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—¡Y yo un clavel! —ha dicho Violante.
¡Una rosa, un lirio y un clavel! La tarde ya ha acabado. Comienza a brillar
en lo alto una estrellita. Las tres gráciles muchachas van y vienen, un poco
locas ya, por la ancha estancia.
Y un momento en que se hallan juntas, en silencio, tornan a decir, al
mismo tiempo:
—¡Yo quisiera ser una flor!
Y después:
—¡La rosa que esté más cerca de aquí! —grita Lucila.
—¡El lirio que se halle más próximo a esta casa! —grita también Evelia.
—¡El clavel que se encuentre en la casa más cercana! —dice, por último,
Violante.
En la misma ciudad —la vieja ciudad—, a la misma hora. En la hora en
que Lucila, Evelia y Violante devanean por la ancha y clara estancia. En la
misma hora en que las tres gráciles muchachas ansían ser una flor; ansían ser
una rosa, un lirio y un clavel. La rosa, el lirio y el clavel que se encuentren
más próximos a Lucila, Evelia y Violante.
Cerca del viejo caserón, tocando con sus paredes, hay una casita modesta.
En la casita vive una muchacha; está intensamente pálida; su cuerpo casi es
transparente. Los ojos, azules, profundos, tienen un intenso fulgor de tristeza.
Por un milagro, cuando se levanta del sillón en que está sentada, se tiene en
pie esta muchacha. Hace tiempo que su enamorado se halla en la guerra. No
vienen noticias suyas; pero todos los días, en todos los momentos, pueden
llegar. No llegan noticias del ausente; de tarde en tarde, a las manos pálidas,
translúcidas, de esta muchacha llega una carta. Y esta carta, ¡con qué afán,
con qué ansiedad es leída! Ahora ya hace mucho tiempo que no se tienen
noticias del mozo; la inquietud turba el ánimo de la muchacha. Está ella
sentada en un ancho sillón, con el busto un poco echado hacia atrás, para
poder respirar mejor. Encima de la mesa, en un vaso, está puesta una rosa.
Una sola rosa carnosa, blanca, fragante. Hay en el ambiente gran desasosiego;
no se sabe lo que es; no se puede precisar; sin embargo, diríase que ha
ocurrido un suceso terrible, siniestro, allá lejos, no sabemos dónde. Los ojos
de la niña —tan pálidos— se han cerrado, como para no ver el espanto. En el
pasillo han sonado pasos. La puerta va a abrirse. Tal vez va a aparecer alguien
que, sonriendo forzadamente, recomiende a la niña que no se alarme. Y su
recomendación será terrible, trágica.
La rosa blanca está reclinada en el borde del vaso. Horas después, la rosa
más próxima al viejo caserón donde devanean Lucila, Evelia y Violante;
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