EL NARRATORIO ANTOLOGIA LITERARIA DIGITAL NRO 78 AGOSTO 2022
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EL NARRATORIO
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EL NARRATORIO
ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL
AÑO 7 NRO 78 — Agosto 2022
ISSN
2591—3123
Edición y Diseño de tapa:
Renate Mörder
Imágenes:
Pixabay Freepik
PXHERE PEXELS
Copyright:
EL COPYRIGHT DE LOS CUENTOS PUBLICADOS PERTENECE A SUS
AUTORES, QUIENES RESPONDEN ACERCA DE LA AUTORÍA Y
ORIGINALIDAD DE LOS MISMOS.
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SinDerivar 4.0 Internacional
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En la Web:
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E—mail:
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elnarratoriodigital@gmail.com
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ÍNDICE
ANGELITO LILIANA MACHICOTE 7
LA FRIALDAD ADÁN ECHEVERRÍA 11
EL TEDIO DE LOS AEROPUERTOS PABLO
CAZAUX 23
GRATIA PLENA CAROLINE CRUZ 27
LA ÚLTIMA CAMA LUNAPALOMA 37
NO TE ENAMORES DE UN MANIQUÍ
VERÓNICA MIRANDA 42
MOLESTIAS CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR
ROSAS 48
PUESTA DEL SOL PATRICIA LINN 52
BANG! BANG! GUSTAVO VIGNERA 57
TRES LUNAS Y UN SOL ELIANA SOZA
MARTÍNEZ 65
LA SIMPLICIDAD DEL CLAVO MANUEL
SERRANO 69
SUEÑO CON A FEDERICO ROMAIRONE 72
MI ÚLTIMO ACTO DE ODIO ARTHUR
CHÁVEZ 75
BRISA DE PRIMAVERA CARLOS M.
FEDERICI 83
INVOCACIONES MAURICIO LEÓN GUZMÁN
90
LA CITA HÉCTOR MORENO GONZÁLEZ 93
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SOLAMENTE SOY HIPOCONDRÍACO MARCELO
MEDONE 96
DÍAS SIN GRAVEDAD REBECA CORNEJO
LOBO 101
ALGO MÁS QUE UN TREN A NORMANDÍA
HERNÁN SÁNCHEZ BARROS 104
GEMELOS JOSÉ A. GARCÍA 111
MARINERO Y PESCADOR ROLANDO JOSÉ DI
LORENZO 116
MAXIMILIANO Y CARLOTA SERGIO ÁVILA
R. 120
ARGUMENTAR EN TIEMPOS DE PANDEMIA
JOSÉ LUIS VELARDE 125
EL INQUILINO FRANCOIS VILLANUEVA
PARAVICINO 130
MAMÁ MURIÓ HOY CLARA GONOROWSKY 134
LA HISTORIA DE MALEK Y EL EFRIT J.
R. SPINOZA 137
EL CUADERNO NURIA DE ESPINOSA 142
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7
L
lueve. Es una garúa lenta, pausada, interminable.
Angelito está recostado en los ladrillos colorados de
la panadería “La reina”. A esa hora, todas las
mañanas sale el dueño a darle algunas facturas que
sobraron de ayer. El cielo es como una bóveda de piedra. Los
cabellos mojados de Angelito caen formando hebras en su
frente. Espera con una sonrisa indefinida. Alguien puede creer
que es una mueca burlona. Sus ojos claros están llenos de luz.
Las alpargatas gastadas, mojadas. Pasa una mujer que vive en
la otra cuadra con los ruleros puestos. nadie la ha visto sin
ellos. Tal vez ni siquiera tiene pelo debajo de ese pañuelo
colorido. Desentona con el día. Él la saluda atentamente. Ella
apenas le contesta. Entra y sale de “La reina” sin mirarlo. Él
sigue mordiendo un pedazo de pan húmedo que perdió un viejo
que estaba más preocupado por abrir el paraguas que por la
bolsa que llevaba. Murmura unas palabras. Busca en los
bolsillos. Saca unas piedras pequeñas y comienza a tirarlas al
charco que se formó en la esquina. Sonríe. Sigue esperando al
panadero.
Una madre apurada cruza la calle con sus dos niños que
regresan del jardín. Él les extiende una mano que los chicos
chocan como un saludo. La madre los tironea. Angelito parece
un fantasma vestido con un grueso sobretodo negro, ajustado
con un piolín a la vista. Ve a los niños alejarse. La mujer se da
vuelta y lo desprecia con la mirada. Camina unos pasos como si
quisiera ver las piedras que tiró al cordón. Se detiene de golpe.
Parece que hubiera recordado algo. Gira. Camina pensativo
hasta la puerta de la cuadra. Alguien abre la puerta y le da un
paquete. Se saca un sombrero imaginario y agradece. Sigue su
camino.
Ya está sobre las barreras altas de las vías. Cuidado con
el tren, grita alguien. Está apurado pero mira a ambos lados
antes de cruzar. Levanta un pedazo de carbón, lo guarda en el
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bolsillo. Junta también una manzana que corre por la vereda de
la verdulería. Se detiene frente a la estación.
Observa los pocos autos que pasan. Come parado algo
que saca del paquete. Lo comparte con la lluvia y el viento. La
barba gris chorrea. Se le acerca un perro. El mismo que le hace
compañía en las noches frías. Tucho. Él le habla. El perro lo
mira. Se comunican en ese idioma secreto reservado solo para
los amos y sus mascotas.
Algún invierno lo llevaron al hospital o al hogar de
ancianos. Nunca falta un vecino bienintencionado que cree que
eso beneficia al viejo. Lo llevan unos días, lo bañan, le dan ropa
limpia y lo alimentan. Aprovechan para cortarle el pelo y la
barba. Angelito no se queja. Otros internos le hablan y no
responde. Sonríe. Sin mostrar los dientes. Sin siquiera abrir la
boca. Solo sonríe. Hace lo que le dicen aunque una cama con
sábanas y frazadas le molesten. Más de una mañana lo
encuentran durmiendo en un rincón. Todos saben que en
cuanto no lo vean, se va a marchar. Tucho siempre lo espera en
la puerta del hospital. Y cuando hay poco movimiento, el perro
duerme en la guardia.
No hay viento y el agua cae pareja. Todavía no hace tanto
frío. Tucho duerme hecho un bollo.
Frena un auto frente a él y le alcanza por la ventanilla
un recipiente de plástico. El conductor le habla. Angelito no
responde. Pone el improvisado plato en el piso y lo comparte
con el perro.
Llueve cada vez más fuerte. Sigue en el mismo lugar. Dos
hombres pasan y ofrecen acompañarlo a la recova de la
estación. Se niega. Sonríe. Te llevamos al hospital, Angelito. Ahí
por lo menos vas a estar seco. Menea la cabeza.
Le dice algo al perro. Mira hacia el cielo que es cada vez
más oscuro. Es la hora de la siesta y en el pueblo ya nadie sale
a la calle. Está todo quieto. Vuelve a sonreir.
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Dormita en el frío banco de madera. Cae un granizo
pequeño. Se asoma. Levanta la cara. Recibe los pequeños
golpes de las piedras. Disfruta del olor de la tierra mojada.
Escucha una sirena. Mira con atención. La ambulancia pasa
por la plaza. La observa girar. Se acerca hacia él. Los ojos
claros de Angelito se oscurecen como el cielo. Se detienen.
Bajan dos enfermeros. Uno se dirige a abrir la puerta trasera.
El otro se está acercando. Angelito lo mira. Lo mide. Agarra la
bolsa que tiene en el piso. Se da vuelta. El tren ya pasó. La
estación estará cerrada hasta que llegue el próximo. Mañana. O
pasado. Nadie sabe. Comienza a caminar. El enfermero lo llama
tranquilamente. Apura el paso.
Busca llegar a la esquina. Un camión viene por la otra
calle. El empedrado mojado dificulta una maniobra. Se escucha
un bocinazo. El enfermero corre. El conductor frena. Baja
desesperado.
Ambos miran debajo de las ruedas. Discuten. Angelito no
está. Tucho tampoco. Recorren a lo largo del camión. No lo
encuentran. Se quedan un rato mirando los alrededores. La
calle está vacía. Los enfermeros están empapados. El camionero
rompe el silencio de la siesta al tocar la bocina para despedirse.
La ambulancia también se va.
Desde un zaguán entreabierto, el viejo espía. Los ve irse.
Saca unos trapos de la bolsa. Los pone en el piso y mira a
Tucho. El perro entiende la orden y se acuesta. Angelito se
sienta a su lado. Mira el cielo. Está aclarando.
LILIANA MACHICOTE
Argentina
Instagram: @liliana.machicote
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T
odo apuntaba a una historia como cuento de hadas
que todo lo cubría con su magia. Ella debió
preverlo y entregar solo sexo sin compromiso como
el que se alquila o se oferta en internet; pero tuvo
que seguir los instintos y desobedecer flagrante las ideas del
cerebro. Echarse un polvo y no volver a verse, era la consigna
para la que se había preparado, cuando terminó de bañarse
aquella tarde. Se miró hermosa en el espejo y se supo plena. Al
medio día había intercambiado teléfonos después del tercer
café, acompañados de un ¿Cuándo nos vemos?, y un Pasaré a
tu casa esta noche; que preludia una relación de pertenencias y
desesperaciones por verse más seguido. La cacería termina
cuando las mujeres deciden ser presas para cazadores
experimentados, y aquel hombre lo era.
Había un inconveniente para aquella lujuria que se
dibujó en sus ojos, pero decidió ocultarlo y devolver el ¡Hola!
que leyó en los labios del hombre de barba desordenada, que le
miraba sin discreción desde la fila, en ese café donde fue a
relajarse mientras robaba minutos de su almuerzo, antes de
volver a la oficina. Qué podía significar aquel secretito de cuatro
años de edad que cuando salía se quedaba en casa mirando
televisión, jugando con su sobrina, antes de dormir bajo el
cuidado de su niñera: “Mami vendrá más tarde”. Qué escollo
podría ser su hijo para aquella noche de decisiones tomadas
bajo la regadera (Hoy quiero disfrutar un hombre que no sea
todo látex), para dejarse abordar por ese tipo entallado en
mezclilla. Su hijo no sería inconveniente para la travesura.
Haber tenido un hijo no se le notaba en ese cuerpo, todo
pasión, rebosándole la ropa; deseaba presentarse desnuda en
los espejos de algún techo, para la rapiña mirada de un hombre
que supiera aquilatar su entrega. Quería ser ensalivada, tener
unas manos rudas y ásperas que le apretaran la carne. Para
qué tanta lindura en los centímetros de piel, si no era tocada y
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disfrutada en la hombría de algún malnacido de pene colgante.
¡Hola!, había dicho él mientras esperaban el café, dispuestos
cada quien a leer su propio libro en alguna mesa (el montaje del
libro siempre daba resultado), en cualquier rincón que les
brindara silencio y un poco de paz, al menos para ella que
debía volver a la oficina, antes de pasar a la guardería por su
pequeño. Pero en vez de leer comenzaron la escritura de una
historia en las hojas blancas que se habían ofrecido con sus
ganas, dispuestas a ser pintarrajeadas.
Ella no pudo prever un futuro de nubarrones oscuros ni
paredes herméticas de frío metal que la derrotarían, y aventó su
propio ¡Hola!, cargado de coquetería, por encima del café
humeante que le acababan de servir, y caminó hacia su mesa,
esos pocos pasos que cayeron como copos de nieve en la
calentura, derritiéndose, y dejando en cada gota una invitación
para ser alcanzada. Aceptó la invitación (y el reto), consiguió a
su sobrina como niñera, y se dio un jabonoso baño anticipando
sus deseos (si se presenta la oportunidad, la tomaré). Él acudió
a la mesa donde ambos pudieron descubrir y extender sus
cartas de vida con alguna historia inicial, que tal vez no fuera
verdad. No hablar de pasadas relaciones era el argumento
tótem, y aunque se pudieron contar sucesos personales
ninguno de los dos tenía por qué ser ni la mitad de honesto.
Para qué decir que tenía un hijo, que solo quería coger, se
trataba de una noche y de un hombre que no fuera todo látex,
para reemplazar aquel dildo que le mantenía tranquila la furia
semanal del sexo, porque todo era dedicarse a su pequeño.
¿Acaso este hombre no quiere lo mismo?
Todo lo que se deja avanzar comienza a desbordarse. Se
gustaron desde el inicio y quisieron repetirse en los ojos del
otro, cuantas veces fuera necesario: Qué harás este fin de
semana. Nada. Puedo verte. Está bien. Y al día siguiente. Claro.
Y si desayunamos y te llevo luego al trabajo. Perfecto. Y la
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trampa se había cerrado sobre su pie, con aquella sonrisa que
no podía quitarse ahora del rostro. Se sabía feliz pero habría
que contarle que tenía un hijo: “Pero ¿cuál es el problema?”,
dijo él abrazándola. Cuando un hombre se decide a vivir con
una mujer que tiene hijos, las mujeres suspiran y los hombres
dicen: ¡Qué ganas, cabrón, qué ganas!, Si se trata de echarse la
cuerda al cuello, cualquiera te la acerca. Y el hombre de esta
historia estaba ahí, dispuesto y caballero, apuesto y gentil. La
mujer dobló las pestañas, reventó toda en suspiros y haciendo
a un lado su enorme fortaleza de madre capaz de salir adelante
sola, se precipitó en un: ¡Va, viviremos contigo!
A la tercera semana de intenciones se derramó la mala
nota dentro de aquel apartamento de dos recámaras, en el piso
más alto de un edificio moderno, que el hombre había dispuesto
para que ella se mudara con su hijo. Pasó de ser una historia
de cuentos de hadas, a ser una nunca imaginada pesadilla. De
vivir en aquel cuarto que le prestaba la familia, para habitar
con su hombre un piso entero en un edificio en la mejor parte
de la ciudad. Creerse dueña de un espacio propio, como él se lo
hacía sentir, y subir por los elevadores sin ser vistos, en esa
privacidad que les brindaba estar en el último piso, ¿quién sube
sin ser invitado? Pero el niño rompió con el esquema del
romance entre la madre y el novio amante dueño.
Cuando el pequeño comenzaba a lloriquear de hambre,
de miedo, de tristeza o por el capricho de no quedarse solo en
su cuarto la madre solía correr a calmarlo: “Déjalo llorar, si
corres a verlo lo seguirá haciendo. Ya se acostumbrará”. Pero
ella se vestía con aquella bata transparente y se bajaba de la
cama "Que tal si le pasa algo"; y aquellos berridos que el niño
lanzaba pidiendo por su Mamá, apagaban las voces de
ratoncitos melosos que se iban devorando poco a poco entre las
sábanas, en la recámara nupcial de seda color vino y puerta
cerrada; aquel llanto iba creciendo desde los pulmoncitos y
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clausuraba los aullidos del orgasmo que terminaban por
ahogarse en la garganta, en la punta de la lengua, en el bien
lubricado y ya violeta glande que se quedaba 'a casi', porque
ella detenía el movimiento de caderas y abría los ojos alerta,
como un venado que ha sido alumbrado por los faros de un
carro a media carretera, para escuchar atenta e intentar
descubrir la razón que asustaba a su crío: “Tengo que ir a verlo,
es mi hijo”.
Y cuántas erecciones perdidas tras una mujer que se
desprende de su erotismo, se viste de mamá con su batita
blanca, transparente, y corre a arropar al niño que se
despertaba toda la noche. Recogerlo del suelo en el pasillo
donde se estaba acostadito, como un cachorro que dejan fuera
de la casa. Levantarlo y en el abrazo decirle Acá estoy, no pasa
nada, tienes que dormir en tu cuarto como niño grande, Qué
haces tirado en el pasillo si tienes tu camita abrigadora, Sé
valiente, no te va a pasar nada, estoy en mi cuarto, y tú en el
tuyo, Tan solo duérmete y déjanos dormir a nosotros también.
Era necesario poner un alto, y el hombre fue a meterse bajo la
regadera, para luego tomar su parte de la cama y dormirse
masticando algún pequeño drama.
Las noches pasan con esa lentitud que tienen los
pensamientos que se enciman unos sobre otros y aletean por la
casa buscando una salida: es el insomnio que provoca el
silencio en la pareja. Qué puede decir ella ahora, qué disculpa
puede ofrecer a un hombre que se cierra y le da la espalda. Con
cada minuto que los relojes caminan, la mujer se mira
asustada por no poder compaginar aquello de dar las buenas
noches tanto al niño como al hombre del que se siente
vulgarmente enamorada. Con el paso de las noches y la
repetición de la actitud del niño ella fue expulsada de la
recámara: “Quédate con tu hijo, no vengas a meterte a mi
cuarto, si no puedes educarlo para que esté solo, a cada rato te
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levantarás y jamás podremos disfrutar el uno del otro; y
ninguno de los tres lograremos dormir. Vete con él y déjame en
paz”.
Sabías de mi hijo. Lo dormiré y volveré contigo.
Has arruinado el momento, duérmelo y mañana
buscaremos alguna solución.
¿Arruiné el momento?
No pensarás culpar al bebo, ¿verdad? , y el hombre
cerró la puerta.
La mujer se metió a la cama con su bebo, lo apretó a su
pecho, y mientras disfrutaba su respiración calmada, podía
sentir bajo la tela de la bata sus rozados pezones aun
ensalivados por su hombre, ese hombre escondido en su
guarida, odiándola. Se acariciaba los pies, el uno con ayuda del
otro, tratando de darse consuelo para entender el cambio en su
pareja, cómo era posible que no entendiera que el niño tiene
miedo de estar solo. El insomnio daba vueltas a la casa, y no
fue sino en la luz creciente del amanecer colándose por las
ventanas que ella saltó hacia la recámara para reparar el daño
con el sexo matutino que sabía que su hombre disfrutaba. Pero
él se había vestido, castigándola, y gritaba que algo hiciera para
el desayuno. Ella tendría que ser paciente para ser de nuevo
acariciada al caer la noche, para ser de nuevo penetrada por
aquel toro que le hacía doblarse de rodillas.
Comeré en el trabajo , y salió dando un portazo,
dejando el desayuno y la angustia servidos en la mesa.
El día pasó amargo apenas, porque los juegos constantes
del niño la entretenían y le hacían olvidar de a poco el mal
humor de su pareja. Podía entretenerse en cuánta cosa pudiera
realizar para la casa: arreglar las cortinas, barrer, acomodar los
libros de su novio, recuperar un pequeño espacio para los
juguetes de su hijo, lavar la ropa, cocinar siempre los platos
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que sabe que él disfruta, y estar lista y bañadita para cuando él
pudiera regresar. El hombre volvió del trabajo con una caja de
metal de apenas un metro y treinta centímetros por cada lado,
con una sola abertura, cerrada con una puerta. Del lado
contrario de la puerta había un mecanismo para abrir
pequeños orificios que dejaran pasar el aire. A ella le pareció
una caja fuerte extraña, hasta que él le contó para qué la había
mandado construir. Hasta que tuvo que mirarla como la jaula
que era. No quiso preguntar, ni intentar algún reclamo, veía al
hombre entusiasmado contándole y le parecía irreal. Ella pudo
decir que era una estúpida idea, que cómo se atrevía a
sugerirlo, que se podía meter la caja en el culo o por donde
mejor le cupiera pero que ella cogía a su hijo, y sus pocas
cosas, y ahora mismo se largaba, aunque no tuviera a donde ir,
aunque tuviera que doblar la cola y pedir apoyo a la familia,
regresar al cuartito, volver a conseguir empleo y pedirle otra vez
a su sobrina que cuidara del pequeño mientras le conseguía
guardería. Escuchaba las palabras de su hombre mientras la
ira de animal rabioso nacía desde el vientre llegando hasta su
boca como un veneno que le impulsaba a pensar: Tú fuiste
quien me buscó en aquel café, yo ni siquiera había notado tu
presencia y ¿ahora me traes una caja de metal para meter a mi
hijo cuando te moleste? Estás enfermo. Pero en vez de hacerlo,
la mujer bajó la cabeza como un ganso envejecido, agarrándose
del amor que le hacía cosquillas en la nuca.
Después de cenar juntos, y de ver un poco de televisión,
el hombre puso el cuerpo dormido del niño dentro de la caja,
para poder gozar de su mujer sin interrupciones. Hacer el amor
o devorarle la ética, el orgullo, el alma toda. La primera noche
apenas era un sordo llanto el que se escuchaba desde la caja, y
cuando la mujer quería atreverse a ver si el niño estaba bien,
su hombre le llegaba al fondo y ella cerraba los ojos, los oídos,
cerraba el corazón y solo eran golpes mudos atorados en las
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frías paredes metálicas del cubo. Sonidos que crecían dentro de
la cabeza de la mujer, que ya no alcanzaba los ojos blancos del
orgasmo, pero sí a herirse la lengua desesperada por ignorar a
su hijo; porque a pesar de todo, la mujer gozaba, y mantenía la
tenue esperanza de darle gusto a su hombre, pensando que
luego del coito podía sacar a su hijo de aquella prisión,
pegárselo al pecho y llevarlo a la cama para devorarlo a besos:
Todo va a estar bien, pequeño, todo va a estar bien. Su hombre
sonreía, y ella se daba cuenta que había llegado la mañana.
Las noches se fueron repitiendo, el hombre llegaba y
después de cenar metía al dormido niño a la caja. Así ocurrió
las dos primeras semanas. Luego exigió a la mujer No esperes
que llegue para meterlo a la caja, no soporto verlo.
Tiene miedo, ¿podemos dejarlo fuera esta noche?, se
portará mejor te lo aseguro.
Pero no había razones que pudieran admitirse. El niño
pasaría las noches adentro de la caja. Los días se volvieron un
desequilibrio que giraba frente a sus ojos, en el espejo de su
cama, en las noches de su angustia porque aquel hombre se
mostraba tan dueño de sí, enamorado, tierno. Ahora eran solo
ellos dos, como debieron serlo siempre. Y ella se mostraba
radiante o eso sospechaban los vecinos, las pocas veces que los
llegaron a mirar salir al cine, o caminar de vuelta de alguna
cena romántica, sin sospechar que la tenía prisionera mientras
la presumía por las calles satisfecho. Cuando él se iba a
trabajar, ella gritaba su desesperación para escapar; corría
hacia la caja para abrirla de inmediato. Hasta que una mañana
él decidió no dejar la llave, el niño tenía que permanecer
encerrado todo el día, todos los días por el resto de su vida. Ella
quiso pedir ayuda pero el departamento estaba cerrado, su
teléfono móvil sin crédito, y al abrir la laptop pudo constatar
que habían cambiado la clave del wifi. El sueño se había
clausurado.
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Ante la sociedad este era un hombre terriblemente loco
por el amor de su mujer, todos los que los conocían podrían
confirmarlo, terriblemente loco y apasionado. Eran envidiados
como pareja. Pero ella sabía que se había ido a vivir con un
demente del que tendría que escapar, pero ya no hubo tiempo.
No podía encontrar alivio en el llanto, mientras no encontrara la
manera de abrir la maldita caja y sacar a su pequeño. Aquello
de vivir en el piso más alto del edificio tenía sus desventajas,
Nadie tiene porque subir sin haber sido invitado, y la puerta de
casa se mantenía cerrada para sus gritos. Era inútil, los ruegos
de ¡Es mi hijo, sácalo! terminaban en sangre y moretones,
seguidos de violentos besos, penetraciones a la fuerza, y aquella
alegría del que posee un cuerpo con violencia.
Los días irían pasando y ella perdería la cordura dentro
de esta relación en la que era rehén y en la cual había
condenado a su pequeño. Las uñas se le quebraban arañando
la caja. Mamá, mamá, escuchaba todo el día, y se escondía de
aquel hombre cuando regresaba; pensaba en matarlo pero
aquel regresaba a gozar su cuerpo, aunque ella no estuviera
dispuesta. Cállate mujer, demasiado hago dándoles de tragar a
los dos. Te pedí que lo educaras y no quisiste, es mi turno de
enseñarte lo que es domesticar. La mujer no tenía palabras de
consuelo para su hijo prisionero; aquello de Solo será cosa de
unos días, velo como un juego, se irá acostumbrando a ti, eran
un rutilante infierno. El niño iba decreciendo en el abandono, y
la desgracia. Saquémosle un rato, te lo suplico, y él accedió de
mala gana, Solo mientras veo el fútbol, y le lanzó las llaves. Las
cogió hecha en un mar de mocos y corrió a sacar a su hijo sucio
de orines y caca, con el rostro descompuesto, las carnes
pálidas, la mirada perdida de ojos amarillos que se cerraban y
apretaban, y el continuo sollozar de dolor en las articulaciones
por estar doblado siempre en ese pútrido agujero: “Lavarás la
maldita caja, y en la noche espero que ese chamaco esté limpio
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y de nuevo a donde pertenece”.
No lo quiero volver a meter.
