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ese día, él ha de morir. Cosa rara, extraña. No, no; extraña, no. ¿Conocemos
nuestro destino? ¿Sabemos lo que se teje para nosotros —como decía
Saavedra Fajardo— «en los telares de la eternidad»? ¡Si pudiéramos ver el
reverso del tapiz, del tapiz de las cosas, de nuestro tapiz!… Y aquí, en San
Sebastián, en la casita blanca de persianas verdes situada en lo alto de la
colina, en Errondo-Aundi, el Félix Vargas verdadero, el que se halla
imaginando el destino del otro, sí que se estremece de veras. El cielo es gris y
el silencio profundo. Sobre la mesa se ve un periódico ilustrado; está abierto,
y si se incorporara el poeta vería una vez más, la centésima, dos grabados:
uno representa el choque de dos automóviles, de un automóvil de carreras y
de un pesado camión, en la carretera de Alcázar de San Juan a Albacete; el
otro es el retrato de una linda muchacha; debajo pone: «La Mancheguita, que
tan resonantes éxitos acaba de obtener en París.» Durante dos días, en el café,
en la casa, en la calle, ha visto en este periódico ilustrado, en otros también,
ha visto Félix Vargas esas dos fotografías. En París, en el cuartito del hotel, el
personaje misterioso ha puesto la mano en el hombro de Félix, el fantástico,
ha hablado y ha desaparecido. Y allá lejos, en España, en Albacete, se ve de
pronto un taller de reparaciones de automóviles. Todo está un poco vago,
borroso, confuso; no sabe todavía el poeta, el verdadero, el que está aquí
imaginando, qué orden han de guardar las imágenes que vayan surgiendo. Sí,
un taller de reparaciones. Y entra en él un hombre que necesita arreglar un
farol de un camión. ¿Estará bien así? ¿Se podrá llegar de este modo al
resultado final? Sí, sí; en marcha; el dueño del camión necesita componer este
farol; ha de hacer próximamente él un viaje; ha de salir de Albacete para ir a
Alcázar de San Juan… Y en el cuartito de París, ¿qué pasa mientras tanto?
¿Qué hace el poeta? El personaje que ha imaginado Félix Vargas es
decididamente un poeta; esto es cosa resuelta; tendrá así su figura un
ambiente de delicadeza, de finura, en contraste con el terrible destino que le
aguarda. El verdadero Félix Vargas se incorpora ligeramente en la cama; su
vista pasea por el cielo gris; baja después al mar; recorre la ciudad; un
momento contempla cómo el mar —que sirve de telón de fondo— se ve a
través del calado de la torre, en la iglesia del Buen Pastor. No piensa ahora en
nada; ha dejado el cuento para otro día. Se esfuerza en traer otras cosas a la
imaginación. Pero el fondo de su espíritu —su subconsciente— continúa
trabajando; el poeta conoce esta fecundidad del ocio; sus trabajos más
fecundos, más felices; sus versos más bellos; sus cuentos más originales
dependen de sus ocios; si Félix no dispusiera de estos ratos en que él no hace
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