28.08.2020 Views

Liubliana - Eduardo Sanchez Rugeles

You also want an ePaper? Increase the reach of your titles

YUMPU automatically turns print PDFs into web optimized ePapers that Google loves.

Registré mis bolsillos, exploré mi cartera hasta el fondo pero no encontré nada. Volví a revisar.

Nada, no tenía plata. La cajera me miró con repudio. La cola era larga. Elena estaba detrás de mí.

Abrí el morral, estaba seguro de que tenía dinero suelto. Elena se aburrió, pagó. Hasta ese

momento solo la conocía de vista. «Me lo pagas mañana», dijo. Así fue. Nunca imaginé que

nuestra relación sería prevista como parte de una transacción comercial. Ocurrió en el primer año

de la carrera. Ella estudiaba Economía. Era bonita, extraña, de cabello castaño con incisos rojos,

piel blanca, muy blanca. Disimulaba sus pecas y lunares con pegostes de base. Elena era hija de

portugueses. Realmente era hija de portugués ya que sus padres se habían separado hacía mucho

tiempo y ella vivía sola con el viejo. El señor Agustín, el papá de Elena, no representaba el

arquetipo del portugués criollo; él pertenecía a ese grupo selecto que Afilio, en son de burla,

denominaba Generación Excelsior Gama o portugueses de paltó. Comerciaba con vinos:

exportación, distribución, etc. Cuando conocí a Elena, ella y su padre estaban considerando la

idea de regresar a Portugal; era un rumor, una alternativa posible ante el inminente desastre

revolucionario que los comerciantes europeos intuyeron a primera vista. Nos acostumbramos a

almorzar juntos, a dar vueltas por Tierra de Nadie, a sentarnos a conversar en la piscina de la

UCV, a escaparnos a los cines del Concresa. Me gustaba mucho, era diferente. No tenía que ver

con mi limitado micromundo; ella no pertenecía a mi ridículo castillo de arena. Santa Mónica,

para entonces, había desaparecido.

3

«¿Qué?», pregunté con desgano. «Tienes que hacerte los exámenes, Gabriel. Todas mis pruebas

están bien. Tenemos que saber si eres tú el del problema». Había pasado toda la tarde con dolor

de cabeza. El affaire de las adopciones ilegales, asunto inconcluso que no me llevó a ninguna

parte, me provocó una fuerte migraña. El exceso de cigarros también me cayó mal, el estómago se

me llenó de humo. El resto del día lo pasé eructando nicotina. El dolor de cabeza se afincó detrás

de los ojos. Quería descansar, no hacer nada. Cuando llegué a la casa Elena me esperaba con

varios exámenes médicos dispersos sobre la mesa. «Te pedí cita para el martes de la semana que

viene al mediodía, ¿puedes?». «Elena, la oficina está colapsada, no tengo tiempo, tenemos el

congreso encima. Sin Javier tenemos el doble de trabajo. Cancela esa cita, no tengo tiempo». «Es

importante, Gabriel. No solo para mí, es importante para los dos —me tomó las manos, comentó

detalles ginecológicos que preferí ignorar e insistió en su propuesta—. Tienen que hacerte un

conteo de espermatozoides, un análisis general». Me besó en la boca sin interés, como siguiendo

un guión. «O sea, que tengo que ir a hacerme la paja a la clínica». No le gustó el chiste, me dio la

espalda e hizo una mueca de desprecio. «Haz lo que quieras, Gabriel. Se supone que lo habíamos

hablado». ¿Cuándo? ¿Cuándo lo hablamos, Elena? ¿Cuándo hablamos qué?, me pregunté. El

dolor alcanzó mis oídos, un insoportable pito se instaló en la base del tímpano. «Elena, coño,

escucha. Ya estuviste embarazada una vez; se supone que de mi parte todo funciona. Si fuera

estéril, tendría que suponer que el año pasado me montaste cachos», dije con un tono intermedio

entre seriedad y burla. «Sí eres imbécil — respondió—, nadie está diciendo que seas estéril, es

solo para poder hacer un diagnóstico y seguir un tratamiento eficaz, no es nada del otro mundo».

Se detuvo en la puerta del cuarto, recostó su cabeza sobre el marco. En ese momento me pareció

una extraña, una vendedora que esperaba el vuelto de la pizza. «Si quieres tener hijos, hay que

Hooray! Your file is uploaded and ready to be published.

Saved successfully!

Ooh no, something went wrong!