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depende de todo… Yo, la noche del suicidio de Tom, estaba en la pista del
circo, junto a él, cuando se hallaba levantando las pesas, y don Benito, el
extravagante, lo estaba mirando; es decir, en el momento en que se estaba
decidiendo la suerte de Tom, yo estaba allí, a su lado, y recuerdo
perfectamente todo lo que pasó. El ejercicio que hacía Tom era el mismo
todas las noches; todo, en estos ejercicios repetidísimos, es siempre igual.
Tom levantaba todas las noches las pesas el mismo número de veces: siete
veces; él tenía, sin ser supersticioso, predilección por ese número. Y aquella
noche levantó seis veces las pesas, y, al irlas a levantar la séptima, en el
público resonó un agudo quiquiriquí. Un chusco imitó el canto del gallo.
Tom, que se estaba ya inclinando para coger las pesas, se detuvo, se volvió a
erguir y respondió con otro quiquiriquí. Y no levantó más las pesas. Yo tengo
presente, como si fuera ahora, la sonrisa de melancolía profunda con que
lanzó al aire el grito del gallo… Sin saberlo, el gran artista sonreía, con
sonrisa inefable, a la Fatalidad, que en aquel instante jugaba tranquilamente
con él.
—Tal vez —dije yo— si hubiera levantado siete veces las pesas, allí
mismo don Benito, el extravagante, se hubiera acercado a él y le hubiera dado
la noticia de la herencia.
—Es posible —añadió Pritz—; pero lo más probable es que no hubiera
dicho nada, y el suicidio de Tom se hubiera consumado del mismo modo. La
Fatalidad tenía echada la doble llave al pobre Tom Grey.
—¡Bebamos a su memoria! —exclamó Mariano.
Y todos, en silencio, bajo el fulgir de las estrellas, en la noche callada y
serena, elevamos las copas en recuerdo del grande e infortunado artista.
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