Lo que tú quieras no es algo que tenga que discutir, te
he dicho lo que harás. No esperes que termine el partido y me
levante para hacer lo que te he ordenado.
Habría que escapar, pero cómo, el a dónde no era
importante. Aquellos ojos y aquel cuerpo cada día menos
acostumbrados a la luz, en el desarreglo de la mente, con el
alma empobrecida marcaban los poco más de quince días de un
infante que sobrevivía dentro de una caja de metal, de un niño
que había sido destruido dentro de la oscuridad. Al caer la
noche y terminar el espectáculo del soccer, él había golpeado a
la mujer para luego encerrarla en el baño, tomar al niño y
lanzarlo dentro de la caja. Desnúdate mujer que ahora vuelvo,
había dicho, mientras le arrebataba al niño débil que apenas
podía mantenerse despierto. Cerró la puerta de la caja gritando:
Maldito escuincle ya te hiciste caca otra vez.
La madre no pudo más y se armó de valor. Le dice a su
hijo que a partir de ahora todo irá mejor. El hombre regresa con
un ramo de flores para su mujer y la encuentra en el baño,
desnuda y desangrándose en la pileta. La mira desde el quicio
de la puerta: Hija de puta, dice entre dientes, cierra la regadera
dejando que la sangre se acumule al borde de la alcantarilla.
Toma el cuerpo de la mujer en brazos y encuentra con la vista
el arma: un cepillo de dientes roto por el mango. Piensa que ya
no necesita alimentar al niño de la caja.
Solo pasaron tres noches de ignorar la caja y limpiar
bien para evitar olores. Los nueve pisos por debajo del
departamento, eran suficiente barrera para los curiosos. Tres
días. A la cuarta noche una nueva hembra a quien poderse
dedicar. Otra mujer en su cama que se miraba rindiéndose a
esa droga que algunos llaman amor. La noche fue todo
terremoto. Y al amanecer, la nueva mujer caminó de la
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habitación a la cocina por un vaso de leche. El hombre aún
desparrama su desnudez entre las sábanas. La mujer lo mira
de cuerpo entero y en su soberbia sabe que pudo hacerlo feliz,
que puede hacerlo feliz si las cosas se repiten, porque ella es
responsable de aquella flacidez y aquella calma que muestra el
cuerpo del aniquilado mancebo. Un pequeño ruido apagado
llama su atención en la otra recámara.
La caja metálica es el único objeto al centro de la misma.
Se acerca y pega el oído a su frialdad, trata de escuchar. Quizá
se trate de la caja fuerte, “Así que es rico”; sabiéndose una
extraña que decidió irse al apartamento de un hombre que
recién conocía, supo que algún secreto debería contener.
Adentro se esconde el amor.
Ella sonrío al verse descubierta husmeando, y dio unos
pequeños saltitos juguetona para apartarse de la caja:
No quise ser chismosa; sentí curiosidad.
No te preocupes. Voy por las llaves para que mires
dentro.
No tienes por qué.
¿No quieres conocer el rostro del amor? —, había dicho
mientras metía la llave en la cerradura. Ella caminó unos pasos
para situarse a espaldas de él.
Ahora lo conocerás. El amor, o al menos, el cadáver del
amor. Acá lo mantengo, para jamás olvidarme de que he
amado. ¿Quieres ver?
Dejó que se acercara, abrió la caja y cuando ella se
agachó para mirar adentro, la empujó hacia el fondo. Ella cayó
sobre el cadáver de la anterior mujer, la madre que había sido
tan feliz en aquella fila del café. Y mientras el hombre cierra la
puerta, la nueva mujer pega de gritos y patalea al verse
encerrada, hasta que siente los dedos de una manita que le
toca las piernas.
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22
ADÁN ECHEVERRÍA
México
23
E
lla le pidió que le buscara una red de Wifi
habilitada. Se lo dijo de mal modo, como una
orden. Él jugueteó con el celular fingiendo que
buscada una red pero no lo hacía. Estaban en el
aeropuerto de San Pablo esperando la conexión con Buenos
Aires. Venían de una playa de Brasil donde todo había salido
mal: prácticamente no se hablaron, ni hicieron el amor, ni
caminaron juntos por la orilla del mar. Fueron una especie de
vacaciones por separado y él no sabía por qué. No estaba
enojado ni molesto con ella, simplemente no quería estar a su
lado y escuchar su voz. Pensó, entonces, en su secretaria con
todas sus fuerzas. Se masturbó en la ducha pensando en ella y
en la forma lasciva con que ella lo miraba todo el tiempo.
Ella insistió con que no podía conectarse a ninguna red y
volvió a pedirle ayuda. Él le dijo que estaba buscando, cuando
de pronto sintió que algo celeste lo miraba. Levantó la cabeza
de golpe y la bajó. Eran los ojos de un hombre rubio de unos
treinta años, bronceado y con tatuajes en los brazos que estaba
sentado frente a él. Abrazaba a una mujer y lo miraba con
fijeza. Le sonrió y le guiñó un ojo.
Él tenía cuarenta y dos y se notaba que era mayor que el
rubio. La calva incipiente en la coronilla, la piel que comenzaba
a arrugarse en los pliegues. Se levantó presuroso y fue a
comprar un agua mineral. Caminó bastante por los pasillos del
aeropuerto hasta encontrar un negocio donde vendían, además
de agua y gaseosas, panes y facturas. Sacó la primera botella
que encontró en la heladera y fue hasta la caja a pagar. Metió la
mano en el bolsillo y se estremeció. Una voz grave le dijo en el
oído:
Te espero en el baño.
Él giró y vio al rubio de espaldas saliendo del negocio.
Tenía los músculos bien trabajados y la melena larga y
enrulada. Parecía un surfista. Abrió la botella de agua y tomó
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varios tragos hasta que la gente que quería pagar su compra lo
empujó y lo hizo reaccionar. ¿Qué estaba pasando? ¿Qué era
eso de que lo esperaba en el baño? O bien lo había confundido
con un gay o le vio cara de drogadicto y quería venderle una
mierda de esas. Pero él no era ninguna de las dos cosas. Sin
embargo, tomó un par de tragos de agua más porque tenía la
garganta seca y se dirigió al baño en busca del rubio para
aclarar las cosas.
Lo encontró apenas entró. El rubio estaba apoyado en
una de las mamparas que parecían de mármol y separaban los
mingitorios. Se pasaba las manos por el jean desteñido.
Mirá le dijo él acercándose, me parece que te estás
confundiendo conmigo.
¿Vos creés? le preguntó el rubio mirándolo a los ojos.
Sí. A lo mejor pensaste que soy…
El golpe no fue tan duro como sorpresivo. El puño del
rubio dio de lleno en la boca de él y los labios se le llenaron de
sangre. Cayó al piso pero se levantó muy rápido. El rubio lo
agarró de la remera y lo arrojó con violencia sobre el separador
del mingitorio. La cabeza de él golpeó con fuerza y se abrió un
tajo. Tenía toda la cara llena de sangre. El rubio lo levantó
tirando del brazo derecho y lo empujó hasta la pared del fondo.
Él no hacía nada, no tenía reacción frente a la violencia, era un
pulóver viejo arrojado de un lado al otro.
El rubio puso las dos manos en las orejas de él, se
acercó con lentitud, como si lo estuviera seduciendo, y lo besó
en la boca. Le introdujo la lengua hasta lo más profundo y se
manchó con la sangre que él tenía en la cara.
Él también lo besó. Al principio no. Al principio se había
quedado quieto y sorprendido. Después sí. Cuando sintió el
sabor de la lengua del rubio, lo besó. Quiso abrazarlo y fue
entonces cuando el rubio se separó, lo agarró fuerte de la
remera y lo metió dentro de un gabinete con inodoro y puerta.
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Él quedó de espaldas, mirando la pared y con las piernas
ligeramente separadas. El rubio lo abrazó desde atrás, bajó las
manos, le desabrochó los pantalones y se los bajó de un tirón.
Él volvió a su estado primitivo de pasividad. Unos segundos
después, el rubio lo penetró. Él quiso gritar de dolor pero se
aguantó. Con bruscos movimientos, el rubio jadeó sobre la
nuca de él pasándole la lengua por el cuello. De pronto, todo
terminó. El rubio gimió y su respiración se fue normalizando.
Se subió los pantalones, abrió la puerta y salió. Él escuchó
cuando el rubio abrió la canilla seguramente para lavarse la
cara manchada de sangre.
Él se quedó allí, parado y tratando de entender qué
había pasado en esos últimos cinco minutos. Lloró. Quería que
el rubio estuviese ahí para consolarlo. Sentía vergüenza. Se
subió el pantalón sin limpiarse la sangre ni el semen que le
chorreaban por la pierna. Caminó con mucho dolor,
arrastrando los pies hasta la puerta de salida. Un adolescente
pasó a su lado, lo miró y buscó un mingitorio donde no hubiese
sangre.
Él abrió la puerta y caminó unos metros. No muy lejos de
ahí, el rubio abrazaba a su mujer y ambos caminaban por el
pasillo hacia la puerta de embarque. El rubio arrastraba las dos
valijas con rueditas.
PABLO CAZAUX
Argentina
Página WEB: http://www.pablocazaux.com
26
27
M
ariana envió el mensaje a su novio Ricardo en
la mañana de aquel viernes: “necesitamos
hablar, ok?”. No sabía cómo decirle que su
menstruación llevaba días de retraso y que
había una gran posibilidad de que un embarazo no deseado
estuviera gestándose. El examen, de esos de farmacia,
confirmaba la sospecha: positivo. Era el tercero que hacía. Las
dos rayas aparecieron segundos después de que la orina
inundó el papel y la esperanza de que aquello no pasara de un
susto se disipó mientras las líneas rosadas eran más y más
evidentes.
¿Cómo contar a alguien que conoces hace seis meses que
va a ser padre?
Ensayó algunas veces frente al espejo, pero en cada idea
que se le ocurría, una serie de reacciones exageradas invadía su
mente. ¿Y si se va? ¿O se molesta? ¿Si no quiere… o peor aún,
si sí quiere? Paralizada por todas aquellas hipótesis, decidió
detener el flujo de pensamientos y mostrarle el examen positivo.
Pensaría en qué o cómo hablar una vez que estuvieran cara a
cara.
Ricardo recibió el mensaje y se puso a imaginar qué
podría haber ocurrido. Sabía que nada bueno podría venir
después de un “necesitamos hablar, ¿ok?”. Muy formal. Nada
parecido al estilo de Mari. Hizo un recuento de sus últimos
encuentros, pero no llegó a ninguna pista que justificara un
mensaje tan serio por la mañana. Contestó un simple “ok” y
sugirió que se juntaran en su casa a las 18 hs. Prefiero que nos
juntáramos en el PP” fue su respuesta. El bar donde tuvieron
su primera cita. Ricardo encontró el tono del mensaje
contradictorio al escenario donde a ella le gustaría tener dicha
conversación, pero Mariana era algo paradojal para él. A veces,
28
contradictoria. Otras veces, errante… “¿Está todo bien, Mari?”
empezó a escribir, pero desistió. También prefería encarar lo
que sea que ella tenía que decirle en vivo.
Llegaron. Pidieron comida y dos cervezas. Conversaron
amenidades; hablaron sobre la semana que tuvo cada uno, del
trabajo y de la terapia. Sin embargo, un silencio repentino
exigía que la pareja ocupara aquel momento para exponer el
asunto pendiente.
“Ricardo, no hay manera fácil de decírtelo…” ella empezó.
Él estaba concentrado, su corazón latía un poco más rápido y
un sorbo de cerveza fue la salida para no sucumbir a la
ansiedad. “Estoy con atraso menstrual... y bueno… a mí nunca
se me atrasa…” Él le miraba en puro estado de perplejidad.
Sacudió su cabeza rápidamente en un intento de ordenar sus
ideas. “¿Cómo?” era lo que le gustaría haber preguntado, pero
parecía tener la presión baja para lograr hablar cualquier cosa.
Además, el cómo era obvio: un polvo matinal una mañana
cualquiera, aprovechando el hecho de que él ya se había
despertado excitado. Un sexo tan sin propósito que ella ni
siquiera estuvo cerca de acabar. Míseros cinco minutos de
penetración frenética; un mete y saca demasiado rápido como
para garantizarle un orgasmo, pero lo suficientemente largo
como para reproducir una persona… en potencia.
Ricardo parecía haber sido chupado por un vacuo. Ahora
notaba detalles en ella que antes no parecían estar allí. No era
un asunto de ver, sino de observar. Los ojos algo rasgados. El
hoyuelo que llevaba solamente en el lado derecho de la mejilla…
¡Se sorprendió cuando vio sus pecas! Pecas que antes se
escondían en su rostro, en la misma cara de semanas antes.
¡Meses, para ser exacto! ¿Tres o cuatro meses? No lo sabía
decir. Pero solo notó sus pecas debajo de los ojos aquella noche.
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¿Tal vez mi hijo igual tenga pecas? Era exactamente lo que
pensaba cuando ella chasqueó sus dedos en su cara.
“¿Alo? ¿Hay alguien ahí? ¡Por Dios, hombre! Dime algo…
Me miras con una cara muy rara…”
“Disculpa…” contestó automáticamente mientras llevaba
sus manos a la cabeza y se tiraba el cabello para atrás
lentamente. No tenía idea del porqué pedía disculpas, pero no
podría pensar en algo mejor.
Mariana entonces tomó la iniciativa. Decidió contarle
sobre los exámenes hechos. Hablar de una. Sacó la cajita de su
cartera, miró a los ojos de Ricardo y tan pronto empezó a
decirle, algo repentino y violento le interrumpió… Al mirar hacia
abajo, ella pudo ver una mujer en el suelo de cabeza en sus
pies. Apuntaba hacia el cielo sonriendo y balbuceó algo que
ninguno de los dos pudo entender. Una imagen tan
sorprendente que saltaron un poco de sus sillas. Su estado
parecía urgente o grave, pero de ninguna manera obvio.
¿Andaba drogada? ¿Borracha? ¿Mal?
Ricardo le ayudó a levantarse. La mujer pestañeó los ojos
una, dos… tres veces. Y como si hubiera vuelto a la realidad, le
dio gracias a las manos que le pusieron en pie. Fue en dirección
a su mesa donde le dieron agua y todo parecía normal
nuevamente.
“Ha hecho mucho calor por estos días…” Le comentó
Ricardo mientras le entregaba la cartera que también se había
caído al suelo. Trataba de sonreír. Era lo más empático que
podía ser. Reparó en el pequeño bebé que dormía en el
cochecito al lado de la mesa. Se parecen. Pensó que, con suerte,
su bebé saldría parecido a Mariana.
Se sentó en la mesa con energía renovada. “Dime... tú
me ibas a contar algo…” pasó las manos por sus hombros y
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luego apretó las suyas…
“Pero antes, Mari, antes de cualquier cosa, ¡te quiero
decir que la decisión es tuya! Si realmente estás embarazada, te
apoyaré en todo que decidas. Estoy completamente
emocionado, es cierto. ¡Es una tremenda novedad! Cuando me
enviaste el mensaje por la mañana, pensé que ibas a terminar
todo conmigo… o algo así, ¡pero… esto… caramba! Esto es
mucho más de lo que podía imaginar. ¿Y sabes? Yo creo que
estoy feliz. ¡Pienso que nunca sería padre si no se diera de esta
forma, así... inesperada!
¡Necesitamos confirmar esto pronto! ¡Y TÚ TIENES QUE
DEJAR DE TOMAR CERVEZA, MARIANA!”
Mariana sonreía. Por primera vez desde que todas sus
sospechas habían comenzado, ella podría imaginar una
autoimagen como madre. Maternidad era algo completamente
pavoroso para ella, pero con Ricardo tal vez las cosas podrían
funcionar.
Le entregó la cajita con el test positivo y observó sus ojos
llenarse de alegría. Lo que segundos antes era una imagen
distante, ahora parecía haberse tornado real.
El bebé en la mesa de al lado empezó a llorar y el sonido
agudo que salía de su garganta hizo que ambos sonrieran
honestamente. Aquel pequeño ser les transportó a un futuro
inexistente aún, pero que, en cuestión de meses, sería su nueva
vida. Se besaron. La mujer que, minutos antes estaba caída en
el suelo, se levantó y acercó al coche del bebe. Otro beso.
Emocionados se abrazaron y compartieron palabras en el oído.
Tengo miedo... dijo ella primero.
Yo también…
31
No sé si damos el ancho
Creo que nadie lo da… Él intentó confortarle.
No... te lo digo en serio! Tengo miedo, Rick. No sé si
estoy preparada para cambiar mi vida así… de la nada. Justo
ahora que estaba por empezar un magíster. su voz tenía una
angustia genuina mi cuerpo va a cambiar completamente…
Mari, si sé... él ahuecó su rostro con ambas manos y
besó sus labios rápidamente lo que quieras hacer, lo haremos
juntos. Tú sabes que siempre quise ser padre, no esperaba que
fuera así tan rápido, pero… no sé… Tenemos trabajo, tenemos
dinero, nosotros nos llevamos bien, nos respetamos… No es el
peor de los escenarios. Velo por el lado positivo, podríamos
tener diecisiete años y estar aún en el colegio.
Ts, antes de los treinta y cinco también es embarazo
en la adolescencia, Ricardo… su comentario lo hizo reír
sinceramente. A él le encantaba su sentido del humor. Además,
todo en ella le causaba atracción y pensó que, finalmente, y a
pesar de todas las adversidades, aquello podría funcionar.
Pero tenemos que hacer un examen, ¿no?
Iré a un laboratorio mañana temprano.
Mariana, basta de cerveza por hoy, ¿no? dijo
mientras apartaba su vaso.
Fue un sorbo para ganar coraje no más. Estaba muy
nerviosa...
¡Lo sé, pero daremos el ancho!
Daremos el ancho… repitió distraída.
DAREMOS EL ANCHO él reafirmó con un tono de voz
certero.
Un beso lleno de ternura y afecto finalizó aquel momento
especial que sería perfecto si la vida fuera un final de novela.
Sin embargo, la vida real es una trama dramática sin fin y la
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escena que siguió destruyó la imagen utópica e irrealista que
los dos construyeron sobre la parentalidad y, de nuevo, algo
abrupto interrumpió a la pareja. Ahora, un ruido fuerte seguido
de un grito pavoroso de desesperación se propagó por todo el
bar. Los ojos corrieron en una barredura de territorio en busca
de la fuente de llanto tan primitivo y desordenado. Lo que
encontraron impactó a todos de tantas maneras que, por un
breve segundo, la gente se entre miró para confirmar que
estaban decodificando la realidad de forma parecida: un bebé
caído con la cara en el suelo.
La mujer que minutos antes había sufrido un accidente
parecido ahora estaba en pie, parada, incrédula y llevaba los
brazos y llevaba los brazos cruzados como si aún en ellos
sostuviera al pequeño. No fueron necesarios más que tres
segundos para concluir el obvio y triste evento que había
ocurrido: el bebé cayó desde los brazos de la madre, que estaba
de pie, de cara… en… el… suelo. Todas las voces cesaron y en
el bar solo se podía escuchar la música ambiente y al pobre
bebé llorando, implorando cualquier ayuda. Un hombre, que
parecía ser el papá, lo levantó del suelo y se volvió a la mujer
con una mirada decepcionada y enojada.
Fue el primero en juzgarle y como si así diera permiso a
los demás, se rompieron todas las barreras sociales y un
bochinche se intensificó. Un verdadero azotamiento en plaza
pública. En parte, muchos allí se sentían en frenesí y no había
una sola alma en el lugar que no estuviera comentando con
cierta indignación lo que sus ojos habían recién atestiguado.
Los juicios venían de todas las formas posibles; miradas, frases,
susurros. Pero el sentimiento de culpa fue compartido por
todos. El único que no podía sentirse culpable era el bebé que
aún no tenía la edad suficiente para comprender la perversidad
33
de dicho sentimiento. Su llanto venía de un lugar no corpóreo.
Del espíritu, si es que realmente existe. Solo paraba
cuando se ahogaba un poco por su propio llanto, sin aire por
algunos segundos y luego seguía gritando con más y más
fuerza. Ininterrumpidamente. La mujer intentaba alcanzarle,
sin éxito. El hombre, avergonzado, intentaba evitar que la
esposa llegara a su hijo y sostenía el pequeño cuerpo con
violencia.
¿Por qué tomaste tanto? preguntó enojado, aunque
él igual estaba borracho.
No lo sé, yo… no… Lo siento… Lo siento mucho….
repetía la misma frase mientras secaba sus lágrimas.
¿Tú… para qué tomar tanto?
Dámelo. Déjeme sostenerle. suplicaba la mujer con
pena, culpa, miedo, enojo… realmente incapaz de tomar a su
hijo; como si algo muy sensible la hubiera quebrado
profundamente.
¿Para que le dejes caer de nuevo?
La pregunta la alcanzó como un tiro en la cabeza. Madre
y recién nacido ahora parecían compartir la misma necesidad
de cobijo. O, al menos, eso percibía Mariana, completamente
absorbida. Obviamente, el clima de familia feliz fue
quebrantado por un solo golpe que les pegó fatal.
Exactamente en la mesa de al lado, había un claro
ejemplo de una pareja que no estaba “dando el ancho”. Mariana
y Ricardo se quedaron en silencio escuchando al bebé y a la
mujer por muchos minutos. Una inundación de miedos
sumergió con brutalidad sus planes que se transformaron en
un tifón de ansiedad que dañaría todo lo que encontrara en su
camino.
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Si pudieran reconstruir los pasos que dieron y que
resultaron en aquel encuentro, nunca podrían haber previsto
tamaña casualidad de sucesión eventos. Era una obvia señal de
Dios y ni siquiera eran religiosos.
“¿Oye, vamos?” preguntó él y ella concordó con un
gesto rápido de cabeza.
“Tú pides la cuenta, yo voy a mear…”
Mientras subía las escaleras, Mari se sentía culpable por
darle un sorbo a su cerveza, por no haber impedido el accidente
o aquel embarazo.
“¿Por qué carajos tuve sexo sin condón en período fértil?”
Sabía que, en relación al aún conjunto de células que cargaba...
que cargaba en su útero sería siempre más juzgada, reprendida
o condenada por ser “la madre”.
Pudo sentir empatía por aquella otra pobre que lloraba
avergonzada en el salón. Ricardo, a su vez, estaba en estado de
choque. Asustado. Quería puro hablar con Mari porque la
verdad es que él no se sentía nada preparado para ser padre y,
sinceramente, ellos ni se conocían bien.
¿Hace como… dos… o tres meses? Él no quería ser padre
así, sin planear nada. Ya tenía considerada la vasectomía en el
pasado y todo.
Mariana entró en el baño y se miró en el espejo por
algunos segundos. Podía imaginar su guata creciendo. ¿Y si
fueran gemelos? Al tiro imaginó dos bebés cayendo al mismo
tiempo. Se acordó que tenía dos tías abuelas que eran gemelas
y, si no le faltaba memoria, estaba segura de que la genética
saltaba generaciones y hacía sus travesuras.
¿Tía Marta y Tía Cleide? Creo que se llamaba
Cleide…, susurró mientras buscaba confort en su
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cartera.¿O era Cleia? Era algo así…Casi no se dio cuenta
del exacto momento en que el embarazo se disipó entre sus
dedos. Ni gemelos, ni hijo único. La sangre indicaba que su
menstruación llegaba tarde, pero era bienvenida. Nunca había
escuchado sobre un falso positivo en la vida real, pero,
aparentemente, este tipo de cosas pasaban. Sonrió aliviada.
Sacó el examen de farmacia y lo depositó en la basura del baño.
Salió de ahí convencida de buscar atención médica inmediata y
hacerse una ligadura de trompas.
CAROLINE CRUZ
Brasil
Blog: https://afrobolada.blog/
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37
C
omo buena nieta morí en la misma cama que mi
abuela.
Fue una buena elección. El colchón era blando y
tibio. Las sábanas de hilo tenían bordadas sus
iniciales.
La comodidad era importante considerando que pasé los
últimos meses de mi vida postrada en ella y con el cuerpo lleno
de escaras.
Esta inmovilidad fue mi propia decisión. La tomé una
tarde en que se me agotó la paciencia. Llegué cansada del
trabajo y lo único que quería era sentarme tranquila a ver una
novela turca. Pero al abrir la puerta, el Negro, gato de mis
sobrinas e igual de flojo que ellas, salió disparado.
—¡Pero tía! ¿Cómo se le ocurre dejar salir al Negro?
¡Pucha que la embarró! ¿No sabe que los gatos se crían indoor?
—dijeron a coro.
Iba a comenzar a darles excusas cuando las vi echadas
en el sofá. Tan cómodas las lindas y con la casa tan sucia, que
la cara me ardió de rabia. Me metí a la cama y no me moví más.
Había cuidado lo suficiente de ellas y ya estaban grandecitas
como para devolverme el favor.
