llegué a una única conclusión; nunca sabría

quién lo había escrito, ni quienes eran aquellos hombres, no

obstante, la libreta y la nota quedarían para siempre en mi

recuerdo y nunca más volvería a indagar, ni a mencionar a

nadie que existían. Mi vida empezaba de nuevo y tenía derecho

a ser feliz. Jhonn no era un mal hombre, todo lo contrario, el

tiempo que estuvimos juntos fui la mujer más feliz del mundo.

Olvidar lo sucedido, continuar con mi vida era mi nuevo

objetivo.

NURIA DE ESPINOSA

España

Blog : https://escritoranuriadeespinosa.blogspot.com

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