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ver el texto, y Félix lanza a lo alto una bocanada de humo. Estos días un joven
crítico le ha visitado para pedirle datos sobre su vida. Para el poeta es un
tormento el regresar desde el momento presente al pretérito. Tiene la
superstición del tiempo; la evocación del pasado le agobia; diríase que el
evocar el pasado, su pasado —la niñez, la adolescencia, la juventud—, ese
cúmulo de horas, de días, de meses y de años, se yergue frente a él y le
anonada con su peso terrible. Para contestar —en las cuatro sesiones— al
crítico, el poeta ha tenido que pensar y pensar muchas horas. Y pensaba,
evocando su niñez, su juventud, por las noches, a primera hora, en tanto que
en la playa, las olas, en lo oscuro, iban y venían sobre la arena.
Con Plácida habla ahora Félix de su pasado.
—¡Qué mundo de recuerdos tan angustiosos! —exclama Félix.
Y añade:
—Habitualmente, el pasado para mí es un caos negro, un espacio
tenebroso. No quiero ver nada en él; es grato para mí el no distinguir nada en
mi pasado; tengo así la sensación de ser siempre joven, de ver siempre nueva
la vida. Y mi trabajo, estando yo siempre en el presente, siempre y con toda
mi personalidad, es más grato, más fácil y más fecundo.
Plácida escucha de pie, majestuosa, al poeta, a su poeta; de poco tiempo a
esta parte datan sus amistades. La mano gordezuela y rosada de la dama se ha
posado, como una flor, en las páginas blancas del libro.
Y el poeta añade:
—Estos días he tenido que evocar mi niñez. Y la he visto toda, toda, con
una claridad deslumbradora. Al hacer el más ligero esfuerzo para escrutar lo
pretérito se hace de pronto una luz en mi cerebro y desaparece la oscuridad, la
grata, la fecunda oscuridad. Lo he visto todo, Plácida. ¿Y sabe usted lo que no
he podido ver claro?
Félix Vargas se detiene, y Plácida posa en él, en sus ojos de poeta y de
ensoñador, una mirada maternal, amorosa.
—¿Ve usted los niños que juegan en la playa? Obsérvelos usted —ha
continuado el poeta—. Corren, saltan, se cogen de la mano y avanzan en
hilera… Mire usted aquellos dos, un niño y una niña. ¿Los ve usted? Están
allí, delante de aquel montón de arena; él tiene en la mano un bastón. Pues
como ese niño y esa niña he estado yo… Yo, sí; yo he estado en esta misma
playa, como ese niño, cuando yo lo era, en compañía de una niña como ésa.
Todos los días diez o doce amiguitos jugábamos en la arena. Y una vez me
eché una novia; fue una novia de tres o cuatro días; no duró más el noviazgo.
Como prenda de amor eterno, sí, eterno, ella me regaló a mí una caracolilla de
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