—Tía ¿Qué le pasa? ¡Déjese de leseras pues! ¡Tiene que ir
a trabajar! —me gritaron al otro día desde la cocina.
Yo nada. Calladita más bonita.
A la tarde me encontraron en la misma posición.
Me levantaron como pudieron y me llevaron a urgencias.
Después de una larga revisión el doctor les dijo que mi
inmovilidad tenía que ser un problema mental porque
físicamente estaba tiqui taca.
Peregrinaron conmigo en varias consultas de psiquiatras.
Yo ponía el cuerpo rígido para que no pudieran trasladarme. Al
final desistieron y se pusieron de acuerdo: una debía darme la
comida en la boca y la otra lavarme el cuerpo.
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La que cocinaba me traía una sopa de sémola y me la
chorreaba en la ropa. La que me bañaba ni siquiera tenía el
cariño suficiente de entibiar el agua.
La comida era bastante insípida, pero como nunca he
sido buena para comer no me importó mucho. Después se
aburrieron de cocinar. Me empezaron a alimentar con flanes y
helados a pesar de que sabían que tenía diabetes. El azúcar me
subió, pero pucha que lo disfruté. Ahora me pregunto si lo
hicieron a propósito. Y del baño nada, apenas una esponjita por
los lugares imprescindibles.
Me buscaban conversa:
—Tía, dese ánimo.
—Tía, coopere un poquito más que sea pues.
Solo les hacía gestos. Había gastado muchas palabras
tratando de explicarles lo que debían hacer y estaba cansada
que me desobedecieran.
Después me vino una especie de maldad y comencé a
orinarme en la cama a cada rato. Disfrutaba viendo sus caras
cuando me cambiaban la ropa o daban vuelta el colchón.
—¿Se meó otra vez, tía?
—¡Por la cresta! ¿No puede avisar?
Me resistí lo más que pude a usar paños hasta que me
los pusieron obligada. He de admitir que les terminé
encontrando el gusto. Ellas me mudaban y me limpiaban el
culo.
Podría haberles hecho la vida más fácil aceptando que
otra persona me cuidara, pero la verdad no quise. Me gustaba
que se preocuparan por mí. Seguro pensaron que vivir conmigo
era buena idea y en su momento debió serlo. Claro, la tía
solterona que las regaloneó, les dio todo lo que pidieron y aun
así eran malcriadas e irrespetuosas.
No sé bien de que morí, quizás fue mucha azúcar,
cansancio acumulado o solo aburrimiento. La tele trasmitía
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pura propaganda política y ninguna atinaba a cambiarme el
canal.
Cuando me encontraron muerta fueron corriendo a
buscar a la vecina Amanda. Siempre habíamos sido amigas
hasta que dejamos de soportarnos y en un acuerdo tácito
nuestra relación quedó en el saludo mañanero a través de la
ventana.
Me miró con una cara tan triste que casi me conmovió.
Tal vez se sintió culpable de no haberme acompañado en todo
ese tiempo. Me alegré de verla así. Mínimo debió venir a saber
por qué no me levantaba.
Amanda me puso un pañuelo en la cabeza. Creo que se
estaba vengando de algo, porque me sentí como un conejo. Me
cerró los ojos que, como no me los cerraron de inmediato, se
pusieron porfiados y se abrían solos.
No me imagino lo ridícula que me veía porque nunca he
visto un muerto; ni siquiera cuando falleció mi abuela. Me las
arreglé para llegar cuando su urna estaba cerrada. Me producía
asco ver un cuerpo deteriorado.
Vinieron a vestirme, abrieron el closet y eligieron mi
ropa.
—¡Esa chaqueta negra de marca! —quise gritar, pero
eligieron lo primero que pillaron sin conciencia alguna de moda.
Me tomaron entre las dos y al pasar la blusa por uno de
mis brazos me golpearon contra el velador. No sé por qué
todavía era capaz de sentir algunas cosas. ¿Habrán corroborado
que estaba muerta? Sé que vino un doctor, pero desconfío de
esos matasanos.
Después me maquillaron. Crucé los dedos para que haya
sido con mi maquillaje hipoalergénico, porque de lo contrario se
me inflamaría la cara y me vería como sapo.
Llegaron unos hombres. Me agarraron como si fuera un
cerdo y me sacaron de la cama. Intenté aferrarme a ella, pero
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mi cuerpo no respondió. Esta vez no estaba fingiendo y sentí
miedo. Me pusieron en algo duro y sin ningún estilo. Creo que
me compraron el ataúd más barato que encontraron: de pino,
sin colchón blando ni sábanas de hilo.
—¡Les debería dar vergüenza! ¿Están ahorrando para
después repartirse mi plata?
Ahora estoy aquí preguntándome si esto es la muerte,
porque sería bastante aburrido quedarse pensando por toda la
eternidad.
Me siento cada vez más cansada y ya no importa que
esta última cama sea fría y estrecha. Solo importa un último y
único recuerdo que me acompaña: los dos besos que sentí en
mi frente antes que sellaran el ataúd y que debo reconocer: me
parecieron sinceros.
LUNAPALOMA
Chile
Instagram: @lunapaloma.m
@lunapalomapinturas
41
42
L
a próxima semana me caso, Miriam ha sido mi
novia desde que entramos a la Facultad, de hecho,
mi primera y única novia, siempre me dediqué a
mis estudios, concentrado, nada me distraía,
excepto los cómics japoneses llamados: manga. Si alguna vez
tuve una chica en mis sueños, era una de las protagonistas de
aquellas revistas. Miriam me sacó de mi soltería, lo cual
agradezco. Hemos trabajado, ahorrado y nos esforzamos
primero por tener una casa, un auto, y una cuenta en el banco
para cuando decidiéramos casarnos, unirnos por el civil y la
iglesia, nuestros familiares y amigos están contentos por
nosotros, todos, pero ¿yo?
Los padres de Miriam insistieron en que ellos querían
comprar el vestido de novia, acepté pero insistí en
acompañarlos.
—¡No puedes ver a la novia! —me dijo la mamá muy
preocupada.
—Son supersticiones —protesté, pero al final ellos
ganaron.
No me quedó más remedio que servir únicamente de
chofer, quedamos de vernos en un punto cuando terminaran el
recorrido, yo llevé mi cámara fotográfica y me puse a deambular
por la zona. Tomé camino por las calles más transitadas,
siempre me gusta llevar ese porte de turista que devora
imágenes a través de su lente. Los edificios antiguos son mis
predilectos, pero también los rostros de la gente distraída,
casual, de esa gente que no sabe que los estás fotografiando.
Fingí tomar un punto de la calle para lanzar mi disparo a una
chica con rasgos orientales, como las de los cómics, la tomé y
en el momento justo ella miró mi lente, quedó atrapado su
rostro y su asombro al descubrirme. Bajé la cámara de mi
mirada y quise sonreírle, agradecer con un saludo, pero en ese
43
breve instante ella desapareció, se esfumó.
Mi recorrido continúo y en un momento de cansancio me
senté a tomar una soda en un lugar con mesas a la calle.
Mientras bebía observé las fotos que había tomado, busqué
especialmente la de la chica oriental. Sí, ahí estaba, aunque…
para mi sorpresa, descubrí que estaba en todas mis tomas, una
y otra vez, sí, ya mirando a través de los cristales del metro
bus, o asomada desde una ventana del edificio de la tienda
Versalles, era ella la vendedora de flores en el crucero y que
casi atropellan cuando disparé. ¡Qué curioso! Pero quién era
ella, ¿por qué estaba en mis fotos? Asustado, comencé a sudar
y limpié mi sudor con una servilleta, mientras discretamente
observé a mi alrededor. En ese momento sonó mi celular, era
Miriam, ya habían terminado de comprar el vestido de novia,
pregunté la dirección y observé que era la misma calle en donde
yo me encontraba. Estoy aquí, le dije y cruce la calle, buscando
la tienda.
Varios aparadores adornaban la entrada, el primero era
la boutique de novias, después un aparador de artículos para
caballero y el más pequeño, una tienda de sombreros. Con mi
cámara en mano tomé fotos sin buscar la estética, únicamente
quería perpetuar esas imágenes a través de mis ojos. Algo raro
me sucedió, un frenesí se apoderó de mi instinto y busqué los
rostros de los maniquís, no salía de mi asombro, todos,
absolutamente todos los rostros eran idénticos a la chica
oriental. Miriam me encontró embelesado con un maniquí de
tamaño natural que por suerte no estaba vestido, mostraba su
desnudez andrógina y el rostro con una expresión de
inconmensurable paz.
―¡Ramón! ―Me gritó molesta, al parecer llevaba minutos
llamándome y no le hice caso.
―¿Qué miras tanto? —y señaló al maniquí desnudo.
Esa tarde, toda vez que dejé a Miriam y a sus padres en
44
casa, fingí cansancio y les dije que iría a la mía a descansar,
pero no, regresé a la tienda e insistí en comprar el maniquí que
había robado mi atención. La gerente del local notó mi
nerviosismo y dijo que los maniquíes no estaban a la venta, casi
llama a la policía pero tuve que insistir un poco más, le ofrecí
“una comisión” y entonces aceptó, me llevé el maniquí a mi
casa, por un momento pasó en mi mente la película de Luis
Buñuel, la de El ángel exterminador. No, ¡Qué va! yo no estoy
loco, me dije, solo quiero, solo quiero… jugar un poco.
He jugado con mi maniquí, la del rostro oriental, al paso
de los días nos hemos hecho amigos; bueno, a decir verdad,
novios. Tiene las piernas largas, delgadas y tibias, un regazo
duro y liso, sus manos no se agitan, no se mueven, pero eso sí,
su cara es perfecta. No tiene que maquillarse ni usar filtros
para lucir bella en las fotos que le he tomado por mil, me
brinda su sexo que solo se abre cuando estamos en la ducha,
se lo hago, se deja penetrar y me deja saciar todas mis
fantasías en ella. La tomo sí, la tomo de mil maneras. Nunca la
he vestido, la dejo al alcance de mis instintos y de mi cámara,
ella no dice nada.
Miriam no deja de llamar, me aturde con sus preguntas
y sus padres, mis padres también han venido a hablar conmigo,
sé que son ellos, pero no reconozco sus rostros, parecen de
cera, como si se estuvieran derritiendo. Escucho sus súplicas,
ya les dije que sí, que la próxima semana me caso, pero que por
el momento quiero que me dejen solo.
II
El maniquí se mueve cuando Ramón está dormido,
deambula por la habitación, se mete en los sueños, se alimenta
de su respiración, se roba su energía, su voluntad. En este
45
mundo nada es casualidad, todo deviene de una causa, los
objetos se mueven si les damos un motor, un impulso, una
polea para que se balanceen, así el maniquí obedece a la mente
del hombre que lo creó, nada de lo que hay dentro de esa casa
se mueve por sí solo, no hay pupeteros maniobrando hilos o
demonios poseyendo a los objetos.
La noche anterior a la boda, ante el silencio y ausencia
de Ramón. Miriam, enojada y desesperada decide entrar a la
casa de su novio; lo primero que ve es al maniquí y en un
ataque de ira incontrolable, busca en las herramientas hasta
encontrar un hacha con la que lo despedaza pensando que es el
objeto de los deseos de su novio. Fúrica y cansada se tumba en
el suelo a llorar, así la encuentra Ramón y asombrado corre a
recoger los pedazos del maniquí roto, mientras grita
desesperado. Su rostro cambia cuando encuentra el arma
“homicida”, la toma y se voltea sigiloso a buscar a Miriam, le
debe tanto, pero a la vez lo ciega el enojo, ¿cómo fue capaz de
atentar contra su maniquí? ¿Acaso no le bastaba con ser “la
humana”?
La mano izquierda sostiene la cabellera de Miriam, ella
trata de defenderse, pero la pierna de Ramón en su pecho la
apresa, y aunque patalea y rasguña a su consorte, este logra
cortar su cuello hasta que la siente morir. Llora y con la
adrenalina en lo máximo, levanta los pedazos rotos de su
amado maniquí, los coloca al lado de Miriam, toma su cámara
fotográfica y retrata la escena del crimen en cientos de tomas
horribles.
III
Hoy me caso, Miriam había sido mi novia desde que
entramos a la Facultad, y seguro hubiera sido la esposa ideal,
pero uno nunca sabe a quién podemos conocer de un día a
46
otro, sucedió que conocí a un maniquí el día en que fuimos a
escoger su vestido de novia, un maniquí desnudo, silente, sin
ápice de fórmulas o maquillajes, todo hubiera sido distinto si
Miriam no hubiera actuado como lo hizo. Pero no hay mal que
por bien no venga, y sí, Miriam está muerta, pero no mi
maniquí, la restauré y la he vestido para este gran día.
Entraremos juntos a la iglesia y ella vestirá la piel que he
quitado a Miriam esta madrugada.
IV
El maniquí se levanta de su letargo, la piel que viste es
pesada y se arrastra mientras comienza a caminar lentamente,
los ojos de la muerte le señalan el sitio en el que se encuentra
Ramón, camina por las escaleras, va impulsada por la
mecánica de lo sobrenatural, a eso que no se le encuentra
respuesta, pero que permite a los muertos regresar a tomar
venganza. Sube lentamente, encuentra la puerta abierta de la
habitación, empuja un poco para cerrarla. Con el ruido Ramón
voltea y entonces la ve, se encuentran cara a cara, él sonríe al
contemplarla, pero entonces un rayo de luz y vuelta a la
realidad lo saca de su fantasía. Ramón se echa para atrás
cuando ve al maniquí tal y como es: pedazos de madera unidos
con silicón, alambre, clavos y sobre su cuerpo, la piel de una
persona, y poco a poco lo sabe, su mente se abre y vuelven los
recuerdos, ¡Es Miriam! ¡Esa piel es de Miriam!
El maniquí se abalanza hacia él, se mueve
frenéticamente buscando sus labios, mientras con las dos
manos aprieta su cuello.
VERÓNICA MIRANDA
México
Facebook:https://www.facebook.com/veronicamirandamaldoror
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Twitter: https://twitter.com/vampironique?lang=es –
Spotify: https://open.spotify.com/artist/1i6O7B3pKER3ydh0B0TekU
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48
A L. B. R. A.
(…)el exotismo en el humano ruedo
como una planta de la misma semilla
que florece en dos extremos diferentes de la Tierra,
un diente de león que al soplarlo se dispersa
hacia direcciones inesperadas,
una rama que se extiende bajo las escaleras
y que debe ser cortada porque en ella
la realidad se derrama.
Katherine Medina Rondón («Diáspora»).
T
ras acabar esa mañana con el trabajo que realizaba
para una empresa privada, en su muro de
Facebook, el 26 de octubre, a las 16:58, Beatriz
puso (con letras blancas y fondo verde):
«EN VACACIONES. NO MOLESTAR SINO HASTA ENERO»
Decidió dedicarle tiempo a su familia y a salir con sus
mejores amigas y con algún «amigo» que le interesaba
románticamente. No obstante, esa noche, luego de escribir un
cuento de ciencia ficción, no pudo encontrar a sus padres ni
hermanos. Salió a la tienda a comprar, mas no pudo hallar a
nadie transitando. Llamó a sus amistades y los celulares no le
daban respuesta. Ni siquiera sus dos perritas se hallaban en el
patio. No había una sola persona conectada a internet ni
publicaciones nuevas de alguien. Beatriz pensó que tal vez le
habían cerrado la cuenta, no obstante, sí podía entrar a su
Facebook, a otras redes sociales, y estaba habilitada para
publicar. Se aterrorizó, se había cumplido lo que solicitó: nadie
la molestaría hasta dentro de dos meses y poco más. No
soportaba la idea de estar sola. Ni siquiera había insectos por
ahí. Optó por borrar su post; una vez que lo hizo, nada pasó,
porque lo hecho no se podía eliminar de la historia de la vida.
Intentó calmarse, no toleraba la tétrica idea de hallarse sola
49
tanto tiempo. Se le ocurrió una solución, colocó otra
publicación en Facebook:
«DE NUEVO CON USTEDES, PUEDEN MOLESTARME»
Las cosas volvieron a la normalidad, como si lo ocurrido
se hubiera tratado de una lúgubre alucinación. El movimiento
de individuos que rodeaban su vida retornó. Su madre le dijo si
no quería comer turrón. Beatriz, llorando de alegría, le
respondió desde su habitación que gracias, enseguida iría a
probarlo, te amo. Sus mascotas ladraron. Se puso de pie y notó
una serie de sucesos que no le agradaron. Ella no era muy
bonita, mas no carecía de encanto y no le fastidiaba mostrar
sus fotos. A su inbox de Facebook le llegaron mensajes
morbosos e incluso videos con contenido sexual de acosadores,
a los cuales no conocía. Su celular sonó y ella no quiso
contestar porque el número que llamaba era desconocido. Su
padre tocó a la puerta de su recámara, le dijo que en el umbral
de la casa (ella no escuchó el timbre) había unos tipos que la
buscaban, su progenitor les dijo que se fueran, pero ellos
amenazaron con echar abajo la entrada. Su madre gritó cuando
comenzaron a patear la puerta de madera, lo primordial era
poner a los hermanos menores a salvo. Todos, excepto Beatriz
corrieron al segundo piso de la vivienda. Su papá estaba
llamando a la policía. Los invasores ingresaron diciendo que
venían por ella, para joderla. Antes de que penetraran en su
alcoba, la chica alcanzó a poner una tercera publicación en
Facebook:
«SOLO MOLESTAR PERSONAS QUE ME QUIERAN»
Y los intrusos se retiraron con rapidez, casi como si
desaparecieran. Todo parecía lucir con normalidad, aunque su
familia aún se encontraba asustada, sin ubicar una explicación
50
para lo qué había ocurrido. Beatriz se dijo que en adelante
tendría que ser cuidadosa con lo que publicara en cualquiera
de sus redes sociales. Tenía la certeza de que podría mandar
correos electrónicos y escribir sus cuentos y poemas
tranquilamente, sin temor a que la realidad se distorsionara de
nuevo. ¿Volvería a suceder? Al parecer, sí. Quizá ya era
momento de cerrar sus cuentas para siempre, su vida social se
resentiría, su promoción como literata joven, de veintitrés años
se reduciría, sin embargo, más importante era su seguridad y la
de aquellos a los que amaba. Sonó el celular, el número era
conocido, respondió sin miedo. Era Luis, el chico que le
gustaba, otro escritor joven, de veintiocho años, que se
especializaba en terror. «Sentía que debía llamarte», dijo él,
«¿estás bien?» «Ahora sí, mencionó ella, por ahora lo estoy.
¿Podemos reunirnos? Quisiera…» Pensó en contarle el fabuloso
hecho, pero decidió que se lo guardaría, al menos durante un
tiempo. Pronto la charla se hizo amena y ella dejó de lado el mal
trago. No pudo hablar mucho porque sus padres le pasaron la
voz para ver si estaba bien y, al confirmarlo, indicarle que
cuidase de sus hermanitos mientras ambos iban a buscar al
vecino, el cual arreglaba puertas. Hubo comentarios en su post,
la reconfortaron.
CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR ROSAS
Perú
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52
L
legó al club a las siete y media de la tarde. Era
verano y había hecho calor todo el día, pero a esa
hora una brisa fresca que venía del mar hacía la
tarde más placentera. Fue hasta la cantina y pidió
lo usual, una picadita salada con queso, fiambres, papas chips,
maníes y una copa de vino blanco. Pidió que se la sirvan en la
mesa, en la terraza.
El club, típico club de balneario, originalmente un club
de pesca, estaba construido sobre un acantilado que daba a la
playa. La terraza del club era un lugar perfecto para tomarse
un trago o para cenar. Tenía una vista al mar hacia el oeste. En
el horizonte se veía agua, y a la derecha, al noroeste, la
curvatura de la entrada del mar formando una playa, la
desembocadura de un arroyo, más allá más arena y árboles.
Cristina se sentó como era usual en la mesa más
cercana al borde de la terraza. Desde allí veía las canchas al
lado derecho, donde jugaban sus hijos, Felipe y Miguel, que la
saludaron con el brazo. Al rato se acercaron a darle un beso y
pidieron una Coca Cola, estaban agotados de corretear.
También se acercó una pareja de amigos, Juana y Luis, venían
con su picada en la mano y la saludaron.
—¿Venís a ver tu telenovela diaria? —comentó Juana.
—¿Cómo telenovela? —preguntó Luis.
—Es que viene regularmente a la misma hora a ver la
puesta del sol, como si no se pudiera perder un capítulo.
—¿Sí? —preguntó Luis.
—Sí. Es un espectáculo hermoso y además gratis –
comentó Cristina.
—Tenés razón.
Miguel que estaba atento a la conversación, agregó:
—Más que una telenovela, parece que mamá viniera a
ver el informe meteorológico, siempre después de ver la puesta
nos dice cómo será el día siguiente. Y le emboca.
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—No le emboco —aclaró Cristina—, no es un informe que
doy al azar, es una deducción a partir del aspecto del sol y las
nubes y los colores.
—Mirá tú —comentó Luis—, sos como la gente de campo
que hace sus propios pronósticos. Después nos decís si
podemos ir a la playa mañana, hay tantas nubes que temo que
no será un buen día.
—Ché ¿Y Raúl? —preguntó Juana.
—Está en Montevideo, viene el sábado.
—Bueno, dale mis saludos —dijo Luis mientras
caminaba con Juana hacia otra mesa.
Felipe y Miguel terminaron su Coca y se fueron a las
canchas otra vez.
El sol estaba muy rojo y, aunque el cielo estaba nublado,
el sol estaba a la vista. Las nubes se colorearon de rosa y
celeste primero y después el rosa pasó a naranja poniéndose
cada vez más oscuro. El agua también se coloreaba, estaba
tomando el color rojo del sol. Parece sangre, pensó Cristina, y el
sol parece fuego, un fuego que me quema. Desde el momento en
que el sol tocó el horizonte cambió su forma abombándose
primero, achatándose como una moneda después y finalmente
desapareció.
Juana y Luis miraron a Cristina y con un gesto en el
rostro y las manos abiertas preguntaron;
—¿Y?
—Calor, mañana hará calor —dijo—, mucho calor.
Al otro día se repitió la escena en la terraza del club. El
día había estado caluroso tal como Cristina había anunciado,
pero ahora, en el atardecer, había muchas nubes, el cielo se
veía tormentoso, y el mar tenía un oleaje abundante. Aun así,
estaba lindo, ni muy caluroso ni fresco. Cristina disfrutó su
vino y otra vez compró refrescos para los niños.
—Mamá, hoy no habrá puesta de sol. ¿Cómo sabremos
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cómo estará mañana?
—Si no se ve la puesta porque la tapan las nubes,
significa que va a llover.
Eso fue lo que pasó, no se vio la puesta de sol. Cristina
quedó un poco triste, casi mimetizándose con las nubes grises y
el mar revuelto, pensó que al día siguiente el cielo y ella
llorarían a la par. Necesitaba una puesta tranquila, con pocas
nubes apenas rosadas o naranjas, o sin nubes, algo que tuviera
el cielo despejado como una página en blanco que la dejara
reflexionar e imaginar un futuro en paz, sin dolores ni culpa.
Por ahora todo la llevaba hacia atrás, al desencuentro con su
padre, un malestar entre ambos que tenía meses de evolución y
que unos días antes que él muriera, provocó que discutieran
agresivamente. No podía olvidar ese día. Lo peor era que seguía
enojada y con deseos de rebatir sus dichos a la vez que sentía
mucha culpa por no haberse controlado, o al menos
disculpado. Buscaba un equilibrio, el mar lo lograba, aún
revuelto, pero no ese día.
Tal como vaticinó, al otro día llovió hasta bien pasado el
mediodía. Por la tarde Raúl, recién llegado de la ciudad le
sugirió a Cristina salir a caminar. Eso hicieron, caminaron por
el parque de pinos entre la rambla y la costa. Casi a la hora de
la puesta seguían caminando entre dunas y pinos. Cristina
comenzó a ponerse ansiosa, quería llegar hasta el club como
siempre, antes de las veinte horas, como si mantener la rutina
fuera parte de un rito sanador. Raúl trataba de disuadirla.
—Igual no vamos a ver nada. Miremos desde acá,
tenemos una buena vista al horizonte.
Se detuvieron. Las aguas se veían muy revueltas y las
nubes se veían en todas las gamas del gris, entre claro y muy
oscuro e incluso casi negro en algunas partes.
—Otra vez tenemos lluvias mañana ¿Verdad? —preguntó
Raúl.
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—Sí, mañana y hoy, me parece que en un rato se larga
una tormenta. Mirá para el sur, hay relámpagos.
En eso, mientras miraban los relámpagos vieron la caída
de un rayo muy bien delimitado en el horizonte sobre el mar.
Cristina se estremeció y esperó el trueno que no venía.
