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Liubliana - Eduardo Sanchez Rugeles

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ausencia de sentimentalismo. Resultaría ridículo decir cuánto o qué poco quise a la mujer que fue

mi madre. La Nena nos enseñó una modalidad muy particular de familia. Yo aprendí la lección sin

conflictos pero Isabel, mi hermana mayor, nunca entendió la complejidad de su discurso. En la

Caracas noventera la Nena era, sin duda, una mujer diferente.

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Como todos los hombres de mi generación padecí los efectos de un síndrome degenerativo y

prepotente: era un pendejo pero no lo sabía. Yo fui un becario de la Fundación Carolina que tuvo

la oportunidad de hacer un máster mediocre titulado Cooperación Internacional y Desarrollo:

América Latina, un continente emergente en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad

Complutense. Más tarde, fui el asesor jurídico de una invisible ONG, el representante legal de un

periférico centro de asistencia social. Mi trabajo consistía en clasificar desgracias cotidianas, en

pasarlas a Word e inventariarlas en Excel: el testimonio de la mujer violada, el niño sin nombre ni

papeles que apareció vagando por Casa de Campo, la gitana apaleada por skinheads

mediterráneos, el mendigo desnutrido de rasgos sudacas. Durante dos años me dediqué a traducir

a la jerga jurídica nociones selectivas de bienestar y justicia. Los extraños sucesos que siguieron a

la desaparición de ja vi cambiaron mi percepción en torno al altruismo institucionalizado. Antes

del fin, antes de la mudanza a España, mi concepto del bien se limitaba a botar el plástico en el

plástico, el vidrio en el vidrio y el cartón en el cartón.

El salario en la ONG, el libre ejercicio de la filantropía, era un chiste cruel. Nuestros burdos

ingresos eran justificados con artificios éticos y manipulaciones emocionales. Cuando

inevitablemente debíamos tocar el tema del dinero, Alexandre Kyriakos, enlace de Unicef, solía

pontificar contra nuestro insensible materialismo. «Toda cooperación pasa por un acto de

sacrificio. Chicos, debemos dar el ejemplo. Unicef hace un esfuerzo sobrehumano por combatir la

desigualdad». La reunión para discutir los sueldos se perdía en el vacío conmovedor de sus

palabras. Los peor remunerados eran los pasantes. Esa situación me daba mucha vergüenza. El

cuentico del mundo feliz o la leyenda urbana sobre los laboratorios de esclavos de Nike en África

eran algunas de las estrategias que utilizaban los mercaderes de la bondad para reclutar incautos;

chamos de dieciocho o veinte años, inmigrantes en su mayoría, cuyo espíritu libertario era

manipulado con el fin de tenerlos gratis durante doce horas haciendo encuestas inútiles a la salida

del metro. Tardé en darme cuenta de que la cooperación, en la práctica, era entendida como una

franquicia. Poco a poco, comencé a percibir el engaño. Cuando abrí los ojos ya era demasiado

tarde.

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El único oficio conocido de la Nena, actividad que realizaba por mera distracción, era la

enseñanza del inglés. Mi mamá les dio clases particulares a todos los inútiles del edificio.

Sucesivas generaciones de parias fueron alumnos vespertinos de la Nena. Todos los pobres

diablos de Santa Mónica pasaron por la mesa de mi casa. Todavía, entre las musarañas de mi

cabeza muerta, puedo verlos intentando conjugar el verbo to be. Miguelacho, el legendario

malandro de las Residencias Centauro, fue alumno de la Nena; también Elias, el Donero, mi ídolo

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