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silencio era profundo, y las estrellas, en cielo despejado, brillaban en la
inmensa bóveda diáfana. La noche de que hablo nos sentamos, como todas las
noches, en la terraza, a pocos pasos del jardín. El aroma de los sauces y de los
rosales subía suavemente hasta nosotros. Contemplábamos el titileo brillante,
misterioso, de las perennales luminarias sidéreas.
Guillermo Pritz comenzó a contar la historia de Tom Grey.
—Tom Grey —dijo— ha sido el clown más extraordinario que yo he
conocido; he tenido siempre predilección por los payasos; el arte del clown es
único, excepcional. Tom Grey era un humorista nativo; no decía nunca
chistes, no inventaba ingeniosidades; todo lo que decía era vulgar, corriente;
su gracia, profunda, cautivadora, estaba en el tono con que decía las cosas
más triviales, en las inflexiones de la voz, en el gesto, en los silencios… Se
desprendía de toda su persona una honda simpatía. Y no ha habido, por otra
parte, hombre más desgraciado, más desastrado, más combatido por la
adversidad que Tom Grey. No le salía nada bien; todo eran en su vida
dificultades, obstáculos, inconvenientes. La fatalidad le perseguía. Poco a
poco se había ido llenando de deudas; eran pequeñas deudas que ascendían ya
a una cantidad importante. Tom Grey en la pista, a la vista del público, lo
olvidaba todo. El público le adoraba. Y Tom Grey correspondía al favor del
público trabajando siempre, indefectiblemente, con ardor, con entusiasmo,
con verdadero fervor. «¡Si yo tuviera nada más que veinte mil duros!», solía
exclamar. «¿Para qué quiere usted los veinte mil duros?», le pregunté yo.
«¿Para qué quiero yo los veinte mil duros? —tornaba él a preguntar—. Para
librarme de las deudas, para trabajar en paz. Para tener seguro un pequeño
retiro a la vejez.» Dos, tres, cuatro veces Tom Grey había estado a punto de
ser rico. La Fortuna se dirigía hacia él; iba a poner la mano en su persona; ya
estaba cerca; esta vez sí que el gran artista iba a ser feliz… Y la Fortuna se
detenía a dos pasos de Tom Grey; no acababa de llegar hasta él. Una vez no le
tocó, por un número, el premio gordo de la Lotería; otra vez estuvo a punto de
heredar de un pariente lejano muerto en América. Nunca se lograban las
esperanzas del pobre Tom. La fatalidad le tenía echada doble llave. Sí, doble
llave. Y lo van ustedes a ver.
—¿Queréis más champán? —preguntó Mariano Valero—. Voy a mandar
que suban más; beberemos otra copa a la memoria de Tom Grey.
—Sí, bebamos a la memoria del clown más grande que yo he visto y del
hombre más desgraciado que he conocido —dijo Guillermo Pritz.
Y luego, cuando hubimos bebido, Pritz continuó hablando:
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