El trueno tardó, pero llegó. Demoró casi un minuto, lo
que los sorprendió, además fue muy fuerte, estrepitoso, como
resplandeciente había sido el rayo. Cristina se tapó los oídos y
escondió su cabeza entre su pecho y sus manos.
—¿Estás bien amor? —le preguntó Raúl.
Cuando ella levantó la cabeza, Raúl vio que lloraba, y la
abrazó.
—¿Qué pasa?
—Es que no olvido como le cerré la puerta de un portazo.
Sonó fuerte, todavía lo escucho. Nunca voy a saber qué pensó
él, si entendió mi reacción. Exageré, pero también él…
—Ya olvidarás. O no, pero ese recuerdo se diluirá entre
los miles, millones de otros recuerdos que te aparecerán a cada
instante. Mira las gotas que empiezan a caer, cuántas serán, y
todas caerán en el mar, y ninguna es más importante. El
recuerdo de tu padre se compondrá de todos los relámpagos,
rayos, de todos los truenos, y también de ese número
incontable de gotas que forman el mar. Mañana lloverá, sí, otra
vez, pero no hay tormenta que dure mil años.
PATRICIA LINN
Uruguay
56
57
-¡N
o lo puedo creer! —me dijo Mabel, la
señora que nos alquila el depósito de
galletitas.
Si ella no lo podía creer, para mí era un
absurdo absoluto estar en ese momento
firmándole el telegrama al cartero. Ya me había advertido Fito,
mi hermano, y yo, como buen cabezón, ni pelota que le di.
—Cuidate del Chueco, cuidate del Chueco, es un negro
hijo de puta —me repetía todos los días mientras tomábamos
unos mates y repasábamos las finanzas.
Yo al Chueco lo quería como a un hijo, por eso siempre
hice oídos sordos a las recomendaciones del Fito. Le había
salido de garante del departamento que había alquilado, le
prestaba plata ante cualquier necesidad o capricho se le pasara
por la cabeza, le salí de padrino del pibe y le banqué hasta la
fiesta del bautismo, siempre estuve para ayudarlo... ¡Siempre!
Juro que me interesaba por él, lo aconsejaba, hasta lo había
mandado a terminar el colegio secundario. Recuerdo que
cuando se presentó a pedirme laburo hace ocho años, ni
registro de conducir tenía. A decir verdad, el Chueco no tenía
dónde caerse muerto y para mí, últimamente se estaba
convirtiendo en una persona de bien y yo estaba orgulloso de
ser parte de su transformación. ¡Qué iluso fui!
Se estaba dando por despedido y nos reclamaba tanta
guita que no alcanzaban todas las galletitas que habíamos
vendido en nuestras vidas para poder indemnizarlo. Nos llevaba
a la quiebra sin alternativa, era el fin de nuestro negocio. Él no
tenía justificativo alguno para portarse tan mal con nosotros.
La distribuidora que nos había legado mi viejo, andaba
para atrás, ya los almacenes compraban directo a las marcas y
a nosotros solo nos quedaban algunos kiosquitos de mala
muerte que por respeto a nuestro difunto padre aún nos
compraban. Nos tenían lástima se podría decir, o tal vez con
58
nosotros podrían manejar sus pagos como se le cantaba.
Cuando partió el viejo quedamos cuatro gatos locos, yo que me
ocupaba de la venta, Fito miraba los números, Josefina, una
“todoterreno” que hacía lo que le pedíamos, hasta algunas
cosas que no debería contar y el Chueco que manejaba el
mionca y hacía los repartos.
Mi hermano me había dicho de poner una cámara en el
depósito, de esas que hay en los bancos para poder controlar
que no nos choreen. El viejo era un negado de todas esas cosas,
pero a Fito las ventas que yo le pasaba no le cerraban con sus
cuentas y se estaba preocupando. Hacía ya mucho muchos
meses que el “debe” era mucho más grandes que el “haber”. Y
como para mí, esas cosas contables eran chino básico nunca le
había dado pelota hasta que un día la Josefina me dice que
habían llamado de un chino de Pontevedra reclamando que en
la caja de Manón que le habíamos entregado hacía dos semanas
estaban todas las galletitas rotas. Me quedé mudo dado que
yo… yo nunca había ido a vender galletitas a Pontevedra y en
mi puta vida había sentido nombrar a ese chino.
Mi viejo se murió de golpe, como un pajarito, quizás él
había advertido lo que estaba pasando con el Chueco y el
disgusto hizo que Dios se lo llevara casi sin despedirse. A la
semana de su deceso, mi vieja me pidió que vaya a ayudarla
para embalar su ropa y así poder donarla a los pobres.
Mientras mi vieja estaba en la cocina, yo guardaba lo más
prolijo posible su pilcha en unas bolsas de residuos que había
llevado. Ya había llenado cuatro bolsas, cuando al abrir un
jonca encontré lo que jamás me hubiese imaginado. Había un
chumbo, de chico le tengo pavor a las armas, mi viejo me había
inculcado ese respeto, por eso nunca esperé encontrarme con
una Smith & Wesson .38 igual a la que tenían los soldados del
Vietcong en la película “El cazador de Ciervos”. Los ponjas
jugaban a la ruleta rusa con los personajes interpretados por
59
Christopher Walken y Robert De Niro mientras los cagaban a
cachetazos. Mi viejo no era un tipo violento, por eso no entendí
por qué se la habría comprado. Quizás sabía que nos estaban
afanando y quería estar preparado para defenderse. El revólver
estaba descargado, pero en el fondo del cajón, donde lo había
encontrado, había una caja de balas. Estaba casi vacía, la abrí
y me encontré con dos balas. Le iba a preguntar a la vieja que
hacía eso ahí, pero preferí guardar todo en un pulóver y
llevármela escondida a mi casa.
Durante esos días, el Fito no dejaba de reclamarme:
—¡Ojo con el Chueco! ¡Ojo con el Chueco! Este tipo nos
está cagando.
Y tenía razón. Con el telegrama en la mano, creí
desmayarme, me senté sobre una lata de Chocolinas y me puse
a llorar como un chico. Yo siempre le decía a Fito y también al
Chueco:
—La confianza es como la virginidad… se pierde una sola
vez.
No había perdido la confianza, tampoco la virginidad,
había perdido la esperanza, que es mucho peor. Me sentía
defraudado, violado, ultrajado, tenía ganas de matarlo, hacerlo
añicos, hacerlo desaparecer del planeta. ¡Cuántas veces lo
había defendido! ¡Cuántas veces había dado la cara por él! Y él
ahora nos quería destruir y sacarnos lo poco que teníamos.
—¿Qué haces ahí sentado? ¿Aún no vino el Chueco? ¡Se
hace tarde y hay que preparar los pedidos! —me gritó mi
hermano mientras yo estrujaba el telegrama que había releído
mil veces.
Mabel lo miró con compasión y tratando de calmar los
ánimos le dijo:
—No se puede confiar en nadie.
Fito me arrebató el papel de las manos y al instante
recitó una secuencia interminable de puteadas que prefiero no
60
repetir. Él estaba rabioso con el Chueco, pero estaba mucho
más enojado conmigo. Pensé que me iba a cagar a palos.
—Yo lo voy a arreglar… ¡te lo prometo! —le dije con
vergüenza.
Esa mañana yo hice el reparto de las cajas de galletitas.
No quería quedarme quieto un minuto. No podía soportar
cuando los clientes me preguntaban qué había pasado con el
Chueco, a lo que les respondía que estaba engripado y tenía
para unos días. Muchos me hacían comentarios halagadores
del Chueco y hasta algunos me felicitaban por tener un
empleado tan aplicado. El veneno corría por mis venas tras
cada palabra que hacía referencia a ese gusano.
Al mediodía decidí ir a mi casa a almorzar. Mi esposa se
sorprendió de verme, solo piqué un cacho de queso y salame y
fui directo al armario donde había escondido el arma y las balas
y las puse en una mochila. Fui a la pieza de Leandrito, estaba
haciendo los deberes, me pidió que le explicara una cosa de
contabilidad, le di un beso y le sugerí que lo llamase al tío Fito
que la tenía mucho más clara.
Sabía que quizás después de esa tarde no lo volvería a
ver, al menos de la forma en la que nos veíamos a diario. Tenía
el convencimiento de que era mi deber vengarme del traidor.
Por un momento pensé que quizás era mejor contratar a
alguien que hiciera el trabajo sucio, un sicario. Pero estaba
seguro de que involucrar a alguien más a la larga o a la corta
iba a terminar afectando a mi familia y a la de Fito. Me fui
derecho al bajo Flores, donde estaba el depto donde vivía el
Chueco. Las balas ya las había puesto en el tambor, sabía que
tenía solo dos chances y no podía fallar. Dudé si quizás era
mejor tirarle dos tiros en cada una de sus chuecas piernas y
dejarlo inválido de por vida, pero si bien, ese sería un castigo
más duro que la propia muerte, no iba evitar el daño que
estaba queriendo hacerle a nuestra empresa. Los dos tiros
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debían ser certeros y a la cabeza, en medio de los ojos mejor,
como el disparo que le hace Robert De Niro al ponja en medio
del griterío en la película de los vietnamitas. Estacioné el
mionca en la esquina y esperé. Quería estudiar su movimiento,
quería saber si estaba afuera o si estaba adentro del
departamento. De pronto veo que sale del almacén de enfrente
lo más campante. Cruza la calle con dos bolsas de feria llenas
de birras, una en cada mano. Me pongo el revólver debajo de la
campera. Me bajo y lo encaro con toda la valentía que nunca
había tenido diciéndole:
—¿Qué haces, hijo de puta? ¿Así que nos querés hacer
mierda, con todo lo que hicimos con vos? ¿No tenés vergüenza?
El Chueco aceleró el paso mientras repetía como un loro:
—Tengo problemas, tengo problemas…
Al llegar a la puerta del departamento apoya las bolsas
en el piso y busca la llave.
—¿Qué problemas tenés, hijo de tu madre? ¿Y pensás
que nosotros no tenemos problemas? ¿Qué estamos nadando
en guita? ¡Turro de mierda!
Nervioso no emboca la llave hasta que se mete y me
quiere dejar afuera. Furioso, saco el revólver y le apunto a la
cara. El Chueco, se inmoviliza, temblaba como una hoja. Vi que
había algunos chicos jugando en la calle y traté de que no me
vieran el arma.
—Vamos para arriba —le ordené.
—¡Tengo problemas! ¡Tengo problemas! —repetía mientas
subía sigiloso los escalones.
Por un instante pensé que iba a revolearme una botella
por la cabeza.
Ya en el departamento, seguía empuñando el arma y
apuntándolo de cerca. Estaba todo hecho un quilombo, había
mugre de meses por todos lados. Me concentré en mi objetivo,
mi venganza. Sabía que no había chance de fallarle. El Chueco
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saca las botellas de las bolsas y las va acomodando en la
heladera y con lágrimas en los ojos me dice:
—Tengo al pibe internado, hay que hacerle un trasplante
de médula.
—Me estás jodiendo —le contesté y bajé el arma como si
un ser del más allá me lo estuviese ordenando.
—Te juro, mi jermu se fue hace un año con Carlitos y
hace unos meses me vino con esta novedad y no sé qué hacer,
discúlpame, pero estoy desesperado, ¡se me vino el mundo
abajo! —me explicaba arrepentido lo que le estaba sucediendo.
Me desplomé en una silla de la cocina, dejé el chumbo
sobre la mesa. Estaba confundido, estaba preparado para ser
su verdugo y ahora solo quería abrazarlo, y buscarle alguna
forma de solucionarle el problema.
—¿Y no podías habernos contado lo que te estaba
pasando? ¡Nos conocés hace mucho! —le pregunté, aunque
sabía que el Chueco era un pibe muy reservado.
Sonó un celular. De los nervios pensé que era el mío,
pero no, era el del Chueco. Pude reconocer la voz de su mujer
que le reclamaba:
—¡Che, Negro! Traéte las bebidas y pasá a buscar la torta
y los sanguches por la confitería, ¡ya están pagos! ¡Están
llegando los invitados!
Lo miré serio y lo incriminé diciéndole:
—¿Pero, cómo? ¿No tenías al pibe internado vos?
Y una falsa sonrisa se le escapó de la comisura de los
labios y supe que mentía. Levantó las manos y yo arrebatado
volví a empuñar el chumbo. Le apunte ahí… en medio de los
ojos, y no dudé un segundo. ¡Bang!
Y cayó como una bolsa de papas al piso. El charco de
sangre oscura empezó a cubrir toda la cocina. Nunca había
matado a nadie en mi vida, ni siquiera a una cucaracha. No
sentía culpa, era mi deber. Tomé el chumbo como si fuera
63
Christopher Walker en la escena final, lo posé muy fuerte sobre
mi sien y sin el mínimo arrepentimiento, no tuve tiempo a decir
una plegaria. ¡Bang! y eso fue todo…
GUSTAVO VIGNERA
Argentina
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Twitter: @vignera
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64
65
L
a dureza y la rugosidad debajo su cuerpo y el viento
helado golpeando su humanidad lo despertaron. No
pudo abrir los ojos de inmediato debido al blanco
que le rodeaba y reflejaba de forma dolorosa los
rayos del sol. No entendía cómo había llegado ahí,
sintió que no tenía tiempo de cavilar en esa pregunta; sobrevivir
al mar de sal, debería ser su prioridad.
La sal quemaba su piel, igual que el sol parecía irritarla.
Usó parte del manto para atárselo en su cabeza a modo de
turbante, y empezó a caminar. Encontró charcos por una
llovizna reciente, aunque el agua no servía para tomarla porque
ya estaba salada. Su estómago resentía la falta de comida, pero
la sed era la que resquebrajaba sus labios y convertía su lengua
en un insoportable cartón seco.
En el horizonte, solo veía el mar de sal unirse con el cielo
azul irónico, parecía imposible hallar el final. No se iba a dar
por vencido, a pesar del cansancio y la debilidad de su cuerpo
continuó. Sus ojos recobraron vida al divisar un cactus a lo
lejos. Al acercarse se dio cuenta de que se trataba de una isla
de tierra, como un oasis en medio de la inmaculada superficie
salina. Tuvo la esperanza de encontrar algún animalillo, que le
sirviera de alimento o aunque sea insectos. Cuando el sol cayó,
fue reemplazado por tres lunas rojas que pintaban de carmín el
paisaje, como si alguien hubiera ensangrentado desde el cielo a
mar blanquecino. Lo que tranquilizó su espíritu era que no lo
dejaban a oscuras.
Decidió descansar en aquella zona, a la espera de
conseguir algo para alimentarse. Sin estar seguro cuánto
tiempo pasó, escuchó el croar de una rana y supuso que cerca
encontraría agua. Se guió por el sonido y su sospecha era
cierta, pudo saciar su sed, a pesar de que la pequeña laguna
estaba un poco lodosa. Tardó mucho más en cazar al anfibio,
tras varios intentos por fin lo logró. Quiso encender fuego, no lo
66
consiguió y tuvo que comer la carne cruda y babosa del animal.
Estuvo por desistir debido a las arcadas que sintió al principio,
pero su hambre era mayor, así que al final comió, hasta roer los
pequeños huesos.
Como si el último bocado fuese un somnífero quedó
dormido de inmediato donde se encontraba. El crudo frío se
colaba por el manto que llevaba, a pesar de este clima
inclemente pudo soñar. Se veía en un lugar parecido, pero tenía
en sus manos una máscara mágica que le ayudaba a encontrar
otro oasis en medio de la sal. La forma de la careta era la de un
ser extraño, sin orejas, con un cráneo liso, color agrisado y
unos ojos rojos transparentes. Cuando se la puso fue como
mirar el espacio en su esplendor.
Al día siguiente, despertó a la salida del sol, contempló
por unos segundos el paisaje de ese mar de sal que a pesar de
su situación le traía tanta paz. No vio ninguna rana cercana u
otro animal que cazar, así que empezó a caminar. Después de
un par de kilómetros encontró unas piedras incandescentes sin
fuego alrededor, pensó que hubieran sido útiles para cocinar la
carne babosa y no pasar frío.
Encontró unas pozas de agua hirviendo, no podía
recogerla y hacerla enfriar, así que pasó de largo. No dejaba de
pensar en la máscara con la que había soñado. Caminaba y el
peso del sol era mayor por la sed, hambre e incertidumbre. Se
sentó por unos momentos para observar alrededor y descansar
su debilitado cuerpo.
Hacia el norte divisó algo resplandeciente a unos metros.
La curiosidad pudo más que su agotamiento. Al acercarse vio
que era un objeto brillante en forma de un huevo, pero con dos
grandes botones, uno rojo y otro azul. Lo admiró por largo
tiempo, parecía que vibraba, como si tuviera vida. Al final se
decidió por presionar el rojo, cuando lo pulsó, su ronroneo
aumentó, se abrió igual a una flor para transformarse en la
67
máscara que había soñado. Al ponérselo vio que el sol se
pintaba de rojo fuego, en un eclipse con las tres lunas. Luego se
sintió liviano y empezó a flotar. La unión del astro con los
satélites lo estaba abduciendo.
ELIANA SOZA MARTÍNEZ
Bolivia
Instagram: @letrasenrojo
68
69
A
ntes era más sencillo: clavo o tornillo. Ahora lo
han complicado tanto que solo el clavo es clavo y,
un clavo saca otro clavo. No, no era eso. Me refiero
a que los tornillos se han diversificado: los hay de
cabeza plana, de cabeza redondeada y de cabeza poligonal. Los
hay con raya al medio, como el pelo (cada vez menos), con cruz,
como la de las órdenes templarias. Y así como el clavo es cien
por cien masculino, el tornillo es bisexual. Me explico: para
clavar un clavo (valga la redundancia) solo hace falta un
martillo y una superficie en la que se pueda clavar (otra
redundancia). Arreas un martillazo y ya está. Puro machismo:
golpe en la cabeza y penetración. Fin. Solo hay un problema
cuando la superficie a penetrar se puede astillar, entonces,
amigo mío, le machacas la hombría. Así no rompe, solo penetra.
He señalado anteriormente que el tornillo es bisexual, de
cabeza gorda que necesita de ciertos instrumentos para que su
hombría sea reconocida. Si lo pones en madera es preciso un
destornillador (u otro instrumento de los que ya hablaremos),
pero si lo pones en la pared o sobre algo más duro, el muy
señorito precisa de taladro y taco, si no, no agarra. Ah, y si es
azulejo, primero hay que marcarlo con un punzón (primo
hermano del clavo).
Ahora vamos con el tema de las cabezas de los tornillos:
aparte de las señaladas tenemos: de allen, triangulares, de
cabeza hexagonal, de mariposa y un larguísimo etcétera.
Algunos de ellos necesitan otras herramientas. Además, si
intentas hacer entrar un tornillo a martillazos, se subleva la
rosca y no entra. Y luego los hay con taco y lo más in son los de
expansión, todos de metal con taco de metal y todo.
Lo dicho. Lo mejor los clavos y sino ¿por qué clavaron a
Cristo en la cruz y lo hicieron con tornillos? Y ¿por qué tenemos
el trabalenguas de «Pablito clavó un clavito…» ¿te lo imaginas
con: «Pablito atornilló un tornillo…», no es lo mismo, no
70
funciona.
MANUEL SERRANO
España
71
72
S
ueño con Alegría, la chica del barrio con la que salí la
otra noche. Sueño que voy caminando por Valle
llegando a la esquina de Terry, la veo sentada en una
mesita bajo el toldo del barcito nuevo y cheto de
Caballito. Está ahí con el mismo look de esa foto, en
una avenida de Brasil, que tanto me gustó en el feed de sus
redes sociales; camisa a rayas de muchos colores, short rosa,
gafas oscuras y los rulos al viento. Hago contacto visual
mientras ella toma una copa grande de vino tinto, me sostiene
la mirada y empiezo a viajar. Me hundo en su expresión y todo
se narra como si fuera un poema de esos que nunca voy a
entender.
Primero todo es marrón como el iris de sus ojos y al
instante todo es fuego, pero un fuego amable porque no me
siento en el infierno. Después veo montañas verdes
desbordadas de bosques, y al atravesarlas volando se despliega
un cielo pintado celeste y un lago azul por debajo. Me sumerjo
en las profundidades de ese espejo de agua y me encuentro con
la oscuridad absoluta, que tras un destello de luces se llena de
estrellas. Estoy en el principio de la nada y el todo, estoy en el
origen del universo. Viajo entre los astros a gran velocidad,
pasando entre ellos como si solo fueran chispas inofensivas
hasta que me encuentro con la Luna, una luna llena y brillante
como nunca lo imaginé. Estoy flotando como si estuviera
paralizado por la luz que refleja el Sol, mis ojos no parpadean y
se encandilan hasta dejarme ciego. Todo es blanco y luz por
unos segundo y de nuevo marrón como los ojos de ella.
Otra vez me encuentro frente a Alegría compartiendo su
mesa, ella toma un sorbo de vino y el misterio no me cierra, hay
algo más para contar. En ese viaje relámpago también escuché
su voz, era como la música de una película espacial compuesta
para acompañar la transición de imágenes. Música y paisajes
para descifrar su historia, de su origen y las estrellas. Mientras
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ella extiende su copa y me ofrece un trago, yo sigo ahí atrapado
entre la incertidumbre del sueño y su mirada, sin poder
despertar.
FEDERICO ROMAIRONE
Argentina
Instagram: fede.romairone
Twitter: vivoenbares
74
75
A
lgunas noches saben a muerte, otras hieden a
ella; sin embargo, el sabor/hedor del cáncer deja
un estigma imborrable en la vida de quienes
rodean a quien lo sufre. Esto lo sabía Alberto la
media mañana en que decidió que su vida tenía que cambiar
por completo para, por fin, levantarse como el gran juez que
siempre soñó ser, o quizás solo como un vil castigador; no
había mucha diferencia. Redactó a máquina la carta durante
dos horas arrugando algunos papeles en el proceso. Una vez
terminada, la colocó dentro de un sobre junto al documento
que había leído durante su desayuno, abrió el cajón pequeño de
su ropero y lo guardó ahí, hasta el día en que Fernando, su
mejor amigo, tuvo que verse obligado a leerla.
Hasta ese veinte de febrero, día en que enterraron a su
padre, Alberto había sido el mejor ejemplo de misántropo
empedernido y apático social que podía existir en el mundo.
Nada despertaba interés en aquel joven de diecinueve años al
que muchos aborrecían y otros tantos apetecían aniquilar,
excepto el amargarles la vida a los demás.
Ni siquiera la enfermedad terminal de su padre había
ablandado su corazón. Sin embargo, algo sucedió aquel día. Se
apareció en el cementerio faltando pocos minutos para el
descenso del ataúd y se paró al costado de su madre. Llevaba
puesto pantalón y camisa negra, esta última adornada por un
corbatín michi. Algunos murmuraron, otros trataron de ocultar
el gesto de sorpresa. Escuchó las últimas palabras de su
hermano mayor y luego el sonido de las trompetas mientras el
féretro bajaba lentamente.
Mientras veía la escena como en cámara lenta, su
cerebro lo llevó a divagar por algunas cavilaciones con y sin
sentido. Cuando la primera palada fue lanzada sobre la
madera, una sutil lágrima se resbaló por su mejilla izquierda.
Se santiguó, le dio un beso en la mejilla a su mamá y salió de
76
prisa. Todo aquello causó revuelo por el resto de la tarde en la
familia, vecinos y amigos. “¿Alberto había llorado?”. “¿Se había
despedido de su madre con un beso?”. Fue muy desconcertante
para todos, incluso para la misma señora Marta.
Marta Agüero y su esposo habían intentado criar con
disciplina y mucho amor a sus cuatro hijos, y ello hubiera
resultado exitoso de no ser por el último de todos.
Alberto ya mordía furiosamente los pezones de su mamá
cuando esta quería amamantarlo y lloraba desconsoladamente
por alguna razón que todos desconocían.
Cuando ya tenía un año, mordía a sus hermanos y
rompía sus juguetes siempre sellando sus acciones con risas
como si aquellas travesuras fueran su regocijo. Las acciones
rebeldes debieron de haber llegado a su fin la tarde en que su
padre cogió su cinturón de cuero y con severas palabras le dio
dos azotes en las nalgas. Sin embargo, Alberto no lloró. En
silencio caminó hacia su habitación y no salió el resto de la
mañana. Almorzó sin decir palabra alguna y, nuevamente,
regresó a su habitación. A las tres de la tarde, hora en que su
padre acostumbraba a dormir la siesta, se escuchó el ruido de
un jarrón roto. El padre salió gritando de la sala, con sus
manos a la altura de su cabeza y gran cantidad de sangre
fluyendo de ella. Alberto iba subiendo cada peldaño de las
escaleras con una sonrisa placentera en el rostro. Así
transcurrió su adolescencia y parte de su juventud. Ni los más
reconocidos psicólogos lograron encontrar el origen de tal
comportamiento, muchos de ellos no quisieron volver a recibirlo
en sus consultorios.
