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viviendo en la casa campesina que hemos imaginado, aquí, en este momento,
ante el ramo de crisantemos; para imaginarla hemos tomado por modelo la
casita blanca y verde de Errondo-Aundi. Y hacemos que en su soledad,
entregado a sí mismo, sintiendo a todas horas la presencia del ser inmaterial
junto a sí, apartado ya de sus sensualidades vitales, imprescindibles para su
obra de arte, Félix vaya poco a poco descendiendo por la pendiente del
desequilibrio, del desvarío mental. Una profunda simpatía nos une a él; le
miramos en silencio cuando apartamos nuestra mirada del ramo de
crisantemos; cuando al despedirse, detenemos su mano un instante entre las
nuestras. No sabemos —tenemos un vago presentimiento trágico—, no
sabemos si lo volveremos a ver. Y desde 614 kilómetros de distancia
contemplamos, allá en lo alto de la colina, la casita de los muros blancos y las
ventanas verdes. Delante, sobre la mesa, se yergue el ramo de crisantemos
que desbordan del búcaro.
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