alexandra guggenheim - Punto de Lectura

Entonces lo supe: quería llegar a pintar con una
maestría y una sinceridad como aquéllas. Igual que
aquel Rembrandt van Rijn.
Dediqué las semanas siguientes a recopilar todos los
papeles que desechábamos en la sastrería y a emborronarlos
con bocetos. Salían como por arte de magia, sin
que yo supiera exactamente lo que hacía. Dibujé el taller,
dibujé a mis padres y a mis hermanos, a las personas
y a los animales que veía en el campo, dibujé al
pastor en el púlpito lanzando una encendida prédica
en la que amonestaba contra la vanidad, la gula y la afición
a la bebida. A mi tío no le gustaron aquellos ejercicios.
Creía que yo no era más que un soñador y que
estaba desatendiendo mi trabajo, algo en lo que seguramente
no le faltaba razón. Llegado un momento, me
armé de valor y le confesé a Jan Goltzius que quería
dedicarme a la pintura.
—No me sorprende nada, Samuel —dijo con prudencia
y comprensión—. He visto que eres minucioso
y además tienes talento, así que voy a ayudarte. Mi primo
Frans trabaja de boticario en Ámsterdam. Me ha
dicho que Rembrandt es cliente suyo desde hace años,
que le compra a él los pigmentos. Voy a pedirle que la
próxima vez pregunte al maestro si necesita un aprendiz.
Tras la alegría inicial me asaltó la duda. ¿Aceptaría
un pintor tan importante a un pobre muchacho como
yo? Y, sobre todo, ¿qué les parecería a mis padres
que ya no quisiera ser sastre? El pastor pareció adivinar
mis pensamientos. Me puso una mano en el hombro
y dijo:
24