Alguien dijo un día que era hijo de Satanás.
Pero aquel veinte de febrero, Alberto se sentó siendo uno
frente a esa máquina y se levantó siendo otro. Al día siguiente
del entierro de su padre, entró temprano en la habitación de su
madre, recogió las cortinas y le acercó a ella una fuente con el
77
desayuno preparado. “Todo estará bien, mamá”, le dijo besando
su frente. Sorpresa, confusión y alegría se mezclaron en el
corazón de la mujer a quien había hecho llorar muchas veces y
que ahora, por primera vez en su vida, las lágrimas no eran
fruto del dolor. “Yo te cuidaré, nunca te dejaré”, dijo antes de
cerrar la puerta para dirigirse a su habitación.
“¿Qué había pasado con Alberto?”, a las dos semanas
todo el mundo se repetía una y otra vez esa pregunta; familia,
vecinos, compañeros de la universidad.
Absolutamente nadie, salvo su madre, se sentía seguro
con aquel cambio. “¿Qué está tramando?”, fue la interrogante
más discutida durante días. Lo vieron comer con Fernando, y
temieron por él.
“Siempre me insultaba y se burlaba de mí, pero ese día
fue diferente. Pensé que había enloquecido o que estaba
preparando algo perverso, y no fue así. Volvió cada tarde a
sentarse enfrente de mí y a conversar con esa sonrisa que poco
a poco me fue convenciendo de que ese Alberto al que siempre
había temido ya no existía”, contó Fernando alguna vez.
Seis meses después de haber cerrado el sobre con las
dos hojas de papel, Alberto presentó a Natalia a su familia el
día de su cumpleaños. Fueron la versión perfecta del amor
romántico, ese que inundaba cualquier lugar en el que se
encontrasen y despertaba envidias sutiles en los demás.
Como un animal que duerme de a poco hasta quedarse
profundamente entregado al sueño, los escepticismos y las
interrogantes dejaron de ser comidilla de la gente hasta olvidar
el asunto; ya casi nadie recordaba al Alberto hijo de Satanás.
Dos años después, Alberto se había convertido en el mejor hijo,
hermano, amigo, compañero, novio, incluso había creado una
asociación para el cuidado de animales sin hogar. Realmente
Alberto era una persona nueva, nadie podía negarlo, el chico
que odiaba y era odiado por todo el mundo se había ganado el
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aprecio y cariño de su comunidad entera.
“Pero la felicidad no dura para siempre”, repetiría
diariamente su madre con muchas lágrimas en los ojos antes
de morir de tristeza un mes y medio después del primer
desmayo de Alberto. “Su hijo tiene cáncer, señora”, lanzó el
médico a quemarropa, “muchos órganos están comprometidos,
no le queda mucho tiempo… dos meses, quizás tres”. “Los
Miramelindos estamos condenados a sufrir”, susurró cada
noche mientras lloraba sobre sus sábanas.
Nuevas interrogantes invadieron la mente de todos
aquellos que habían visto la transformación de Alberto, “¿fue
esa la razón de su cambio?”, “¿ya sabía él que estaba
enfermo?”, “jamás se lo comentó a nadie”. Fernando colgó la
llamada luego de recibir la noticia y cargado de lágrimas llegó
raudo a la azotea de su casa. Imaginó la silueta de Alberto
sentado en el muro donde muchas noches se habían quedado
conversando por horas. “No llores… aunque… sí, hazlo, es de
machos llorar… solo los verdaderos hombres no temen
demostrar sus sentimientos”, le había dicho una vez. Fernando
dejó que su corazón estallara.
Las mordidas, y todo el dolor que Alberto le había
ocasionado a su madre por muchos años no se compararon en
nada al que sintió en el momento que las palabras
prorrumpieron de la boca del médico. Su cuerpo se convirtió en
una frágil hoja de papel, se sintió llevada por el viento de la
noche que entró por una ventana abierta y el aire se volvió
denso en sus pulmones. “Pero la felicidad no dura para
siempre”, dijo por primera vez al día siguiente cuando Natalia y
Fernando llegaron al hospital.
“No me dejes, amor”, repitió cinco veces entre lágrimas la
mujer más afortunada del universo mientras tomaba la mano
de su novio. “Nunca”, respondió él la quinta vez mientras abría
los ojos como despertando de un profundo letargo. “No llores,
79
estaré bien, todo estará bien… No te peinaste”, añadió con una
leve sonrisa. El recuerdo de la primera conversación inundó la
mente de Natalia, fueron las mismas palabras que aquella tarde
en el parque le había dicho un chico completamente
desconocido al cual tomó como un bribón, pero del cual
terminó profundamente enamorada y con quien había vivido los
momentos más felices de su vida. “No te peinaste” …
Marta dejó de comer para entregarse al llanto
desconsolado encerrada en su habitación. Una mañana en que
una lluvia torrencial cubrió toda la ciudad, una semana antes
de la muerte de su hijo, dejó de respirar. Ya internado
definitivamente en el hospital, Alberto nunca se enteró.
“Fernando…”, dijo la última noche que se mantuvo
consciente, mientras Natalia sujetaba su mano derecha “…me
siento muy débil. En la tarde soñé que mi papá vino a verme,
tenía una mirada apacible, no me odiaba, creo que volverá para
llevarme con él…”. Fernando no pudo responder nada.
“Necesito pedirte que hagas algo muy importante… En el cajón
pequeño de mi ropero hay un sobre, dentro de él, dos hojas de
papel; una de ellas es una carta. No la leas hasta el día de mi
funeral, y quiero que sea delante de todos… La otra hoja
puedes verla cuando desees. Dame tu palabra”.
Fernando asintió tratando de contener todo el dolor
posible dentro de sí. “Hoy tampoco te peinaste”, le sonrió a
Natalia, “nunca me olvides”. Ya en su habitación, ella no dejó
de llorar toda la noche y todas las noches hasta el día del
funeral. Alberto no volvió a despertar y falleció tres días
después. Los perros del refugio ladraron y aullaron toda la
noche, al día siguiente amanecieron muertos.
Todos se habían preparado para recibir la fatal noticia,
en vano por supuesto. La muerte de Alberto hirió a todos como
una daga envenenada. Dos años y poco más habían bastado
para germinar dentro de los corazones un sentimiento de amor,
80
cariño, agradecimiento y paz hacia este chico, que decidió
redimirse de sus pecados y reivindicar toda una vida de
atrocidades. Los llantos y lamentos no pudieron evitarse.
La mañana del funeral, Fernando se dirigió a la
habitación de su mejor amigo, abrió el pequeño cajón del ropero
y cogió el sobre amarillo. Sacó la carta y, fiel a su promesa, la
guardó en su bolsillo doblándola en dos sin leerla. Su mano
volvió rápidamente al sobre para extraer la segunda hoja, era el
resultado de unos exámenes médicos con fecha veinte de
febrero, poco más de dos años atrás, y una sentencia en letras
mayúsculas: POSITIVO. “Lo sabía, él lo sabía”, susurró
Fernando, y por algunas horas creyó tener razón sobre la
actitud de su amigo, “no quiso morir odiado y olvidado”. Más
tarde se dio cuenta de que su razonamiento, si bien cierto,
tenía un enfoque equivocado. Y no solo él, todos en aquel jardín
de descanso perpetuo se quedaron sin respiración y con el
corazón en la garganta cuando la carta fue leída.
Ante un multitudinario y entristecido público, vestido de
negro en su mayoría, el mejor amigo de Alberto sacó el papel
doblado de su bolsillo y empezó a leer:
“Jueves, veinte de febrero… Reciban estas palabras como
las últimas mías y con gran sinceridad de mi corazón: Voy a
morir, tengo cáncer. Lo merezco…”, Fernando sintió un quiebre
en su voz, respiró profundo y continuó, “…No lo esperaba tan
pronto y aún no he terminado de juzgar a este mundo. Los he
castigado poco en comparación de lo que merecen, pero creo
que puedo dar un poco más, sí…” Fernando se detuvo, leyó
aquella parte en voz baja una vez más, miró a la multitud y
continuó, “Mi Creador, mi Señor me lleva pronto, he trabajado
bien, he producido mucho fruto, ¿alguien lo habría hecho mejor
que yo?, soy el mejor. Cada lágrima que logré que otros
derramen, cada herida, cada golpe de dolor, cada gota de
sangre…”, Fernando leía estupefacto cada línea, “… ¿ven que
81
soy el mejor? Y pronto iré a recibir mi recompensa. Sin
embargo, no soy un conformista, he trabajado mucho y lo
seguiré haciendo. Tengo un plan de despedida: mi último acto
de odio será amarlos…”. Fernando pidió un vaso con agua. Se
escuchó una voz de protesta pidiendo que no continuase la
lectura, pero él hizo caso omiso, dejó a un lado el vaso y
prosiguió. “…Sí, mi último acto de odio será llenarlos de amor,
que a estas alturas de mi trabajo entiendo como la mejor arma
de destrucción. Los partirá en dos, los volverá escépticos,
insensibles, sí… el amor los arruinará. Si yo muriese ahora con
todo el odio que ustedes me guardan, mi muerte pasaría
desapercibida y quizás para algunos como un trofeo. Pero ¿qué
si me aman?, sufrirán ¿verdad?, sufrirán mucho más de lo que
ya lo hicieron hasta ahora, llorarán, morirán…”. Fernando leyó
temblando las últimas líneas de la breve carta. “… Mi último
acto de odio, será amarlos y que me amen, porque solo así,
incluso en mi muerte, podré castigarlos… Adiós”.
ARTHUR CHÁVEZ
Perú
Facebook: https://www.facebook.com/irvingarthur.chavezponce.5/
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83
H
abían transcurrido ocho décadas desde que
Tiburcio Fagúndez emitiera su primer vagido en
este valle de lágrimas, pero él no lo creía.
¿Ochenta años? ¡Un vejete! No le cabía en la
cabeza. La idea que él tenía de los vejetes
provenía de las películas: voces cascadas y encías despobladas,
a lo Walter Brennan o Gabby Hayes, o actitudes patriarcales y
luengas barbas, como Donald Crisp o Finlay Currie ( )... ¡Pero él
1
no se sentía así! ¿Cómo podía aceptar sus... ochenta? ¡Si ni
siquiera había asumido los cincuenta, tres decenios atrás!
¡Inadmisible!
Por eso caminaba con andar garboso y firme (aunque,
eso sí, procurando pisar bien, porque las veredas no eran del
todo confiables, sobre todo en horas de la noche) y cuidaba su
atuendo, que era estrictamente formal, pero no “de viejo”. Y su
imaginación, siempre despierta como en los años de su
adolescencia, seguía soñando con el encuentro providencial de
la Mujer Ideal. Era un gran admirador de la belleza femenina,
destacando el “femenina”. Él sabía que aún quedaban en este
mundo mujeres-mujeres, y algún día, o alguna noche, se
cruzaría con una.
Claro que el destino se estaba demorando un poco, pero
estaba convencido de que tarde o temprano vería recompensada
su constancia. Mientras recorría la avenida, sus ojos se
mantenían siempre alertas.
—¡Ay, perdón, señor!...
Lo inesperado. Ella había tropezado frente a él;
prácticamente le cayó encima.
Se apresuró a ayudarla a incorporarse. Bastó el contacto
de aquella mano exquisita en la suya, y lo asaltó una revolución
dentro de sí, agitándose íntimas fibras por largo tiempo
aletargadas. Sus sienes palpitaron, y sus pensamientos
saltaron a lo lírico. “Es una obra primorosa del Supremo
84
Escultor”, se dijo, con recóndito alborozo. “Esa suavidad..., esa
tibieza..., la finura de sus formas..., desde la deliciosa cordillera
diminuta de sus nudillitos a la perfección del dibujo de las
uñas, impecables en hechura y color...”.
Se las compuso para hablar con bastante naturalidad:
—¿Se encuentra bien, señorita? ¿No se lastimó?
Alzó ella su rostro. ¡Albricias! A los ojos de Fagúndez, se
conjugaban en esas delicadas facciones todos los encantos que
otrora le deslumbraran desde la pantalla del cine..., una
adorable combinación: algo de Linda Darnell, un poco de Gene
Tierney..., una pizca de la sin par Elizabeth Taylor ( ). ¡Una diosa
2
caída a la Tierra!
—No fue nada... ¡Suerte que usted me sostuvo! ¡Ay, qué
desgracia! —ella miró hacia abajo—. ¡Se me rompió un taco!
Era cierto. Uno de los finos tacones-aguja (precisamente
los que exaltaban el fetichismo secreto de don Tiburcio) se
había despegado.
—No se preocupe —se apresuró a decir—. Yo la ayudo.
Veremos si encontramos quién se lo arregle. Aunque a esta
hora...
—No importa —dijo ella, con hechicera expresión—. Vivo
cerca. Si me acompaña...
Él llevó la mano al ala del sombrero, elegantemente
ladeado a lo Dick Powell ( ), característico de su personalidad.
3
No llegó al extremo de quitárselo, claro, porque de haberlo
hecho quedaría al descubierto la infamante zona yerma de su
cráneo.
—Reinaldo Arenas, a sus órdenes, señorita. ¡Será un
placer y un honor escoltarla!
No había dudado más que una fracción de segundo en
presentarse bajo el seudónimo con que firmaba sus novelas.
Era impensable arruinar la gloria de aquel encuentro con un
plebeyo “Tiburcio Fagúndez”. Y tal vez ella conociera sus
85
escritos..., quién sabe.
Los espléndidos ojos azul cobalto relucieron, y una
sonrisa de hada separó los rosados labios.
—¡Reinaldo Arenas! ¡Quién iba a decir que me
encontraría en persona con mi autor preferido! Porque es usted,
¿verdad? ¡Su novela “Crimen de pasión” me erizó el pelo! ¡Es
increíble cómo supo penetrar en la siquis de una mujer
locamente enamorada que llega a matar!
Le estaban acariciando el ego. Tiburcio se esponjó. Pero
elaboró una expresión modesta, al decir:
—Una novelita de quiosco, nada más... Un “divertimento”
mío. Tengo otros trabajos de más envergadura (enseguida se
arrepintió de la palabra, por sus connotaciones chabacanas,
pero ya estaba dicha), pero espero encontrar un editor que los
aprecie como es debido. Entre tanto, me entretengo con mis
tramas de terror y misterio. ¡Pero pongo todo mi afán en su
escritura; no las menosprecio, como hacen algunos críticos
fatuos!
Ella se había tomado de su brazo, lo que lo hizo
estremecer, aunque procuró disimularlo. Siguieron caminando.
El hombre aprovechó para deslizar una mirada admirativa por
aquel cuerpo grácil, ceñido por un vestido rojo ajustado que
revelaba sus curvas y meandros, dejando al descubierto un
generoso escote y unas piernas bien torneadas emergiendo de
la falda tubo.
A Fagúndez le ocurría algo peculiar: se sentía
repentinamente aislado de los ruidos, de las luces de la calle y
de los transeúntes, como si ellos dos deambularan por una
especie de túnel de su exclusividad. Pensó que era el momento
de entrar un poco más en confianza.
—No estamos parejos —dijo, con una sonrisa.
Los preciosos ojos de la mujer se dilataron.
—¿Parejos?... No le entiendo, perdone.
86
—Usted sabe el nombre de su autor preferido, pero yo
ignoro el de mi lectora más dilecta. Me lleva ventaja, ¿ve?
La risa de ella le sonó a Fagúndez a cascabeleo. Pero la
cortó de golpe.
—Me siento algo dolida —dijo—. Pensé que yo tampoco
sería una desconocida para usted.
Ahora fue Tiburcio el sorprendido. Se detuvo y fijó en ella
los ojos.
—¿Es que... ya nos habíamos visto antes?... —Sacudió la
cabeza—. ¡No, no! ¡Imposible! ¡No me iba a olvidar nunca de un
rostro como el suyo! ¡Jamás en la vida!
La joven volvió a reír con suavidad, instándolo a seguir
andando.
—No quise decir eso. Es que trabajo en televisión.
Telenovelas... Me imaginé que tal vez me habría visto. Soy
Carmen Del Solar...; en estos días aparezco en “Mi perdida
virtud”. Ya estamos por el vigésimo episodio, y los productores
dicen que tiene un “rating” muy alto, por eso me pareció que...
—¡Ah, vamos, vamos! ¡Estrella de telenovelas! Claro, con
esas gracias que Dios le ha dado... Debí haberlo supuesto,
perdone. Es que, ¿sabe?, hace mucho que deserté de la
televisión. Estoy muy ocupado con mis lecturas y el trabajo de
mi nuevo libro. No tengo tiempo para eso.
Ella esbozó un mohín de desencanto.
—¡Me ha creado un complejo, hombre malo! Me había
creído más popular... Pero lo entiendo, lo entiendo. Usted es un
intelectual; debe estar en lo suyo. Lo comprendo.
Sus curvadas pestañas aletearon, y el hombre carraspeó,
algo confuso.
—Y créame que lo admiro más por eso... Pero, vamos,
cuénteme algo de lo suyo, de cómo se inspira, de dónde le
llegan las ideas... —Sonrió pícaramente, con resplandor de
inmaculada dentadura—. ¿Tendrá quizás alguna Musa?
87
Él se atrevió a palmear la hermosa mano que
descansaba en su brazo.
—Creo que acabo de encontrar una —repuso, sonriendo.
Le complacía íntimamente que ella no recurriese al tuteo
indiscriminado que predomina entre la gente de estos días.
Esto, a su parecer, le daba un cariz más romántico al encuentro.
Adicto confeso a la formalidad, no aprobaba las libertades
excesivas.
—Pues dedíquele a ella ese libro que está escribiendo.
Sería lo justo, ¿no? Pero..., ya llegamos. Aquí vivo.
Estaban ante la puerta de un edificio de departamentos,
frente al cual había pasado nuestro hombre más de una vez.
“¡Si lo hubiese sabido!...”, pensó, pero no dijo nada.
—Bueno, ¡muchísimas gracias por su amabilidad! Y
además..., ya tengo algo para contarles a mis compañeros del
estudio. ¡Conocí a un famoso autor!
Le extendió la mano. Él, súbitamente acometido por una
extraña cortedad, no se la estrechó, aunque se moría de ganas
de sentirla dentro de la suya.
Hizo una inclinación de cabeza, tocando una vez más el
ala del “Borsalino”.
—Y yo conocí a la mujer más despampanante de esta
ciudad. —Sonrió—. ¡Volvemos a estar desparejos!
Ella se le acercó y lo tomó por los brazos, a la altura de
los codos.
—Emparejémonos, entonces. ¿No querría pasar a tomar
un café? ¡De alguna manera tengo que agradecerle su ayuda! Y
además, podemos seguir charlando, porque me interesa mucho
lo de su trabajo, sus conceptos, sus metas... Dígame una cosa:
¿nunca pensó en escribir libretos? Porque se me ocurre que tal
vez...
Unos inoportunos ladridos la interrumpieron. Era un
perro callejero persiguiendo airado a una motocicleta.
88
—Parece existir una animadversión instintiva entre los
canes y esos engendros mecánicos, plaga de las calles... —
comentó Fagúndez, por decir algo.
Ella soltó de pronto una carcajada musical. El escritor la
miró, confundido.
—¿Qué es lo que le causa tanta gracia, Carmen?
—Es que me acordé de un chiste... “¿Qué haría el perro
si por casualidad llegase a alcanzar a la moto?” ¡Ja, ja, ja! —Y
se tapó la boca con sus finos dedos.
En ese instante, un soplo de brisa tocó la nuca de
Tiburcio Fagúndez. Sintió que se le ponía carne de gallina. La
primavera había venido más fresca de lo previsto, al parecer.
Retrocedió unos pasos. Un velo de gravedad nubló sus
facciones.
—¿Sabe una cosa, señorita Carmen? ¡Había olvidado que
tengo un compromiso importante con mi editor! Va a tener que
disculparme... Y a usted, por su parte, seguramente la estarán
esperando. —Se tocó por última vez el ala—. ¡Buenas noches!
¡Fue un verdadero placer conocerla, créame!
Y se marchó, intentando dar firmeza a su paso.
—Bueno... —murmuró, emprendiendo el regreso a su
casa—, creo que cabe la posibilidad de que llegue a aceptar mis
cincuenta, después de todo...
CARLOS M. FEDERICI
Uruguay
Wikipedia: Carlos M. Federici
Ilustración: Earle Bergey (modificada).
( 1 ) Walter Brennan (1894-1974), Gabby Hayes (1885-1969), norteamericanos; Donald Crisp (1882-1974) y Finlay Currie (1878-
1978), británicos, actores de carácter en películas de Hollywood.
( 2 ) Linda Darnell (1923-1965), Gene Tierney (1920-1991) y Elizabeth Taylor (1932-2011), famosas beldades de la pantalla en los
años 50 y 60.
( 3 ) Dick Powell (1904-1963), primero cantante y bailarín en musicales, se decantó posteriormente a películas “noir” y a la dirección
y producción de las mismas.
89
90
S
iento una fuerte presión en el pecho que me dificulta
respirar. Tengo una pena inmensa que no controlo.
Escucho una y otra vez la voz que me dice: “Mami,
Mami”. Lloro y lloro todo el tiempo y me lamento:
¡¿Por qué?, Dios mío, ¿por qué?! La vida ya no tiene sentido.
Camino de un lado al otro de la sala sin parar. Me detengo.
Vuelvo a caminar. Voy hacia el estante donde están los licores.
Preparo “La muerte voladora”, un brebaje negruzco y pegajoso
en base a varias plantas de la Amazonia ecuatoriana, que
pueblos indios de esa zona colocan en las puntas de las flechas
para la cacería de animales. Lo mezclo con aguardiente de
caña, alzo el vaso con la mano derecha temblorosa y bebo de un
solo sorbo todo el contenido. Siento el sabor picante de la
pócima y un ardor en la tráquea mientras el líquido se dirige a
mi estómago. No tengo dolor corporal, me duele el alma. El
veneno surte efecto de inmediato. Muero en unos pocos
segundos. Mi cadáver reposa en el sofá como si estuviese
dormida.
Luego de varias horas, ingresa mi esposo Saúl y me
llama: “Mara”. Se acerca al ver que no respondo. Me toma de
los hombros y sacude mi cuerpo, mientras repite varias veces
mi nombre: “¡Mara!, ¡Mara!, ¡Mara!”. Acerca su oído a mi
corazón y no escucha nada. Toma mi pulso y tampoco siente
latido alguno. Grita otra vez mi nombre, ahora con un gran
alarido: “¡Maraaa!”. Se desata en llanto. Busca nervioso alguna
pista que explique mi deceso. Corre ofuscado de aquí para allá.
Revisa cada lugar y no encuentra nada. Halla mi cartera, la
abre y saca la fotografía de Noemí, nuestra pequeña hija.
Observa con atención las imágenes de la niña sonriendo en su
quinto cumpleaños. Escucha la voz que le dice: “Papi, Papi”.
Mira el vaso vacío. Agitado y sin dejar de llorar, vuelve a buscar
en la cartera y descubre la receta del brebaje letal. Se dirige a la
mesa de bar y encuentra todos los ingredientes que usé.
91
Machaca las plantas amazónicas, prepara la poción de “La
muerte voladora” y la bebe mezclada con aguardiente, al igual
que hice yo, sin dudar, de una sola vez. Se sienta junto a mí,
me toma de la mano y muere sin dolor.
Ahora, su cuerpo y el mío yacen inertes. Por fin, después
de dos años de la muerte de Noemí, hemos acudido a sus
incesantes llamados. El espectro de ella aparece y se encuentra
con los nuestros. Nos dice: “Mami, Papi” y, envueltos en un
abrazo eterno, los tres nos disipamos para siempre.
MAURICIO LEÓN GUZMÁN
Ecuador
Instagram: @mauricioleon758
92
93
D
espués de ducharse temprano por la mañana,
Manuel planchó su camisa, su pantalón de
vestir y descolgó su saco y su corbata de seda
del ropero. Encendió la radio para escuchar algo
de música, pero solo se oía la estática en todas las estaciones.
Decidió poner en su fonógrafo el disco con la canción del
momento de un trío llamado Los Panchos …Me voy pa’l pueblo,
hoy es mi día… Terminó de ponerse sus zapatos de charol,
…voy a alegrar toda el alma mía… se emparejó bien el bigote
con unas tijerillas… que es lindo el campo, muy bien, ya lo sé.
Se untó suficiente brillantina en su cabello para al final ponerse
un poco de fragancia… pero pa’l pueblo voy echando un pie.
Salió de su casa silbando la canción que acababa de
escuchar. Saludó a sus vecinas agachando un poco la cabeza y
levantándose su sombrero bombín como cortesía.
—Qué guapo anda hoy, Don Manuel. ¿Se puede saber a
dónde va? —le preguntó su vecina.
