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tomando un tinte violáceo. Y el cesto de los papeles ha crecido de un modo
colosal; no puede apartar la vista Pablo de este cesto, grande, formidable,
inmenso. De su borde se escapan las cuartillas rotas, estrujadas,
apelotonadas… Decididamente, Pablo Cendra, tan fácil, tan fluente, no puede
trabajar hoy. No sabe lo que le sucede. Piensa en sí mismo; se hace él mismo
la crítica de su obra, de su modo de trabajar, de su mundo interior. Y
comienza a sentir un desasosiego, un descontento de sí, que no ha sentido
nunca.
El segundo día que Pablo Cendra se ha sentado a trabajar, la luz era de un
color verde. Pablo ha escrito la primera cuartilla; luego ha pasado a la
segunda. Las líneas de la ventana, de los muebles, de los cuadros parecían
retorcerse, formar arabescos, raigambres. El cesto de los papeles, que antes ha
estado formidable, ahora, a medida que va escribiendo Pablo, disminuye de
tamaño, recobra sus dimensiones naturales. Poco a poco el dramaturgo ha ido
trazando escena tras escena; la luz es de un intenso color verdoso. Ya no
rebasan las cuartillas estrujadas del cesto de los papeles rotos. La mirada del
dramaturgo, en un instante de respiro, se ha posado allí enfrente, en un
estante, donde se hallan encuadernadas primorosamente las anteriores obras
del comediógrafo, y Pablo ha experimentado una honda sensación de
disgusto.
La nueva obra va marchando. La luz, en los días sucesivos, es de un rojo
brillante —color cálido, férvido—; ya Pablo Cendra ha entrado de lleno en la
comedia. Las líneas de la estancia, las del balcón, de los estantes, de los
cuadros, se retuercen en un baile fantástico de ondulaciones y
engarabitamiento. Se ha acabado la placidez y regularidad de la línea recta,
igual, uniforme. Todo es ahora raro, extraño, misterioso en la estancia. Y
Pablo Cendra piensa en sí y en su obra, se autoanaliza. La autocrítica ha
entrado en su espíritu.
Todo, en la casa, en el mundo, en las relaciones de las cosas, es distinto
que antes. ¿Está satisfecho Pablo de sí mismo y de su obra? Y el público,
¿qué dirá de esta nueva obra del aplaudido comediógrafo?
El fracaso de Las cosas y el mundo, de Pablo Cendra, fue terrible. ¡Y, sin
embargo, qué bella, magnífica, soberana obra! Todos los familiares de Pablo
—y, en primer término, Amalia y Eladio Peña— estaban encantados. Por
primera vez Pablo había hecho una positiva obra de arte y de teatro a la par.
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