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¿Dónde iba? Debí continuar el viaje hasta ver en qué estación descendía; ojos
negros. ¡Qué frondosidad la de estos pinares! Soledad dulce, maravillosa. La
luz suave, vaga, de la luna va trasladándose de una pared blanca a otra pared
blanca. Pasillo del tren; miradas de los ojos negros… Y de pronto…
Félix Vargas ha llegado a media tarde al conventito de franciscanos; el
convento se halla en la cumbre de un monte; ha subido el poeta andando
lentamente; se detenía de trecho en trecho para echar un vistazo a la
hondonada, al valle, y contemplar a lo lejos la ciudad. Los corredores del
convento son blancos; en el centro del patio hay una cisterna de aguas
transparentes. Al anochecer, después de la cena, frugal, en el refectorio, con la
comunidad, se han sentado dos o tres religiosos y Félix en la huerta del
convento y han estado contemplando, allá en lo hondo, los puntitos blancos,
brillantes, centenares de puntitos, de las luces del pueblo. Y luego se ha
marchado a su cuarto y se ha acostado. Las cuatro paredes del aposento son
blancas; por la ventana entreabierta entraba la luz blanca de la luna. Venía
rendido, cansadísimo; el poeta se ha dormido profundamente. Su sueño, en las
tres primeras horas, ha sido, sí, profundo; luego, al hondo sopor, al olvido de
todo, ha sucedido un estado intermedio entre el sueño y la vigilia. Las cosas
del mundo, las visiones del día, las sensaciones del viaje se mezclaban
confusamente, gratas a ratos, inquietantes a veces, en un conjunto absurdo,
disparatado. Félix Vargas, sin darse cuenta de nada, sin poder razonar, sentía
que estaba aquí, en este cuartito del convento, y a la vez tenía la sensación de
estar en Madrid. Y una obsesión profunda, insacudible, venía, en todos los
momentos, a oprimir su espíritu. Revoloteaba esta visión —la de unos ojos
negros, la de una mujer vista en el viaje— sobre todas las demás sensaciones.
Y en una dulce e intranquilizadora perplejidad, sin poder afirmar nada, ni
negar nada, sintiéndolo vagamente todo, el poeta veía el rayo de luna blanco y
las paredes blancas. Se oyeron de pronto unas campanadas lejanas: una hora.
¿Una hora, dónde? ¿En Madrid o en el convento? La última de esas
campanadas no la oyó Félix ya.
A su lado estaba un mancebo alto, apuesto; sonreía. Cuando este mozo
dibujaba en sus labios una sonrisa, el poeta, sin poderlo evitar, sonreía
también. Lo notable de este mancebo eran las manos y los ojos. Los ojos eran
los mismos de la mujer del sleeping. Y el mancebo sonreía e iba diciendo:
—¿Ves, Félix? ¿Lo ves bien?
Félix, el poeta, miraba y no veía nada. Pero sonreía y decía que sí con la
cabeza.
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