—Claro, doña Margarita. Voy a mi cita con el amor.
—¡Uy! Pues mucha suerte con su conquista.
—Se le agradece, pase buenas tardes —dijo Manuel con
su sonrisa de oreja a oreja tomando un rojo clavel del jardín de
su vecina para ponérselo en el ojal.
Esa mañana parecía brillar más el sol y el tráfico de la
gran ciudad no causaba tanto estrés, sobre todo con el ruido de
las carcachas que salían por todos lados. Pasó con su voceador
de costumbre para comprar su periódico de setenta y cinco
centavos como todas las mañanas para enterarse de las
noticias del mundo y el estado del tiempo.
—Cómpreme este ramito de flores, patroncito. —le dijo
una vendedora ambulante.
—¿A cómo las da?
—A dos pesitos y si se lleva tres se las dejo a dos
cincuenta.
94
Manuel las miró de un rosa muy bonito así que decidió
comprarle tres. Momentos después tomó el tranvía para luego
llegar a la Avenida Hidalgo con rumbo a la Alameda. Le gustaba
admirar el Palacio de Bellas Artes y pronto terminarían una
torre a tan solo unos pasos de este. Sin duda alguna el futuro
estaba llegando a pasos agigantados, pensó.
Decidió caminar rumbo a la fuente donde se vería con su
amada. Volteó a ver el reloj de la iglesia mayor, pero este no
tenía manecillas. Tomó asiento en una banca donde comían las
palomas granos de arroz que les lanzaba un anciano apoyado
en su bastón. Puso sus rosas a un costado sobre la banca y
abrió su periódico con las hojas totalmente en blanco. Hizo
como que lo leía. Más tarde y con mucha paciencia vio que el
sol se había puesto en todo lo alto; sin embargo, no sentía calor
debajo del arbolito frondoso donde se encontraba. Nunca se
impacientó al ver que nadie llegaba a su cita. Tan solo
imaginaba que en una de las páginas del periódico en blanco se
podían ver las fotos de la boda de Manuel y su amada en la
sección de sociales. Sonreía como si eso le trajera bonitos
recuerdos de un pasado lejano.
Se puso de pie, vio sus rosas blancas y las dejó donde
estaban. Puso su clavel, también blanco, sobre estas para que
le hicieran compañía. Volteó hacia su izquierda y partió con
rumbo a casa pensando que tal vez, solo tal vez otro día llegue
alguien a su cita. Quizás en la primavera o cuando estén
cayendo las hojas en el otoño.
—Una fecha de verdad, no como la de hoy —pensó.
Cualquiera que no sea el treinta de febrero.
HÉCTOR MORENO GONZÁLEZ
México
Facebook: Barón Azul
95
96
Y
o siempre le decía a mi amada Lucrecia que fuera
al médico a hacerse ver por la ósteo osporosis del
esqueleto y por el glaucoma de los ojos pero ella
siempre me decía Haroldo no llames a las
enfermedades que estoy bien a pesar de estar vieja como vos
nada más que los huesos me molestan un poco por la humedad
porque últimamente hay más humedad en Buenos Aires por
esto nuevo del cambio climático y el calentamiento global que
parece que ahora vivimos en Londres y los ingleses sufren más
calor en el verano cuando les toca que es al revés que nosotros
que estamos en el hemisferio sur y estamos en invierno y el año
pasado el oculista me dijo que no tengo presión ocular alta así
que no inventes enfermedades Haroldo porque siempre las
estás buscando donde no las hay y yo le respondía a Lucrecia
que las enfermedades son como las brujas que existen aunque
uno no las vea andar volando con sus escobas a la luz de la
luna llena y que me hiciera caso y consultara de nuevo al
oculista para que le revise otra vez la presión de los ojos porque
su tía Elvira había tenido ese problema de vieja y tenía que
estar todo el día poniéndose gotas en la vista y más vale
prevenir que curar pero igual no me hacía caso la muy
testaruda y al revés que ella la verdad es que yo siempre voy a
ver a mis médicos porque tengo una larga lista de especialistas
a los que consulto para sanarme de un montón de
enfermedades que cada tanto me atacan como el asma que el
neumólogo me dice que es de origen emocional y que más que ir
a verlo a él necesito un buen psicólogo pero mis ataques de
asma son reales aunque sí es cierto que tienen un
desencadenante nervioso y necesito utilizar el aerosol de
ventolín y cuando salgo a la calle sin el aparatito me pongo más
nervioso y no puedo respirar y además del asma de los
bronquios sufro de gota en las articulaciones por eso me cuido
en la dieta y no como arenques anchoas y mejillones a pesar de
97
que me gustan mucho porque después no puedo caminar por el
dolor en los tobillos y también me tengo cuidar del colesterol
porque tengo tendencia a sufrir de presión a pesar de que desde
que nos casamos felizmente le pedí a Lucrecia que me la
controle todos los días y siempre estoy bien de presión pero eso
es porque no como con sal aunque le pongo ajo a todo que eso
está permitido y además ahuyenta a los vampiros y a la mala
suerte aunque después tenga mal aliento y tampoco como
chorizos ni pan casero con chicharrones que también me
gustaban mucho cuando era joven porque parece que cuando
uno tiene veinte años puede hacer cualquier cosa y llevarse el
mundo por delante pero cuando uno se va poniendo viejo la
vida te pasa factura como cantaba Edmundo Rivero en el tango
pucherito de gallina que decía con veinte abriles me vine para el
centro mi debut fue en Corrientes y Maipú del brazo de
hombres jugados y con vento allí quise quemar mi juventud
porque siempre me gustó el tango de Rivero y el de Gardel y el
del polaco Goyeneche y sobre todo del varón del tango Julio
Sosa aunque ahora me gusta también escucharla a la gata
Varela que se nota que es del palo del polaco con esa voz
rasposa y potente que tiene que te convence de cualquier cosa y
ya me fui por las ramas pero decía que para cuidarme ahora
tampoco como huevos fritos ni chocolate para que no me suban
el colesterol malo y las grasas trans que no sé muy bien qué
son y que deben de ser grasas que no son ni buenas ni malas
algo así como las personas trans que no son ni hombres ni
mujeres y que también pueden ser buenas o malas porque cada
uno elige lo que quiere hacer con su vida privada como yo que
decido cuidar mi salud y eso es lo que Lucrecia no entiende y
también me cuido del sol por eso de los melanomas que son un
tipo de cáncer en la piel producidos por los rayos ultravioletas
que me tuve que aprender bien el nombre en internet porque yo
antes pensaba que la melamina la melanina y los melanomas
98
eran la misma cosa o algo parecido así que ahora me compro
ropa con tratamiento UV para evitar estos rayos dañinos y no
salgo a la calle cuando el sol está alto sobre todo en verano y
nunca voy a la playa cuando hay mucho sol y Lucrecia siempre
se reía y me decía que los vecinos iban a pensar que soy
Drácula o un vampiro moderno porque no me ven nunca en la
calle de día y estoy más pálido que un muerto pero a mí me
gusta más salir a la tardecita porque también el reflejo del sol
en los ojos me provoca migraña que es una enfermedad
hereditaria que también sufrían mi padre Omar y mi abuelo
Amancio que en paz descansen y Lucrecia me decía Haroldo es
cierto que tu padre y tu abuelo tenían ataques de migraña
porque toda tu familia es hipocondríaca y eso es algo que se
hereda por los cromosomas o se copia imitando lo que hacen
los demás como hacen los bebés o los monos no sé muy bien
cuál es el caso en tu familia pero tu pobre madre Bernardita
que tenía una salud de hierro y era bastante mandona pero no
era una mala suegra siempre me decía que te cuide mucho
porque sos un calco de tu padre y yo le respondía a Lucrecia
que en realidad había sido bautizada Lucrecia Romina aunque
solamente quería que la llamaran Lucrecia que en su familia
también había hipocondríacos como su hermana Susana
Haydée que siempre me hizo acordar a Mercedes Sosa no
porque cantara Alfonsina y el mar o porque fuera tucumana
sino porque la querida Negra se llamaba Haydée Mercedes
aunque esto no lo sabía casi nadie y de vuelta me perdí ah
estaba contando que la hermana de Lucrecia vive encerrada en
su casa por miedo a contagiarse cualquier microbio si sale a la
calle y yo no tengo miedo de contagiarme los virus como ella
porque siempre salgo con mi barbijo y esto lo hice toda mi vida
incluso antes de la epidemia de gripe A y la pandemia de
coronavirus porque hago como los japoneses que siempre se
ponen barbijos para andar por la calle y por el subte y cuando
99
van de turistas a otros países aunque no sé si los que salen
más de turistas son los chinos que son parecidos y siempre van
todos juntos porque los japoneses además de ser muchos como
los chinos son muy prolijos y muy obedientes en cuestiones de
orden público y sanitario porque no es cuestión de descuidarse
e inhalar todos los gérmenes que los demás tosen y estornudan
en los lugares cerrados y Lucrecia siempre me decía date
cuenta Haroldo que de algo uno tiene que morirse y en eso al
final ella tuvo razón porque cuando la pobre Lucrecia estaba
yendo al oftalmólogo para que le controlara la presión de los
ojos como yo le había venido insistiendo le cayó encima un rayo
en un día de tormenta en Buenos Aires por culpa del cambio
climático y la mató a pesar de que yo siempre le decía que se
cuidara y no pasara por debajo de las escaleras y no hiciera
nada los martes trece y sobre todo que no saliera en días de
lluvia porque se podía resbalar caminando por la vereda mojada
o la podía fulminar un rayo y no es que yo sea supersticioso
porque solamente soy hipocondríaco.
MARCELO MEDONE
Argentina
Facebook: Marcelo Medone
Instagram: @marcelomedone
100
101
D
ías antes de mi muerte, experimenté la
sensación de levitar e incluso tuve sueños en los
que ensayaba. En uno de ellos, me encontraba
en una habitación vacía, y después de varios
intentos logré tocar el techo, pero apenas
dudaba descendía rápidamente hasta detenerme a poca
distancia del suelo. En otro había alguien que me guiaba, me
pedía que me concentrara y diera primero unos saltitos.
Ensayamos en un jardín que daba a una alameda que parecía
amurallada por uno de sus lados. Desde donde me encontraba
no podía distinguir qué había detrás del muro. Noté que no era
la única persona que ensayaba, había otros jóvenes e incluso
niños que flotaban haciendo giros con el cuerpo.
Después de varios intentos logré elevarme lo suficiente
para acercarme a los cables de luz que circundaban la muralla
y ver la ciudad que yacía en las faldas de esta montaña.
Amanecía sobre esta ciudad absorbida por el aire, mis palabras
se perdían en esta atmósfera inaudible. Una fuerza
gravitacional que provenía del valle, me alejaba de la muralla. A
medida que descendía pude divisar calles, jardines delanteros
de casas de un solo piso, el gris inmutable del asfalto, ni un
rastro de vida. Pero al despertar, esta sensación de ligereza no
se detuvo.
Una tarde, después de la escuela, quise mostrarle a
mamá y a mi hermana que podía elevarme, así que atravesé la
sala de un tranco, fueron casi tres metros sobre los que floté
por unos segundos. En pleno salto mamá dio unos pasos atrás
y pasé casi rozándola, mi hermana que bajaba por las
escaleras, se dio una sentada cuando pasé frente a ella
sonriendo.
En la hora del almuerzo no comentaron nada de lo
sucedido, pero al día siguiente una médium apareció en la
casa. Mamá creía que mis ejercicios de levitación eran producto
102
de un exorcismo. La señora Marlene recorrió todos los
ambientes, se santiguó y echó agua bendita en todas las
paredes, puertas y ventanas. Escuché que hablaba con mamá a
media voz, le sugirió que tomara las cosas con calma, que eran
cosas de adolescentes; sin embargo, había notado la poca
luminosidad de mi aura.
Durante la cena hablé de mis planes cuando acabara la
escuela, que tenía intenciones de estudiar ingeniería y después
unirme a los cascos azules. Mamá sonrió, ladeando la cabeza
de un lado a otro, pero no me creyó, como tampoco le creyó a
Marlene.
Supongo que ahora soy un aerosol interestelar que por
fin aprendió a levitar.
REBECA CORNEJO LOBO
Perú
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103
104
S
uponiendo que nada de lo que nos ocurre está cifrado
de antemano, sería pretencioso imaginar que ellos
romperían esa lógica; más, tratándose de personas
“normales”. Pero, ¿qué puede tener de “anormal” que
una poeta de treinta y dos años, y un detective de
cuarenta, viajen en un tren que se dirije al puerto del El Avre?
Expresado de ese modo, ¿quién sabe? Quizás, como dato
relevante, podríamos consignar que él viene de fracasar en su
segundo matrimonio. Ella, de ninguno no quiso comprobar
esa posibilidad… me refiero a la del fracaso. De todas
maneras, las actividades de ambos sí tienen un punto en
común: experimentar momentos de profunda soledad; lapsos
de tiempo, o de inconsciencia, que…“¿Será cierto que si no
somos conscientes del tiempo, este deja de pasar?” piensa él, y
mirá su reloj que no funciona; un viejo Patek Phillipe Calatrava,
obsequio de Leonora Gattazzi célebre estafadora siciliana, a
cambio de olvidarse de su paradero. Él piensa en Leonora. Ella
mira el ramaje de los árboles llenos de hojas y flores que se
desperezan con la llegada del prin temps, menos su corazón
atrapado en el nido de serpientes del pasado que… “Será cierto
que si fuéramos capaces de olvidar el pasado, este dejaría de
existir”, piensa, y mira de nuevo por la ventanilla cómo todo,
absolutamente todo, se fuga hacia el pasado; hacia lo que ya no
es “¿Entonces, para qué fue?”. Pero con solo cerciorarse de ese
influjo no le alcanza; por más que la realidad exagere sus
gestos presuntuosos sobre los datos enigmáticos de todo
cuanto le rodea. También ella mira algo que no existe. Incluso,
la hipnótica influencia que ejercen las estaciones abandonadas,
como forma de atraer la madrugada hasta sus huesos, y que
siempre confunde con su corazón. No hay nada allí; ni siquiera
un reloj detenido, con la esfera craquelé, descascarándose; ni la
herrumbre de la nostalgia concurriendo con su danza de
mariposa pisoteada; ni el polvo vegetando sobre la humedad
105
como un amante muerto; ni un pedazo de pan desnudo,
envuelto en viento; nada. Allí a lo sumo pasan las noches los
inmigrantes abrazando su insoportable desolación. Los mismos
que fueron adquiriendo el oficio de polizones en un sistema que
siempre les arrebató el derecho a ser felices. Aparte de eso, ella
también ha notado en los ojos de los guardas algo indescifrable
cuando el tren pasa frente a aquel abandono. “Allí bajaba yo y
saludaba al jefe de estación: ¡Salut, Ricard!, y el viejo me
sonreía…”, escuchó decir a un guarda, cierta vez. Él y Ricard
habían combatido juntos en Argél, obedeciendo a un capitán
absurdo, que afirmaba que solo se podía ser caballero con otro
ser humano, jamás con los animales. Y toda la tropa fue
amoldando su cerebro a esa incomprensible idea. Quizás por
una enigmática ley de reciprocidad, “aquellos animales”
terminaron robando y asesinando a Ricard, muchos años
después.
El tren atraviesa un pueblo de casas bajas. Se desplaza
sobre un largo puente de hierro negro. Ella se despierta
momentáneamente, extrae de la cartera su diario y escribe de
manera obsesiva. Vuelve a poner el diario en la cartera y trata
de leer un periódico que encuentra a su lado. No quería que
aquello terminara así. Entonces siente que se desprende de algo
más que de palabras, y lo deja marcharse, mirando la mudez de
otra espalda gris, igual a esas con las que se suelen disfrazar
los espejismos; por eso todo ese tren a Normandía es un largo
espejismo que se va con ella, no existe otra razón. Ha notado
que algunos pasajeros miran hacia afuera cuando en realidad
están mirando hacia adentro, (de ellos mismos). Otros van
leyendo el diario, escondiendo su propia realidad en esa otra
realidad que construyen y destruyen las noticias. También está
el muchacho que mira hacia todos los lados como un faro roto,
el indisimulable polizón que aguarda al guarda, (¿negándolo de
esa manera?). Él está como quien espera un monstruo, un
106
dragón, o al copropietario de su indefinida identidad. El olor
salobre de la costa por fin llega, pero sus ojos no alcanzan aún
a divisar el mar.
Ahora el detective se sienta frente a ella. Inmediatamente
los dos tejen con sus miradas el futuro. Lo hacen obedeciendo
un argumento que ninguno imaginó. Lo hacen, porque a veces
los actos deciden por sí mismos, sin preocuparse por las
consecuencias. El sorpresivo magnetismo los vulnera y
prefieren desviar la vista al unísono por la ventanilla: una casa
adorable los hipnotiza unos segundos. Los dos visualizan su
vida allí: dos hijos, dice ella en su mente; tres responde él en la
suya. De pronto, los cinco niños y niñas, se juntan y miran
expectantes a sus padres. Ella cierra los ojos para esconderse
en otra galaxia; se siente ridícula. Él le observa los párpados,
los atraviesa y le ve los ojos. “Son de seda” dice en su murmullo
de investigador de cosas invisibles. Ella lo alcanza a oír y
piensa, “no, no cedas”. El periódico cae y un político opositor
queda mirándolos desde el piso. En la foto, a la par del fulano,
se alcanza a ver el rostro de Leonora Gattazzi. Él los levanta
al periódico, al político y a la Gattazzi, y los quiere colocar
de nuevo en el asiento. Al hacerlo, él roza con su mano el brazo
distendido de ella. Pero ella se hace la desentendida. Él lo
sabe… “la entiendo”, piensa. “No entiende” dice una voz; es el
guarda del tren discutiendo con el inmigrante, que amenaza
con arrojarse si no le permiten viajar gratis. Él se sorprende por
la coincidencia y sonríe. “Ustedes son como pájaros negros que
atraviesan el humo”, vocifera el guarda. Enseguida, él se
incomoda: la pistola que porta en la cintura le recuerda que no
tiene razones para sonreír. El guarda y el polizón intercambian
palabras acaloradas. Uno, en un repugnante francés, el otro en
un francés repugnante. Ella continúa con los ojos cerrados. Él
aprovecha, se estira un poco y se acomoda. Ella parpadea y
alcanza a verlo mejor. Ella se inquieta; no por sí misma, sino
107
por él. “Escuchen” —les dice a sus hijos en la casa que tienen a
la par de las vías y que los dos acaban de ver— “su padre es
policía”. Los niños, sorprendidos, se miran entre sí y luego
exhiben una gran sonrisa—. “¿En serio, mamá?”. “Sí; pero un
policía secreto. Nadie debe saberlo. ¿Entendido?. Por supuesto”.
—responde entusiasmado el mayor—. “¿Y tiene una pistola?” —
pregunta la menor—. “S+i, y con ella persigue a los malos” —le
aclara ella—, “solo a los malos. —¿Y quiénes son los verdaderos
malos?” —. Mamá tiene el periódico en la mano. —“¡Estos!” —
les dice, señalando la foto del opositor junto a Leonora Gattazzi;
quienes a esta altura no saben cómo salir de aquella foto, de
ese diario, ni de este cuento. El tren comienza a disminuir la
velocidad, (cosa imposible, como después se verá). El polizón,
después de haber forcejeado un rato con el guardia, lo termina
despidiendo fuera del tren antes de llegar a la estación, pero
nadie lo advierte. El viejo alcanza a decir, mientras se
desbarranca: “Ricard…Los animales…”. El muchacho siente el
estupor de lo que acaba de hacer. Vuelve a observar a la gente,
pero nadie reacciona. Ella abre los ojos. Él ya no está. ¿Existió
alguna vez? Él, en la puerta del vagón, mira el piso gris del
andén que comienza a sucederse más allá de la punta de sus
zapatos. La velocidad uniforma el piso gris que transcurre de
manera indiscriminada, “¿yéndose al pasado?”. También hay
rostros sumergidos en esa irrealidad que los suaviza, antes de
desaparecer. El inmigrante no quiso hacer lo que hizo, ¿hace
cuánto que no hace lo que quiere? Cuando el detective llegue,
sus tres hijos le preguntarán: —¿Y mamá? —él les dirá—, tenía
que seguir hasta El Avre, vendrá mañana—. Los tres niños se
quedarán desilusionados; cargando el fardo de una tristeza que
ha empezado a dejar de ser transparente. Ellos pensaban que
sus padres llegarían juntos en aquel tren. El guarda y su
esposa son abuelos. Ella siempre les trae regalos de París. Hoy
tendrán que esperar. El papá los mira con los ojos cerrados,
108
¿para siempre?. Los abre; aún no ha descendido. Se arrepiente.
Gira para volver al asiento donde ella estaba, pero cuando lo
hace se la encuentra de frente. — “¿Va a bajar en esta
estación?” —le pregunta él, nerviosamente, mientras sigue
obstruyendo la salida—. “Si se corre de la puerta, tal vez pueda”
—le responde ella con una sonrisa que solo existe de la piel
hacia fuera. El tren se detiene, (solemos decirlo así,
alegremente, sin percatarnos que no es un ser vivo, que
siempre hay alguien que le obliga a hacerlo). Él se hace a un
lado para dejar pasar un tumulto de gente. Aun los que no
bajaban allí, impulsados por el morbo y ávidos de escenas para
llevarse en el móvil, presionan con desesperación para
averiguar qué ha sucedido. —“¡Gracias!” —le dice ella,
desciende y empieza a caminar por el andén. Él la mira irse. No
sabe qué pensar. No sabe qué le va a decir a sus tres hijos. Ella
se vuelve para mirarlo (¿por última vez?), y él lo nota. Camina
presuroso eludiendo el alboroto de gente, policías, y bomberos.
Ella vuelve a caminar como si supiera a dónde va, o como si en
realidad dos hijos la esperaran. Un pájaro negro atraviesa el
humo; un rostro indescifrable lo mira momentáneamente; y un
perfume diferente pero conocido se cuela y nos retrotrae a un
episodio de la infancia…. “Todos somos nubes de vapor” —dice
el maquinista, que ha dejado la locomotora para allegarse hasta
el lugar donde se arremolinan los curiosos. Él la toma
suavemente. Ella se deja; lo rodea con su brazo izquierdo por la
cintura, y descubre el arma. “—Perdón” —se disculpa él, y se
cambia la pistola de lugar—. “Prefiero que no se las muestres”
—dice ella, con una confianza que la sorprende—. “No hay
problema” —le responde él—. “Aparte, hoy iba a ser el último
día que la usara, así que…” Ella lo mira con intensidad. Él le
corresponde la mirada, después, el beso que ella inicia.
Abrazados, ella le dice que ya no quiere ir al mar; que no quiere
llegar al espigón y esperar, entre dos latidos, dejar atrás todo y
109
convertirse en su propio pasado. Él la abraza más fuerte,
solloza. El tren está exánime, él arroja a las vías la Walther; la
ve caer como una flor negra sobre un sepulcro. ¨Es difícil
imaginar semejante comparación… Salvo que se sea policía”,
piensa ella. —“Yo ahora tampoco lo quiero hacer” —proclama
él con total seguridad, en una mezcla de tristeza y alegría que
no sabe separar, y que termina convirtiéndose en una especie
de resignación, que ella y los cinco niños aprueban con alegría.
Todos se alejan caminando por el andén. Ella le habla de los
hijos, él de la casa al lado de las vias. Se rien a carcajadas. La
esposa del guarda solloza aprisionando un kepi; a la del polizón
le aprisionan el cuello; y Leonora Gattazzi recibe las llaves de la
habitación del político opositor. El traidor se va feliz con un
Patek Phillipe Calatrava —falso—, y todo recomienza; todo,
menos el viaje de un tren a Normandía.
HERNÁN SÁNCHEZ BARROS
Argentina
110
111
E
l mensaje era claro y contundente. Debía esperar
afuera del salón de convenciones de aquel hotel
sin mezclarme con la gente que entraba y salía del
mismo hasta que alguien hiciera contacto
conmigo. Claramente el mensaje no era para mí, de otra
manera habría sabido de qué hablaba. De todas formas fui a
ver qué era todo eso impulsado por la curiosidad, porque no
encontré nada interesante para ver en los setenta y cuatro
servicios de streaming, porque era fin de semana y porque el
suicidio podía esperar una noche más.
Los que entraban y salían del salón llevaban un
sombrero de forma extraña: era marrón y con unas antenas
raras que parecían cuernos, o cualquier cosa poco seria para
ser usada por una persona adulta. Lo que reforzaba la idea de
que el mensaje no era para mí, ya que nunca me expondría de
esa manera ante el ridículo.
Faltaba muy poco para que me decidiera a irme cuando
alguien me tocó el hombro izquierdo y de inmediato me giré
hacia la derecha.
—Qué bueno que pudiste venir —dijo un hombre no muy
alto, de pelo negro, espeso corto y un bigote falso pegado sobre
su cara hablando en una mezcla de español aprendido a base
de telenovelas centroamericanas con una fuerte tonada
alemana.
—¿Nos conocemos? ¿La invitación era para mí? ¿Qué
hace esa gente ahí? ¿Cuál es el sentido de la vida? ¿Por qué da
vueltas la rueda? ¿Por qué el cielo es azul? ¿Por qué vuelan los
pájaros? —lo bombardeé con preguntas que recibió con una
amplia sonrisa que usó para ignorarlas.
—Cuando las puertas estén por cerrarse —dijo—,
corremos y nos colamos en el salón.
—¿Para qué?
—Para fastidiarlos, como la última vez —respondió.
112
—Claro —dije—, como la última vez —me gustaría saber
de qué estaba hablando pero se concentró tanto en la puerta
del salón de convenciones que nada de lo que hice logró
distraerlo.
Me senté en el suelo de baldosas sucias a esperar a que
fuera el momento, o que sucediera cualquier otra cosa. Pero no
fue hasta que no estuve a punto de quedarme dormido que no
sentí un empujón seguido de un perentorio —¡Vamos! ¡Ya! —
que no me puse a correr.
La puerta con cierre automatizado casi me arranca un
pie pero logramos escabullirnos en la oscuridad del fondo del
salón y sentarnos en dos de los múltiples asientos vacíos de las
últimas filas.
A decir verdad no eran muchas personas. El haber
pasado horas viéndolos ir y venir me hizo pensar que serían
muchos más, pero a lo sumo serían treinta personas con sus
raros sombreros, nuevos algunos, un poco más viejos otros.
Sobre una pantalla blanca se proyectaba un anuncio en el que
se leía: “87° Reunión Anual de la Sociedad Samseana
Unificada”. Eso me dio una pista y volví a mirar a mi
acompañante.
—¿Franz?
—Bienvenido —dijo sonriendo ampliamente—. Cada vez
que nos encontramos olvido lo de tu memoria. Lo cual es un
poco irónico porque tú olvidas casi todo, como si fuera un
sueño y no la realidad.
—Bueno. Te moriste hace unos cien años. Eso es real.
—Yo no me morí. Fue mi hermano.
—¿Qué hermano?
Me miró con fastidio pero algo lo hizo recapacitar, tal vez
el estado de mi memoria, el cual también yo desconocía.
—Mi hermano gemelo fue el que murió en 1923. Y como
todos los hermanos gemelos del mundo saben, cuando uno de
113
los dos muere, el otro se vuelve inmortal. Al menos por un
tiempo.
—¿Cómo?
—¿Leíste El retrato de Dorian Grey?
—Sí, cuando tenía doce años, como todos.
—Cuando tú tenías doce años Oscar Wilde todavía no
había nacido. Pero te encargaste de contarle tu historia cuando
lo conociste un poco después. Y él hizo que creyéramos que se
trataba de un cuadro lo que te hacía inmortal —me miró a los
ojos por un largo instante antes de continuar—. Pero los dos
sabemos la verdad.
—¿Tuve un hermano?
—Sí, alguna vez. Nunca me contaste qué le pasó, ni
cuándo. Luego comenzaron tus problemas de memoria —
explicó y señaló mi cabeza—. Nos encontramos el día en que mi
propio hermano acababa de morir, pero todos creían que había
sido yo. Y luego sucedió esto —señaló hacia el frente del salón.
Mirándolos allí dentro y con ese cartel de fondo, los
sombreros adquirían otro sentido, otro motivo para ser. Pero
eso no los volvía menos ridículos.
—¿Quiénes son?
—Nadie importante. Unos aburridos que tomaron mi
libro como si se tratara de un libro sagrado, la Torá, la Biblia, el
Avesta, el Señor de los Anillos o alguno similar. Se juntan a
interpretarlo, analizan palabra por palabra, como si fuera
necesaria una exégesis semejante. Luego publican unos
boletines con sus conclusiones —en este punto de la
explicación Franz movió la cabeza en un gesto de aceptación, o
al menos no de completa negación—. Los primeros eran
interesantes y divertidos, con los años comenzaron a repetirse y
aburrirme.
—Claro…
—Por eso quiero destruirlos —concluyó apretando los
114
puños con fuerza.
—Claro —repetí para decir algo—. ¿Pero cómo?
—Para esta convención estudié ventrilocuismo y
proyección de la voz. Va a ser muy divertido. Voy a volverlos
locos.
—Sí, muy divertido.
—Además, debajo de la mesa del centro hay una bomba
casera. Así que —consultó su reloj—, tenemos veinticinco
minutos y treinta y siete segundos para divertirnos con ellos.
Lo miré a los ojos y supe que no mentía. Llevaba más
años de los que creía recordar coqueteando con la idea del
suicidio, pero, por alguna razón, ya no me parecía una opción
tan interesante.
—Comencemos —dijo sonándose los dedos de la mano—.
Esta novelita está muy mal escrita.
Su voz sonó a la derecha del salón; todos los samseanos
se giraron en esa dirección como si de un único cuerpo se
tratara exclamaron:
—¡Blasfemo! —antes de lanzarse sobre uno de los
incautos allí sentados.
—Anatema para el infiel —gritó el que dirigía la reunión.
Sentado a mi lado, Kafka no dejaba de reír a carcajadas.
El sudor, los nervios y el miedo hacían que me pregunte
si aguantaría los siguientes veinte minutos.
JOSÉ A.GARCÍA
Argentina
Página WEB www.proyectoazucar.com.ar
Ilustración: MISHA VYRTSEV
115
116
U
n hombre pegado al pasado, así era Remigio,
hasta su nombre era antiguo y fuera de uso, sus
padres lo habían signado desde el inicio. Él, lo
llevaba como una carga y que solo por el inmenso
amor que había tenido por ellos, lo perdonaba. El
tiempo, igual había pasado y él ya no era un chico, era un
hombre grande, que estaba solo y soñaba con un pasado que
había sido mejor. Pero sabía que solo era un juego, una
tramoya que le hacía el tiempo; le proponía creer que todo lo
vivido en la juventud había sido maravilloso, inigualable,
indescriptible. De tanto jugar ese juego un día terminó por
aceptarlo, por tomarlo por cierto y creer en aquellas lejanas
aventuras, que solo habían sido esbozos de éxitos envidiables, o
simplemente engaños, como los oasis del desierto. Perdía el
tiempo que ya no tenía, recordando y confundiendo hechos y
fantasías, o personas y fantasmas. En el momento de vivir,
había dejado pasar muchas oportunidades, por mirar hacia
adentro o hacia atrás y ya era tarde.
Una mañana salió temprano de su casa y camino hacia
el centro; ya estaba cansado, las cuatro horas de sueño de la
noche, lo dejaban peor que antes de acostarse. No dormía bien,
o mejor dicho casi nada y cada día se sentía peor, estaba
enfermo. En estas cavilaciones se encontró de pronto en la
puerta del bar, donde desayunaba algunas veces en la semana;
no dudó en entrar, anduvo un corto trecho hasta la mesa
habitual y vio en ella sentada a una mujer. Extraño le pareció,
ese lugar siempre estaba desocupado, pero sobre todo porque
una mujer sola, no elegiría ese bar viejo y destartalado. Se
detuvo frente a ella y quedó deslumbrado por su belleza, era
una mujer mayor, tendría su edad, pero las facciones perfectas,
aún permanecían detrás de sus dignas arrugas. Bien vestida,
no como las chicas, sino como debía ser, propio de una mujer
de su edad.
117
—Buenos días señora —saludó amablemente, con su
habitual sonrisa gardeliana. La mujer levantó la cabeza y los
ojos profundamente oscuros lo atravesaron y también con un
gesto de amabilidad, respondió a su saludo
—Nunca la vi por aquí —dijo emocionado Remigio— y me
quedé sorprendido por su belleza, disculpé mi osadía al decirlo,
pero su imagen ha rescatado en mi toda la audacia olvidada.
—No me puede molestar semejante elogio —respondió la
mujer manteniendo su sonrisa— Pero, ¿por qué no toma
asiento? esta es su mesa y la silla que tiene delante, es la que
usa siempre. Remigio, asombrado y hasta sonrojado, corrió
suavemente la silla y tomó asiento, quedaron entonces frente a
frente y por unos instantes, mirada a mirada se conocieron, era
algo extraño, un rayo helado lo atravesó de pies a cabeza. Esa
mujer lo conocía, lo sentía muy adentro, pero estaba seguro, al
mismo tiempo, que nunca la había visto.
—¿Puede ser que nos conozcamos de algún otro lado? —
Dijo él abrumado— Soy Remigio López, marinero y pescador —
Tendiéndole su dura mano. La mujer le tomó la mano al tiempo
que le decía su nombre: Elisa. Por unos instantes mientras le
sostuvo la mano, varias imágenes estallaron en su mente y el
rostro de Elisa estaba en ellas. En momentos de un pasado
muy lejano, tanto que no parecía el suyo. Brillaba en ellos su
sonrisa, y sus ojos, ocupaban los espacios desconocidos.
Cuando ella soltó su mano, Remigio volvió a la realidad, pero
sabiendo que algo extraño pasaba. Entonces escuchó la voz de
la mujer que decía:
—Marinero y pescador, que bella forma de presentarse
Remigio, me hubiese gustado ser marinero. Un marinero como
usted, con mucho mar recorrido y cubierto de sencillez y
honestidad. Aunque fueron solo sueños, yo tampoco pude ser
otra cosa que lo que soy.
—Yo revivo mi pasado a diario y nunca usted apareció en
118
mis recuerdos, pero ahora sé que la conozco, estuvo allí hace
mucho y me angustia decirle que no sé cuándo —Los ojos del
hombre brillaban de emoción y su labio inferior mostraba un
imperceptible temblor.
—Por Dios, no se angustie, yo vengo de un lugar muy
distante y muy lejano, no puede recordarme
—¿Acaso es Ud. de otra vida? Porque siempre sospeché
que en algún momento he sido otro, que he tenido otro aspecto,
otra fortuna y no este pobre tipo, olvidado del mundo —Bajó la
cabeza y buscó su mano con la suya, ella se la apretó
suavemente.
—Remigio, siempre fuiste marinero y pescador, en este y
en otros tiempos. El destino lo ha querido así y eso no es para
cualquiera, has sido un elegido y lo has llevado con sacrificio y
dignidad. Pero ha llegado el tiempo de volver, el tiempo del
descanso, el del final. Por eso vine, a buscarte.
ROLANDO JOSÉ DI LORENZO
Argentina
Facebook: https://www.facebook.com/rolandojose.dilorenzo
119
120
M
aría Carlota Amalia Augusta Victoria
Clementina Leopoldina de Sajonia-Coburgo y
Orleáns Borbón-Dos Sicilias y de Habsburgo-
Lorena, nació en el castillo de Laeken, cerca de
Bruselas, Bélgica, el 7 de junio de 1840, hija
del Rey Leopoldo I y de la Reina Luisa María de Orleáns.
La bella princesa de Bélgica a los diecisiete años se casó
el 27 de julio de 1857 con el archiduque de Austria,
Maximiliano de Habsburgo, y por ende, archiduquesa. Este
nació en el palacio de Schönbrunn, en Viena, el 6 de julio de
1832.
Para tener una idea de los encantos de la joven Carlota,
como mayormente se le conoció, tenía “Boca pequeña y
graciosa, labios frescos y encarnados, dentadura blanca y
menuda, pecho levantado…”
Ese Maximiliano era todo un calculador; de la riqueza de
ella y de la familia. De lo que sí estaba conciente era de su
propia falta de inteligencia, además de ser un perfecto
ególatra. Antes de casarse con Carlotita dijo el muy canalla:
“Ella es bajita y yo soy alto, como debe ser. Ella es morena clara
y yo soy rubio, un buen detalle también. Ella es muy inteligente,
lo que no deja de ser un fastidio, pero sin duda saldré airoso”.
Contrariamente, al tiempo de casados la romántica
morenaza recordaba: “¡Oh!, cuando llegaste a Bruselas, con
tu uniforme blanco de almirante de la flota austriaca… en tus
ojos aleteaban las violetas azules que crecen en las faldas de los
Alpes de Tirol”.
La pareja gobernó las provincias de Lombardía y
Venecia, pero después aceptaron el trono de México;
ofrecimiento que les hicieran un grupo de conservadores
mexicanos opuestos al régimen del presidente Benito Juárez,
121
según ellos para solucionar la inestabilidad política del país,
confabulados con Napoleón III, quien se fijó en el moldeable
Maximiliano para que fuera Emperador del Segundo Imperio
Mexicano.
El 10 de abril de 1864, la elegante pareja fue coronada
en la hoy Catedral Metropolitana de la ciudad de México. Al
avanzar del brazo de su esposo rumbo al altar, el silencio del
templo dejaba escuchar el erótico fru fru de sus íntimos azules
tules.
Los emperadores ocuparon como residencia el
majestuoso Castillo de Chapultepec.
El pedante Maximiliano era indeciso en sus
responsabilidades políticas; Carlotita era la que daba la cara, la
que “llevaba la chiva al agua”. Aparte de ello, desde el inicio del
matrimonio el emperador se mostró falto de responsabilidad
alcobatoria. En el castillo dormían en camas separadas, cada
cual en su propia recámara según la costumbre y, se estilaba
en esa época que en las noches, sobre todo las de plenilunio, el
esposo llamaba a la puerta de la esposa y viceversa. Pero ¡oh!,
el desaprovechado vienés dejó de sonar la aldaba.
Muchas noches Carlota se deslizó entre los taciturnos
pasillos del palacio, pero fue en vano, pues el austriaco ya
había metido cerrojo perpetuo a su aposento. ¡La puerta de él
cerrada y la de ella con cerrojo abierto! El emperadorcillo solía
dormir a pierna suelta, mientras en otra alcoba, la convulsa y
apiñonada piel de la insomne dama recibió cientos de veces los
rayos de la alborada.
De la emperatriz Carlota se murmuraba en los corrillos
de palacio que tenía matriz infantil. De Maximiliano se decía
que era impotente; que padecía de sífilis adquirida en uno de
sus viajes a Brasil; que no llevaba vida íntima con ella porque
122
desde que llegó a México se había vuelto loco por las mujeres
mexicanas. También se escuchaba que el Max era gallo-gallina
desde que lo parieron en el palacio de Schönbrunn. El caso es
que nunca procrearon ningún hijo.
Este imperio empezaba a dar algunos frutos, pero en
1866 Francia retiró de México sus tropas debido a la inminente
guerra con Prusia. Ante tan crítica situación, el tembloroso
emperador le dijo a su esposa: “Meine Frau, Ware es klug, um
den Thron zu verzichten”. A lo que la calzonuda Carlotita le
replicó: “Nein, mein Mann, nicht aufgeben den Thron”, es decir,
“No, esposo mío, no abandonaremos el trono”. Carlota se
embarcó en la fragata austriaca “Novara” rumbo a Europa a
solicitar apoyo pero se le negó, inclusive pidió ayuda al Papa Pío
IX en Roma, mas este le respondió con vagas promesas.
Tales negativas afectaron gravemente la salud de la
emperatriz y empezó a dar muestras de desequilibrio mental, y
temiendo que alguien la envenenara bebía del agua de las
fuentes públicas. Se tranquilizaba y volvía su trastorno.
También se afirmaba que el origen de su mal fue debido a que,
ante la incapacidad de embarazarse acudió a una curandera
mexicana que le dio a comer el hongo “teyhuinti”, causante de
locura pasajera, y decidió permanecer una temporada en
Europa bajo tratamiento médico.
Mientras tanto en México, el 19 de junio de 1867, bajo el
mando del presidente Juárez fue fusilado el emperador
Maximiliano junto a sus generales Miguel Miramón y Tomás
Mejía, allá en el Cerro de las Campanas, en Querétaro.
Hasta los siete meses, 14 de enero de 1868, Carlota se
enteró de lo acontecido a su esposo —al ver que sus restos
habían sido trasladados a Europa.
123
Para ese momento, Tlecóatl, primogénito de la aún
sensual ex emperatriz tenía ya un mes de nacido; el mismo
nombre del apuesto aborigen azteca que laboraba de repartidor
en la pastelería situada en la falda del cerro donde estaba
enclavado el Castillo de Chapultepec, la residencia imperial. Se
me olvidaba comentar, que a Maximiliano le encantaba realizar
largos viajes, pero nunca llevaba a su esposa.
La otrora princesa de Bélgica se recuperó de su mal pero
fue desheredada, mas eso de la aristocracia ya no le interesaba,
únicamente le importaba cuidar de ese hijo “tez de obsidiana y
ojos de esmeraldas”, como reiteradamente lo expresó en sus
cartas, actualmente exhibidas en el “Musée de la Ville” en
Bruselas, Bélgica.
SERGIO ÁVILA R.
México
124
125
L
as crisis que agobian a la humanidad entera se
reunieron en un foro especial celebrado en las
cavernas Veryovkina, a más de dos kilómetros de
profundidad en las montañas del Cáucaso ubicadas
en Georgia, para analizar el desempeño colectivo
entre el 2020 y el 2021. Las primeras crisis en tomar la palabra
expusieron un recuento favorable por las múltiples erosiones
causadas en individuos, empresas tan poderosas como países y
países tan débiles como individuos tras la eclosión de un virus
de exagerada mutabilidad e inmortalidad aparente.
Privilegiaban a un transformista capaz de superar las diversas
vacunas que pretendieron eliminarlo, aunque solo dejaran tras
de sí victorias aparentes. En año y medio fue declarado
endémico ante la impotencia de la industria farmacéutica para
crear fórmulas que pudieran exterminarlo. Los organismos
responsables de la salud pública se confirmaron incapaces de
obtener antídotos que pudieran aplicarse en los menores de
dieciocho años con la prontitud necesaria. Los gobernantes se
vieron obligados a reanudar las actividades públicas en espera
de la inmunidad de rebaño. La población hastiada de los meses
de encierro y restricciones emprendió festejos que pronto
incrementaron los contagios incluso entre los ya vacunados.
Las ponencias fueron leídas entre aplausos hasta que
llegó el turno de Crisis Moral, una participante que solía
exceder las atribuciones reglamentarias, pues en vez de
provocar el desaliento de manera consistente solía otorgarse
facultades para juzgar el desempeño de las diversas instancias
inscritas en la Asociación de crisis polivalentes para el deterioro
humano (Acripodehum). Su mera presencia fue recibida con
abucheos, pues desde los tiempos del diluvio había manifestado
su pesadumbre, por considerar que destruir a la mayor parte
de los seres vivos constituía un castigo terrible y una lección
126
innecesaria. A nadie agradaban las opiniones que contrariaban
las disposiciones generales dictadas por el organismo colegiado
y Crisis Moral solía hacerlo, pero sus peores enemigos siempre
encontraron difícil expulsarla, incluso en los días de Sodoma y
Gomorra o durante las guerras mundiales y otras campañas de
exterminio, pues el tema dejado bajo su control nunca necesitó
demasiados estímulos para provocar desaliento en cualquier
ámbito o persona. Crisis Moral obtenía las mejores
calificaciones y destacaba entre sus pares. Era repentina e
impredecible. Sus congéneres temían que, entre todas, fuera la
única, porque desataba crisis emocionales, financieras,
sicológicas, laborales, educativas, epilépticas o de cualquier
otra índole. Podía ser generalizada o focal como una aguja
punzante en un punto específico de sus víctimas o sus
compañeras de oficio. Sembrar dudas le resultaba natural y por
donde iba solía crecer el dolor incluso a partir de reflexiones
diminutas y apariencia inofensiva.
En diversas ocasiones se había demeritado su mera
existencia por considerar innecesario contar con una crisis tan
dada a la compasión y a criticar el trabajo de sus colegas que la
oían con hartazgo.
—Los seres humanos parecían encaminarse al colapso
procedente de la irracionalidad colectiva, el descontrol de los
natalicios y los incontables abusos cometidos en contra de la
naturaleza, sobre todo a partir de la Revolución Industrial
surgida en los años finales del Siglo XVIII.
Crisis Moral alzó la mirada ante algunos abucheos. Por
un momento pareció abandonar el podio. Su voz la contradijo al
manifestar con firmeza.
—Cierto es que la endemia y el desaliento provocado por
muchas de las crisis que hoy escuchan mis palabras son
entidades poderosas. Tanto que podrían matarnos sin
127
imaginarlo siquiera.
Las participantes apenas rozaron el sentido de lo dicho
por la ponente.
—Las conmino a recordar que existimos para evitar que
los hombres sueñen ser dioses. Nuestra misión consiste en
mantenerlos dentro de los sueños alcanzables y la cordura de
cualquier criatura mortal, aunque cierto es que las razones
fundamentales terminaron extraviadas en un hálito de maldad
generalizada. Por eso hoy convoco a todas ustedes para que
revisen sus conceptos y reconsideren si desean morir junto con
la especie humana.
El recinto se adentró en las profundidades del abismo
cuando las crisis reflexionaron sobre lo dicho y las sombras
intercambiaron posiciones y murmullos hasta extender el
silencio.
—Regocijarnos por un colapso generalizado involucra
extinguirnos. Ninguna de nosotras podrá subsistir sin los
humanos.
Desde las profundidades de la caverna resonó la voz
siempre inestable de Crisis Nuclear:
—Podremos reanudar nuestras actividades en cualquier
parte del universo donde quiera que haya seres inteligentes —
afirmó proteica en el mismo instante que un conflicto de
credibilidad la invadía para dejarla sin argumentos.
Crisis Cultural intervino para complementar lo dicho por
su compañera:
—Yo lo dudo. No llegaremos a otros mundos con solo
imaginarlo. Hasta hoy nuestro recorrido más largo fue
compartido con astronautas hayan vuelto o no. Y de emprender
el supuesto viaje interestelar que sugiere nuestra amiga
128
radioactiva, las invito a reflexionar sobre las características de
los destinatarios. ¿Si los seres humanos respiran oxígeno ya
pensaron cómo podría manifestarse la vida en otros mundos?
Tomen distancia de la química del carbono, olviden las
formas humanoides. Imaginen globos de fuego como los
descubiertos por el padre Peregrine narrado por Ray Bradbury.
En aquellos seres el sacerdote encontró la inutilidad del
ministerio de bondad que predicaba, pues al ser luz carecían de
pecados en espera de redención.
Eran puros por naturaleza y elección propia. Aquella
historia ocurrió en Marte y nosotros no tenemos forma de
viajar, aunque nos pese, sin los seres humanos. Nunca
supimos de entidades semejantes a nosotros que no fueran
narradas en novelas o ensayos de origen terrestre.
Crisis Espiritual fue la primera en notar cómo Crisis
Depresiva asumía el control de sus congéneres. Una a una,
padecieron los efectos que durante tantos años habían
alimentado; se derrumbaron ante la incertidumbre, el dolor, la
melancolía, el pánico y el rumor de una enfermedad
desconocida para ellas. Cuentan algunas sobrevivientes que
sufrieron los achaques causados por un virus transmitido por
Crisis Moral durante una reunión celebrada en alguna caverna
europea. Sorprendidas, aún intentan recuperarse, pero el
resurgimiento luce imposible, conforme descubren entre ellas
mutaciones que nunca imaginaron. Vicisitudes destinadas a
recordarles que son tan perecederas como los padecimientos y
anhelos divinos de los hombres extraviados en la inmensidad
del universo.
JOSÉ LUIS VELARDE
México
Página WEB: Literatura Virtual
129
130
M
artita, ese Mad es muy responsable. Para salir
siempre antes de las siete, debería despertarse
a las cinco de la mañana. Y él lo hace. No es
como el Lidio, que duerme hasta las diez.
Aquello le decía don Libio a su señora, al ver al
inquilino con una camisa azul, un jean añil, unos zapatos de
cuero marrones y lustrosos, y su respectivo casco blanco. A lo
que doña Martha respondía:
—Sí, es cierto. Paga puntualmente la mensualidad del
alquiler. Ojalá le asciendan en el trabajo, se lo merece.
En una época en que los extranjeros estaban mal vistos
por el incremento de la criminalidad y la crisis económica, la
familia de la señora Martha no sabía a ciencia cierta quién era
el ecuatoriano Mad, aquel inquilino que dijo que era ingeniero
agrónomo de la Universidad de Quito, trabajaría en áreas
verdes del gobierno regional y que tenía una enamorada que lo
visitaría cada fin de mes.
—¿Supongo que tendrá todos los papeles en regla, señor
Mad? —le preguntó doña Martha, la dueña de la casa, justo
antes de entregarle las llaves.
—Sí, doña Martha, los tengo en regla.
—Bienvenido sea usted, señor Mad, y por favor recuerde
que no aceptamos por ningún motivo fiestas de noche y, peor
aún, de madrugada.
—Descuide, doña Martha, soy una persona que no le
gusta tomar. Y, la verdad, prefiero ver películas y leer libros.
Aquello era cierto. Practicaba el hábito de la lectura los
fines de semana y, por las noches, cuando regresaba del
trabajo, le gustaba ver series o películas de las plataformas de
streaming. Sin embargo, la causa de aquella virtud se debía a
una enfermedad mental que sufría y que, tan bien la tenía
escondida, era azuzada por ciertas creencias esotéricas en
religiones ocultas sobre demonios o diablos.
131
Tales prácticas, como dominar la visión del Tercer Ojo y
rendir tributo a Satán, los llevaba a cabo cuando la familia de
doña Martha se iba de paseo, ya que aquellos viajes de asueto
demoraban entre uno o un par de días al mes. Él los practicaba
cantando himnos heréticos de brujería, descuartizando
animales que compraba en los mercados, invocando a los
espíritus del más allá, lacerándose la piel y otras sesiones
maquiavélicas. Por su parte, la familia nunca se enteró por
completo de aquel macabro asunto.
La pareja de Mad solo venía cada fin de mes durante el
primer semestre; sin embargo, a partir del séptimo dejó de venir
y después ya se la dejó de ver en la casa. La última noche que
estuvo en el cuarto de Mad pareció escucharse un grito de
susto y cuando Lidio fue a ver qué pasaba, dijo que estaba
seguro de que la pareja discutía en voz baja, pero que no había
podido oír las palabras que se decían.
A la mañana siguiente la mujer de Mad salió a las cuatro
de la mañana cargando su maletín y una bolsa de viaje,
lanzando un terrible portazo que despertó a los dueños, pero no
a su hijo dormilón. Cuando don Libio fue a ver quién había
sido, encontró al joven Mad arrodillado delante de la puerta,
llorando, y al preguntarle si estaba bien, el inquilino respondió:
—Se ha ido, se ha ido para siempre…
Y al soltar aquellas palabras lacrimógenas, como
dándose cuenta del espectáculo que ofrecía, sintió vergüenza,
se secó las lágrimas con rapidez, se puso de pie y, al ver al
señor Libio absorto sin saber qué comentar, dijo:
—No se preocupe, don Libio, son asuntos sin
importancia y no se le deben prestar mayor atención. Mil
disculpas por la incomodidad.
A un mes de la partida de la pareja de Mad, que
coincidió con el abandono de su tratamiento médico, la tragedia
ocurriría en las primeras horas de un domingo. El sábado el
132
señor Libio se durmió a las once de la noche luego de ver la
televisión, la señora Martha estuvo limpiando hasta poco más
de la medianoche y después se acostó, y el hijo se quedó
jugando videojuegos hasta la una y media de la madrugada
para, a continuación, dormirse como un tronco.
A las tres de la madrugada, la hora del diablo, Mad salió
de su habitación con un machete y se dirigió de inmediato al
piso donde vivía el hijo. Pudo forzar en total silencio la puerta
de ingreso como un ladrón sigiloso, fue al dormitorio de Lidio,
que estaba sin asegurar, ingresó y lo asfixió con la almohada
hasta desmayarlo. Lo dejó inconsciente.
Después, fue al primer piso donde los padres roncaban
y, con destreza, forzó las puertas que lo separaban de sus
objetivos. Al ingresar, de un certero machetazo cercenó la
cabeza de don Libio; al reaccionar doña Martha, entredormida y
borracha de sueño, con el rostro lleno de sangre, antes de
gritar, fue la siguiente decapitada con un poderoso golpe.
Llevó los tres cuerpos, uno a uno, a su habitación; y ahí
procedió a oficiar su comunicación con el demonio, ofreciéndole
el par de cadáveres y el corazón aún latiendo de un joven de
dieciocho años; después, descuartizó a sus víctimas; y, al
finalizar el ritual satánico, prendió fuego a toda la habitación,
se cortó la yugular y murió desangrado achicharrándose con el
fuego.
FRANCOIS VILLANUEVA PARAVICINO
Perú
Facebook: https://www.facebook.com/123FrancoisVillanueva123
Instagram: https://www.instagram.com/francoisvillanuevaparavicino/
133
134
M
amá murió hoy, o quizás ayer, o quizás el día
que ingresó al geriátrico o tantos quizás… Lo
cierto es que hoy me vino la orfandad, entró a
mi alma como una corriente de aire frío que
entumeció mi mente, aceleró mi corazón,
desprendió lágrimas de mis ojos.
Me sumergí en los vericuetos de la memoria y logré
encontrar algunas pistas…
El teléfono sonaba sin pausa, estridente. Corrí a
atenderlo con fastidio, sensación que me provoca que me
llamen cuando estoy durmiendo, levanté el tubo y escuché la
voz impersonal de la enfermera que me anunciaba que mi
madre había entrado en coma.
Colgué, me puse la primera prenda que encontré a
mano, tomé la llave del auto y partí.
Cuando ingresé a la habitación la vi dormitando, más
pálida que de costumbre. Me senté a su lado, engarcé mi mano
entre sus dedos artríticos, duros y fríos y decidí darle la última
alegría: me puse a cantarle canciones que ella siempre había
tarareado: “Pero hay una melena”, “Mi madre querida”,
“Welcome au cabaret” y así siguió la lista. Canté una, dos, tres
horas, hasta que mis cuerdas vocales suplicaron silencio.
Al día siguiente partí a dar clases y al regresar a casa, a
ese rincón de Sierras Chicas, cuando el ómnibus pasó a la
altura del geriátrico, me paré para bajar pero la razón me dictó:
“prudencia, busca el auto y ve con él por si tienes que afrontar
alguna emergencia”.
Me senté, pero un desasosiego anudó mi pecho.
Llegué a mi casa, entré y levanté el auricular del teléfono
que sonaba. Una voz metálica me informó que mi madre había
muerto.
Salí de mi memoria, recorrí los años que habían pasado
y me pregunté por qué hoy sentí su muerte tan cerca y la
135
respuesta quedó flotando en un torbellino de recuerdos, de
sentires, de cobijos.
Mamá murió hoy.
CLARA GONOROWSKY
Argentina
Blog: poesiadesdeelsentimiento.blogspot.com
136
137
L
a arena del desierto de Sassán ocultaba muchas
cosas: una víbora, esperando segar la vida del
incauto; el cadáver de algún desdichado que no
logró encontrar la salida; un tesoro oculto por
ladrones o extraviado por mercaderes. De todos los
tesoros que yacían bajo la arena, Malek, Visir del Sultán Al-
Yassir, fue a toparse con el más impresionante.
Aquella tarde viajaba con seis guardias de regreso a
Sassán, después de haber concretado un trato con el rey de
Maurya. El Visir no disfrutaba atravesar el desierto, el sol era
implacable y ardía con mayor rigor desde el mediodía hasta la
hora nona. En aquel momento, lo mejor era buscar un refugio,
una sombra, para pasar el rato, no olvidando observar la
posición del astro y retomar camino cuando la temperatura
descendiera. Así lo hizo el grupo y cuando hubo que continuar,
se encomendaron a Alah y partieron de nuevo.
Fue uno de los guardias —cuyos nombres no
interesaban a Malek, salvo el de Nadir, comandante de la
guardia y con quien tenía trato directo— quien lo divisó. Era un
oasis. Un depósito de agua a mitad del desierto, rodeado por un
círculo de palmeras. A medida que se iban acercando se podía
notar lo cristalino del agua, que yacía con tal pulcritud, como si
fueran los primeros en descubrir aquel lugar (quizás lo eran).
Malek pensó que sería buena ocasión para rellenar las botijas y
refrescarse unos minutos antes de partir de nuevo. Se
encontraba metiendo el recipiente al agua cuando esta comenzó
a tornarse oscura y pegajosa cual brea. El Visir se asustó y dejó
caer la botija. A su alrededor descubrió que sus guardias no se
movían. El cielo se llenó de burbujas negras que flotaban. El
agua se abrió, revelando unas escaleras justo a la mitad de
aquel estanque.
Probando que la curiosidad es una fuerza que afecta
desde el más sencillo hasta el más acaudalado de los hombres,
138
Malek comenzó el descenso. Nadir y sus hombres habían
dejado de moverse, congelados en el tiempo. Los escalones eran
de roca y pese a su procedencia estaban secos, lo que le
permitió al Visir apurar el paso. Al bajar el último escalón, tuvo
frente a sí un largo pasillo iluminado por antorchas, una
alfombra morada se extendía en el suelo, desde donde
comenzaba la escalera hasta el final del pasillo.
Caminó lento, poniendo cuidado en donde pisaba y
mirando a su alrededor, alerta ante cualquier agresión. Al final
del pasillo yacía un pedestal de oro sobre el que descansaba
una especie de vasija color esmeralda. Tenía unos grabados,
cuya escritura se asemejaba al de algunos papiros procedentes
del este de la India. Malek observó con atención todos los
detalles de aquel inquietante objeto, y tras una larga
inspiración, abrió la tapa.
Humo negro salió de ella, lo rodeó, luego se escuchó un
sonido, como al encenderse una llama, la cual creció formando
una enorme ola de fuego que giraba alrededor; la cámara
estaba cubierta de ellas, y tanto su ropa como su cabello
estaban encendidos. Se observó la mano que llameaba, pero no
sentía sufrimiento alguno. Malek se preguntaba por qué seguía
con vida, cuando una voz retumbante cual el rugido del trueno
clamó: “¡He de cumplir tus deseos! ¿Qué quieres? Habla.
Malek levantó la cabeza y descubrió a un enorme efrit,
tan alto como una montaña. Tenía la piel color granate y
enormes cuernos negros que semejaban una corona sobre la
cabeza. Poderoso de hombros y robusto de pecho. Con dos
enormes brazaletes dorados en ambas manos. Y descubrió que
se encontraba otra vez afuera, junto a sus guardias quiénes
permanecían inertes.
—¿Quién eres, oh gran señor?
—Soy un efrit, servidor tuyo desde este momento, y
hasta que hayas pedido novecientos noventa deseos.
139
—¿Qué puedes hacer por mí, oh gran señor?
—Lo que desees. Pide, y te lo daré.
Tras pensarlo unos minutos, Malek pidió su primer
deseo.
—Deseo que sea de noche.
—Mis poderes están limitados por ciertas reglas
naturales.
—Dijiste lo que sea, efrit; no será que me estás
engañando, o quizá no eres tan poderoso como presumes.
Malek pudo ver la cara de molestia del efrit y por un
momento pensó que le daría muerte, pues después de
reclamarle, perdió la capacidad de moverse. Pero, contrario a
sus temores, el efrit inspiró hondo, chocó los puños y Malek
observó como el sol se movía hacia el occidente; cuando se
hubo ocultado, el cielo se oscureció y la luna se hizo visible.
Entonces recobró el movimiento.
—Por Alah que eres poderoso. En verdad te digo, que no
volveré a dudar de tu capacidad.
—¿Cuál es el siguiente deseo de mi amo?
—Deseo caminar sobre la luna.
El efrit tomó un poco de arena y la sopló sobre el Visir,
quien tuvo que cerrar los ojos. Cuando dejó de sentir los granos
de sábulo sobre su cara, abrió los ojos de nuevo. Estaba oscuro
y podía seguir observando las estrellas, tan lejanas como
siempre, pero la ausencia de la luna y el suelo gris y árido, le
hicieron pensar que quizá se cumpliera su deseo. El efrit había
tomado una estatura humana, lo vio parado de espalda algunos
pasos adelante. Lo llamó. Al ir hacia él, dio un brinco sin el
mayor esfuerzo; era como si trajera resortes invisibles debajo de
los pies. Cuando estuvieron reunidos, el efrit habló así:
—Mira tu planeta. ¿A qué se parece? Ahora mira el mar.
¿Qué es lo que observas?
Y la Tierra parecía como una pasta de harina, y el mar
140
como un pilón de agua.
Un aura azul recubría el cuerpo de Malek.
—¿Qué es esto que me rodea?
—Evita que mueras. Los hombres no pueden estar aquí,
porque no hay aire, solo la magia te hace respirar.
—¿Contará como otro deseo?
—No. Tengo prohibido dejar que mueras. Si mueres
sufriré un dolor que no podrías comprender y deberé buscar
otro amo al cual concederle novecientos noventa deseos.
—¿Quién te ha puesto bajo tal maldición?
—Un discípulo de Sulaymán, el gran nigromante. He de
servir al primer humano que me encuentre y cumplir sus
deseos. Cuando los gaste todos, el sello que me mantiene
prisionero también se gastará, y deberé gastarlo amo con amo
hasta ser libre.
—Entiendo, y en verdad te digo que intentaré utilizar mis
deseos lo más rápido posible. Por lo pronto deseo volver al
oasis.
El efrit concedió este deseo de buena gana.
Nadir y los otros llenaron sus recipientes de agua,
ignorantes de lo referente al efrit. Después reanudaron su
camino de vuelta a Sassán.
J.R.SPINOZA
México
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142
A
quel día comprendí lo equivocada que estaba
cuando escuché al viento gritar sobre el mar,
porque el viento no se puede comprar, al igual que
las olas susurran, pero no se oyen. Todavía el
recuerdo de lo que fui, pero no seré, evoca mis
sueños que marcan el porqué de un tiempo pasado.
“Adelante, adelante. Era la única jerga que retumbaba en
mis oídos; avanzaba sin detenerme y atacaba la vida con todas
mis fuerzas. Y, a veces, nada más llegar a la fase rem de mi
sueño, sin haber explorado previamente el terreno, me veía
obligada a entrar en combate; la voz cansada de mi mente
luchaba inquieta y nerviosa gritando: ¡Contraataca, rápido! No
hay enemigos, solo tus pensamientos que arremeten con fuerza.
Te vas al garete”.
El doctor dejó de anotar en su cuaderno. Suspiró. Lo
cerró y me miró directamente a los ojos.
—Shana, tu problema no se resolverá mientras no
aceptes tu duelo. Déjalo marchar y tu corazón descansará por
fin.
Agaché la cabeza. No quería dejarle ir, no, no podía
hacerlo.
—Shana —esta vez su tono de voz era de un auténtico
sermón —tómate estas pastillas, pero si no deseas avanzar yo
no puedo perder mi tiempo contigo, es inútil que cada semana
repitamos el mismo ciclo, tengo muchas pacientes.
Le miré incrédula. Me levanté del sillón sin decir palabra
y me marché para no volver bajo la mirada acusadora del
doctor. Subí al autobús y regresé a casa que continuaba tan
fría y vacía como la había dejado. Lloré hasta quedarme
dormida sobre el sofá del salón. Al despertar, sentía que algo se
había roto dentro de mí, sin embargo, otra persona luchaba por
salir adelante. Fui al dormitorio, saqué toda su ropa y le prendí
fuego en el patio de atrás. Por increíble que parezca, fue un
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respiro, me sentí aliviada; poder deshacerme de todas sus cosas
con aquella facilidad, no solo me sorprendió, sino que me liberó
del pozo oscuro en el que llevaba sumida más de seis meses. —
Tal vez el doctor no lo hizo mal —pensé.
Pedí el alta médica y volví a mi puesto de trabajo. Mis
compañeras me miraban con lástima. Me molestó, pero no dije
nada. Al fin y al cabo era normal que tuvieran esos
pensamientos. Jhonn murió en un accidente cuando regresaba
a casa. Alguien chocó contra él, pero huyó sin socorrerle.
Muchas veces en los últimos meses me he preguntado cómo
alguien es capaz de cometer semejante error sin obtener
respuesta.
—Shana, Shana —mi compañera Mily llevaba unos
minutos reclamando mi atención— tienes que centrarte, la
cartera de clientes has de ponerla al día, yo tengo mucho
trabajo y llevo meses ocupándome de tu cartera y la mía,
necesito un respiro, por favor, céntrate.
—Perdona, por un momento me quedé absorta en mis
pensamientos. Enseguida me pongo a trabajar. Siento mucho
todo esto.
Mily asintió con una leve sonrisa y continuó con su
tarea. Realmente ella había hecho el trabajo de ambas con una
gran eficacia. Anoté en mi agenda; “comprar un regalo para
Mily”. Tras mi ausencia, la jornada se me atragantó un poco
más de lo que esperaba, aún así logré ponerme al día. De
regreso a casa pasé por el súper, compré una barra de pan,
fruta, huevos y unas acelgas para cenar. Cuando llegué
encontré un sobre en el buzón. No tenía remitente. Me resultó
extraño. Lo mantuve entre mis manos durante unos minutos
cavilando hasta qué por fin lo abrí. Para mí sorpresa con letras
recortadas de algún periódico decía: “Lo siento, fue un accidente
y no pude hacer nada por él, estaba muerto, le ruego ante Dios
que me perdone”.
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Pero qué narices significaba. ¿Por qué ahora? Deduje que
aquella persona supo de mí a través de los periódicos.
Perdonar, ¿quién puede perdonar algo así? Tiré la carta a la
basura. Estaba agotada, física y mentalmente. Me preparé la
cena. Lo curioso fue descubrir que llevaba meses sin comer con
aquel apetito. Entonces supe con certeza que otra Shana se
abría camino para darme otra oportunidad. Había muerto mi yo
anterior para renacer con fuerza. Me recosté sobre la almohada
pensativa y me dormí sin pretenderlo.
Al despertar me di una ducha de agua caliente, dejando
que el chorro acariciase mis huesos reconfortando mi escuálido
cuerpo. Hasta ese momento no me había dado cuenta de lo
delgada que me había quedado. Tras tomar un café fui a
trabajar con otra actitud, me sentía viva de nuevo. El ascensor
se paró como siempre en la segunda planta.
—Shana, un sobre de color marrón ha llegado para ti —
señaló Mily— no sabía que hubieses dado estas señas para
correo personal. Yo nunca lo haría, bastante correo basura
llega a casa como para que también lo envíen al curro.
Me miró intrigada, como esperando una respuesta que
no hubo. Solo respondí con una elevación de hombros. Dejé el
sobre para abrirlo en casa. No quería que nada alterase mi
trabajo. El día resultó agotador, de continuas llamadas y
correos a los que respondí.
—Shana, después vamos a tomar unas copas, te apetece
venir, creo que te irá bien —propuso Mily.
—Gracias, pero necesito descansar y ponerme al día
conmigo misma.
—Como quieras. Pero si cambias de opinión vamos al
Chalton club. Hoy toca una banda nueva.
Al salir del trabajo sentí cómo si el cielo cayera sobre mí,
cómo si deambulase bajo el crepúsculo sin ningún sentido.
Incluso llegué a creer qué era mi propia estupidez quien me
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torturaba. Mi vida dio un giro de ciento ochenta grados, no
obstante, después de seis meses tenía que coger las riendas de
mi destino. Regresé a casa, en la nevera estaba lo poco que
había sobrado de la cena del día anterior, suficiente para el
escaso apetito que tenía. Nada más entrar en mi hogar, noté
algo distinto, como un agradable olor a flores frescas. Dejé el
abrigo en el sillón y el bolso en la mesa centro. Y me dejé caer
en el sofá. Alguien tocó a la puerta. “Mierda —me dije— quién
narices viene a molestar”.
Era Sara, la vecina de enfrente, una anciana que había
enviudado hacía unos años y de vez en cuando venía a pedir un
par de huevos, o pan, cuando no podía salir por culpa de su
artrosis.
—Buenas noches, ¿necesita algo?
—No, Shana, no. He visto un par de hombres salir de tu
casa a media tarde y…
—¿Cómo? —corté— ¿está segura que salían de mi
apartamento?
—Soy anciana, pero no tonta. Llevaban sombreros que
les cubrían el rostro, sin embargo, al girarse uno de ellos para
mirar a ambos lados del pasillo vi el brillo de su pistola.
Me llevé las manos a la boca.
—No comprendo. Qué podrían buscar en mi casa. No he
notado nada extraño.
—Pues ándate con cuidado. Esto me huele muy mal. He
de irme a la cama, hoy la artrosis me está matando.
—Gracias, cuídese y ya sabe que si necesita algo no tiene
más que avisarme.
—Los ancianos necesitamos poco, más bien algo de
compañía.
—Pasaré a visitarla mañana y merendamos juntas, ¿que
le parece?
—Una idea deliciosa. Haré té con canela y galletas.
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Buenas noches.
—Buenas noches, que descanse.
Cuando cerré la puerta comprobé todas las estancias,
aparentaban absoluta normalidad. Me pregunté para qué
habrían entrado. Lo que prometía ser una noche tranquila se
había convertido en una noche de total inquietud. Por un
instante mi mente iba en dos direcciones; se preguntaba si el
accidente de Jhonn había sido casual, o por el contrario lo
habían matado sin conseguir lo que buscaban, porque estaba
claro que vinieron a buscar algo que creyeron que estaría aquí.
Recé para que lo hubiesen encontrado y que no volvieran nunca
más, solo pensar me hacía sentir escalofríos.
Me recosté sobre la cama. Por mi mente pasaban tantas
cosas sin sentido, que comprendí qué en realidad no conocía a
Jhonn. Sentí frío, me introduje dentro de la cama y pronto me
dormí. Sobre las tres de la madrugada oí como rasguños, o
rozaduras. Me puse tensa. Alguien estaba abriendo la
cerradura de la puerta. Me levanté lentamente para no hacer el
mínimo ruido, las manos me sudaban. Asomé la cabeza y vi un
hombre con un revólver en la mano. Retrocedí con tan mala
suerte que toque con el brazo el jarrón de la cómoda; el
estruendo alertó al hombre. Corrí bajo la cama. Oí un
chasquido, parecía el percutor del revólver; pero en realidad era
el tambor y pude ver como introducía varias balas en la
recámara. Supe que estaba perdida. Sin embargo, ignoró el
jarrón, abrió el primer cajón de la cómoda. Sacaba su contenido
y los tiraba al suelo. Empezaba a estar aterrorizada. Siguió con
las pesquisas cajón, tras cajón. Cuando llegó al último lo sacó y
le dio la vuelta.
—Aquí está —murmuró.
Era un cuaderno de notas de color ocre, parecía antiguo.
Lo guardó en la chaqueta y miró un instante el espejo.
Entonces bajó la mirada hacia la cama. Me encogí asustada.
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Justo en ese momento alguien dio tres golpes en la puerta, el
hombre salió corriendo de la habitación y se marchó. Respiré
aliviada. No sabía para que sería aquella libreta, pero no
deseaba saberlo. Llamé a un cerrajero. Puso doble cerradura y
una alarma para mi tranquilidad, aunque, estaba segura de
que ya tenían lo que querían y no volverían a molestarme. Sin
embargo, cuando guardaba de nuevo la ropa en la cómoda,
noté algo; en el interior de una camisola de color rosa había
oculta una hoja. En ella decía:
“Puedes correr cuanto quieras, pero no podrás huir de
ellos, ni esconderte. Te encontrarán. Tu única salvación es que
entregues el cuaderno al varón. Debes ser valiente y no tener
temor. A no ser que quieras la vía más fácil; un tiro o un bote de
pastillas, pero dejaras el marrón a Shana y estará en peligro. No
te comportes como una cucaracha. Sigue el camino indicado.
Recuerda que esos hombres deben pagar por lo que hicieron. Así
pues coge al perro y llévalo a pasear, luego olvida toda esta
estupidez. Dejo el fregadero limpio. Ayer en la reunión hubo dos
copas de más. Mucha suerte amigo mío. Si lees esta nota, sabrás
que me han encontrado”.
Me quedé pálida. En qué narices estaba metido. Por otro
lado no teníamos perro. Y él no bebía. Todo esto debía ser un
mensaje cifrado. Pero de quién. Decidí guardarla en el interior
de un libro y olvidarme de todo. Nada podía hacer, nada quería
saber, bastante había sufrido. Terminé de poner orden y regresé
a la cama. Estaba helada.
Por la mañana cogí el libro, lo metí en mi bolso, y marché
a trabajar. Después compré unas pechugas de pollo y ensalada
César para la cena. Tuve la extraña sensación de que alguien
me vigilaba. Sin embargo, no vi ninguna señal, persona o
movimiento extraño que confirmase mis sospechas. Ya en casa,
esta vez decidí darme un relajante baño de espuma. Fue tan
satisfactorio que disipó mis temores, e inquietudes. Cené con
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vino tinto. Luego cogí el libro donde guardé la nota encontrada
y lo devolví a la librería. Lo observé durante un largo rato desde
el sofá. Al fin llegué a una única conclusión; nunca sabría
quién lo había escrito, ni quienes eran aquellos hombres, no
obstante, la libreta y la nota quedarían para siempre en mi
recuerdo y nunca más volvería a indagar, ni a mencionar a
nadie que existían. Mi vida empezaba de nuevo y tenía derecho
a ser feliz. Jhonn no era un mal hombre, todo lo contrario, el
tiempo que estuvimos juntos fui la mujer más feliz del mundo.
Olvidar lo sucedido, continuar con mi vida era mi nuevo
objetivo.
NURIA DE ESPINOSA
España
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